viernes, 27 de junio de 2014

NOSTALGIA DEL BUTANO




Marie Laveau cogió una cuchara limpia del desvencijado aparador y probó el caldo que por una hora llevaba cociendo sobre la flamante vitrocerámica que dos de sus diez hijos le habían regalado por su último cumpleaños.

"Todavía le falta..." se dijo. Y recordó su vieja cocinilla de butano, con sus hierros negros y su fuego azul y naranja, tan de su gusto; tanto que muchas veces durante los últimos años lo encendía por nada, sólo para verlo "No sé cocinar con esto...¿como se puede cocinar sin fuego?...Calor, calor...Esto es más un cataplasma...Esto es como cocinar para los enfermos...Esto es cocinar para los muertos"

Se sentó y bebió de su infusión, ya casi helada. Miró por la ventana y no vio nada más que su oscuro reflejo. Era tan de noche que por un momento pensó haberse quedado ciega. Y no viendo nada empezó a recordar.

La primera vez que le vio la polla a su marido este dormía la siesta con su tercer hijo, de apenas un año. El pequeñín se había despertado y ella era la única que había oído algo más que ronquidos. Ella siempre había oído a sus hijos aunque estuvieran al otro lado del océano. Fue a recogerlo para que no molestara a su padre y lo vio jugando con su enorme pene. Marie se quedó un momento en la puerta, sin reaccionar y sin poder apartar la vista de aquello. Casi gritó. Cogió a su hijito con mucho cuidado de no despertar a quien todavía dormía y salió de allí con el corazón en las entrañas.

Él había sido carnicero en la ardiente Argel hasta que hubieron de marcharse por temor a ser asesinados tras la independencia de la antigua colonia. Ya en Francia se reconvirtió en mecánico de automóviles, oficio que había aprendido cumplimentando a la patria que después los abandonaría a su suerte, cosa que jamás pudo olvidar y que a punto estuvo de llevarle a la cárcel algunos años después. Pierre Dubois era hombre de pocas luces. No le hacían falta. Él era fuerte y tenía la razón. Un hombre no necesita más para vivir. Aquellos hombres necesitaban tan poco que resultaban muy peligrosos para quienes no podían vivir sin todo lo demás.

Marie quería a Pierre. No había conocido a ningún otro hombre. Pierre también la quería aunque conoció a muchas otras mujeres; puede que aún la quisiera más por esto mismo. Y Marie lo sabía y nada decía. La peonza ha de enrollarse si quiere bailar gallardamente por el sucio suelo. Y allí, bien lo sabía Marie, no había más cuerda que la de ella. Y sus hijos...sus hijos...Ella tenía a sus hijos. Ella tenía lo que ningún Pierre podrá tener, por muy fuerte y mucha razón que tenga. Eran más suyos que de él. Ella los había llevado dentro, él sólo le había metido aquello dentro. Y esto es algo que ellos, los diez, acabarían sabiendo, sí...Es tan fácil tener toda la razón con algo tan evidente.

Cuando el último hijo se fue de casa, Pierre y Marie ya eran mayores, ya habían dejado de hacerse viejos para empezar a serlo. Pierre cayó enfermo algunos años después, pocos: primero una silla de ruedas y después una cama y una asistente social que iba tres veces al día a ayudar a Marie para darle la vuelta y asearle. Marie se acostumbró a verle el pene a su marido. Ya no le daba miedo. No hay mejor manera de perderlo que ver las cosas cuando no quieren que las veas.

Pierre dejó de hablar, más tarde de ver y al final de oír. A todo se acostumbró Marie. A todo menos a no oírlo roncar.

Bajó al garaje y cogió una sierra eléctrica. Subió a la habitación y descuartizó a su marido. Ninguno se enteró demasiado. Le sacó el corazón y le cortó la polla. Puso un cazo a hervir y los echó dentro.

Dos horas después volvió a probarlo con otra cuchara limpia del desvencijado aparador.

"Esto sigue sin saber a nada" Lo apartó del calor y volvió a acordarse de su vieja cocinilla, de sus hierros negros y de su fuego azul y naranja, de sus diez hijos como diez soles y de su hombre, tan fuerte, grande y sucio como una montaña llena de carbón en sus entrañas...


Ahora había luz tras la ventana. Ya no se veía reflejada en ella y sí a la fría y lluviosa mañana que amanecía como si no tuviera muchas ganas de hacerlo. Y empezó a ver lo demás. Todo lo demás.


