jueves, 16 de marzo de 2023

ME HE DEJADO LAS LLAVES EN EL BAR

 Cerrar los ojos no es dormir pero tampoco estar despierto. Bueno, en realidad uno no cierra los ojos, cierra los párpados, cierra la puerta (niña) por donde entra la luz que ilumina tus pupilas, pero se entiende, ¿no? Hay tantos escritores quebrados de la cabeza por encontrar la palabra ya no adecuada (chispa) sino justa que acaban por trasladar su cansancio a quienes los leen. Uno de ellos, por cierto, es mi escritor favorito; pero no puedo leerle más de media hora. 

El ciego llegó al bar el primero. Eran las ocho menos cuarto de un templado amanecer que prometía un día espléndido.

- ¡Hombre, Paco! 
- ¿Se puede?
- Claro, coño. 

Habían pasado como tres semanas, un período de tiempo casi bíblico para nuestros días de hace tantos años.

Era cosa de la espalda, según dijo; cuarenta años sin ver por más que abras los párpados dan para caminar con problemas en la columna vertebral, "la espalda"; más aún cuando hace no tanto te operaron de una cadera en la Santa Seguridad Social (S.S.S) y andas a la espera de que tengan tiempo para hacer algo con la otra antes de la ansiada invasión extraterrestre.

En fin, que Paco, Francisco (yo no soy el padre de ese hijo), reapareció por el bar tan hecho caldo que aparentaba diez años más a los muy representados sesenta que no tardará en cumplir con mucha suerte. Con todo, desayuno bien, a su estilo; esto es, engullendo. Freud, siempre sexual, diría que al quedarse ciego en la adolescencia sustituyó el impulso del bajo vientre por el del alto. Y quizá tenga razón. Pero tampoco hay que ir a estudiar a Salamanca para colegir algo así. Es como en las novelas de Agatha Christie: si las lees como un escritor albañil vigilado por una mente capataz no las disfrutas.

Volví al piso, encendí un cigarrillo y miré algo en la Red en vistas de que hoy no iba a poder darle puñetazos al saco que tengo colgado en el dormitorio. Ayer estuve en mi podólogo de confianza, lo llamé el lunes al llegar a casa tras bajar de los molinos con un dolor del cojón en la ¿almohadilla? del dedo gordo del pie izquierdo. 

- Tienes una ampolla sanguínea -dijo.
- Ah...

Me hizo un poco de daño y unos cuantos consejos; le di las gracias, pagué cuarenta euros a la recepcionista y regresé a pie a casa. Ya va para un mes que estoy sin coche. Tal vez para el verano esté reparado. Los mecánicos, los seguros, las petardas que ni saben echa el freno de mano a sus coches hasta que, resignados, bajan solos las avenidas hasta estamparse con el mío, tan bien aparcado en la puta puerta del bar.

Todavía no eran las once y ya había comido y fumado el pito de rigor para mitigar un tanto el dolor en el pie. Me sentía muy cansado, casi enfermo, y me fui a la cama con dos horas por venir. 

"Duerme...duerme..."

No dormí. No vale cerrar los ojos (¡los párpados!) para dormir. Pero cerré los ojos.

Era la una del mediodía cuando regresé al bar después de haber pasado por el estanco y la farmacia de confianza que, por cierto, parecía estar en modo "Acorazado Potemkin" Tanto que olvidé pedirles ibuprofenos y amoxicilinas. Veintiún euros con cincuenta por Betadine, pomada cicatrizante y tiritas especiales. "Con este dinero -pensé- un jubilado se lleva la farmacia entera"

Mentiría si dijera que estaba jodido de ánimo. ¡No! ¡Estaba hasta bien! Una mediodía soleado por un sol no frío, un sol calentador, un sol radiador, un sol primaveral, un sol de esos que te instan a creer que eres más que una maldita cebolla.

El cerramiento de ojos (de párpados) había funcionado con la ayuda de la buena ducha, de la santa agua (¡¡¡agualll!!!) que un día de estos nos llevará a viajar por el inodoro.

Y bebí. A eso de la hora nona y ya con todo recogido subí en el coche de un amigo.


- Joder
- ¿Qué?
- Me he dejado las llaves en el bar


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