Cogió el abrigo, el bolso, el paraguas y salió a la calle.


- ¿Puede llevarme a Argel? -le preguntó al taxista
- No, señora
- Entonces lléveme a comisaria






http://www.alertadigital.com/2014/06/24/francia-una-anciana-descuartiza-a-su-marido-y-se-hace-una-sopa-con-sus-genitales/

martes, 17 de junio de 2014

JIMMY COGIÓ SU FUSIL...




...y lo quemó.

Cuarenta y siete años se cumplen mañana de una de las noches más mitológicas del Rock.

¿Qué hacer cuando los Who acaban de ofrecer uno de los conciertos de su vida? Liarla parda, tirando a negra.

Monterey. California. 1967. Los Beatles ya habían dejado de tocar en directo y los Stones estaban a cero coma de enviar al matadero a Brian Jones, ese que tocaba hasta el melón. Jimmy Page andaba puteando por aquí y por allá, buscando a alguien que lo retirara para montar su propia casa de putas, y poco después encontró la pajuela correcta, precisamente cuando la parte de atrás de los Who (su alma, como toda banda de Rock que se precie) rumiaba lo poco a gustito que se sentía haciendo de toro maricón siendo los machos de aquella manada. "¿Hacemos una super-banda?" Pero eso es otra historia que parió otra historia que parió a la madre de todas las historias.

LSD, 200.000 chavales y tres días de conciertos. Siempre el tres. Siempre el Misterio. Siempre lo que no se ve. Siempre lo que no debe ser.

Cuenta el gran Lemmy que fue roadie de Hendrix en una gira que este hizo por la Gran Bretaña poco tiempo después; no mucho, que murió pronto. Y dice que uno de sus cometidos era conseguirle droga en tierra extraña, como aquel médico que trajo a Miles Davis a la España franquista: "si no hay droga, no hay concierto" Y tuvo su droga. Con receta y en la farmacia de guardia. Benditos sean los principios de los médicos franquistas, variante iribarne.

Ocho ajos, ocho.

- Toma estos dos para ti -le decía Hendrix a nuestro Lemmy

Y se comía los otros seis de golpe.

Los amigos que tuve se metían un cuartillo bajo la lengua y estaban horas sin parar de reír. Alguno vio al diablo en el asiento de atrás de mi coche. Yo no. Y hubo quien todavía lo sigue viendo.

Ya han pasado más de veinte años desde que escuchábamos a Hendrix fumando nuestra marihuana, tan bonita, tan verde, tan pastosa y tan tranquila. Fue en uno de sus no aniversarios, supongo que el de los veinte, cuando ninguno los teníamos aún.

Fueron buenos tiempos. Realmente buenos. Vimos hasta un eclipse de sol escuchando el Shine on your crazy diamond...Aquella muchacha parecía salida de Woodstock sin haberlo hecho de la Mancha.

Era tan dulce...

Aquel album, aquel Vudú Yugoslavia, se componía de la parte bluesera de Hendrix, la menos conocida, siendo como fue tan psicodélico en la cresta de aquella ola que tan pronto se lo llevó al mar muerto para que siguiera haciendo dinero sin necesidad de dar mala guerra. Para ellos.

Pero antes grabó La leyenda del Tiempo en versión blues, con resultados no menos talibanescos que la flamenca. Tanto que los del Camarón fueron guyeletos al lado de aquellos.

La música es como la medicina; con sus indicaciones, su posología y sus efectos secundarios. Todo ello, claro está, según la edad y el estado del enfermo, que alguien sano no necesita ayuda para vivir.

Nos pusieron las orejas al echarnos del Edén.

El sonido del silencio, canturreaban Simón Neworder y Gartelefunkel, ese par de dos, esos profetas menores, menorísimos...Y pensar que fue de lo primero que me gustó...

En fin, que mientras llega la ola que nos tiene que llevar, la que sea, del muerto o del atlético, de barets o amarillos, flotemos escuchando la canción que mejor me sonaba entonces y me suena ahora.

Después de todo, veinte años no son nada.

Ya vendrá It para arreglar cuentas.

Tengo la mirada tranquila y las orejas mejor taponadas que el ojo del culo.

Y floto cuando me sale de los huevos.


La Casa Roja, por Jimmy Hendrix: