- ¿Y en qué piensa cuando mira las estrellas, toda esa inmensidad? -preguntó, retador, el entrevistador
- En nada -respondió Ayn Rand, la atea- Yo no miro las estrellas. ¿Sabe lo que me emociona? los edificios. Saber que han sido edificados por la inteligencia y el trabajo de los hombres.
Apagué el ordenador un rato después y me fui a dormir tras bajar todas las persianas.
De poco sirvió. La gata me despertó media hora más tarde de la acostumbrada. La luz de la mañana necesita poco para hacerse presente. Millones de kilómetros, ocho minutos luz y todo eso, una espesa capa de nubes, ventanas cerradas y persianas bajadas no son suficientes para engañar los ojos de una gata. Tampoco los míos cuando los abrí. Sí, vi a la gata cuando sentí que subía hacia la almohada. Abrí los ojos y ahí estaba, firme sobre sus patas, mirándome con los pupilas dilatadas sin decir nada, esperando extrañada ante mi tardanza. Saqué la mano bajo las mantas, la agarré y la lancé hacia los pies de la cama. Pronto volvió, ronroneando. Otra vez atrás. No me fío de los gatos aunque una duerma conmigo. Volvió. Esta vez la cogí mal y ella tuvo que clavarme la uña poco más arriba de la nariz. Y entonces la tiré donde cayera y ya cabreado me levanté.
Llegué al bar a eso de las nueve y media. El Chino estaba pintando las paredes del salón con buena música funky a toda hostia. Le pregunté si había que hacer algo o me daba tiempo para ir al banco; dudando un poco dijo que hiciera algo que ahora no recuerdo y lo hice. Después llegó mi tío y nos pusimos a forrar los cojines de las sillas y los taburetes. Yo me limitaba a sujetarlos mientras él estiraba la tela y la grapaba, cosa que empezó bastante mal porque enseguida se quedó vacía la grapadora eléctrica y no había huevos ni inteligencia para hacerla funcionar aún teniendo mil doscientas grapas en la cajita que trajo consigo. Mi tío bregaba con ella, maldecía y yo, todavía media dormido y mal desayunado, no entendía casi nada. "A ver, déjame" dije por decir algo. Cogí la grapadora y la miré como si supiera hablar. Por supuesto no conseguí hacer nada y se la devolví. Y cuando ya estaba cagándose en todo dio con la solución, estúpida como todas. Claro que él tiene casi setenta años y yo veinticinco menos. En fin, que él se puso a estirar, cortar y grapar y yo a sujetar. Una hora y pico más tarde habíamos conseguido forrar tres asientos. Llegó mi hermano, los vio y dijo que mejor lo dejáramos.
- ¿Tienes el teléfono de Pedro, Kufisto?
- ¿Que Pedro?
- El de la mandíbula cuadrada
- No, pero puedo conseguirlo. Sé donde trabaja su hija
- Pues da con él y dile que venga a forrar esto
Y así aproveché para ir al banco.
Algo raro pasaba en mi cuenta cuando ayer por la mañana la miré por Internet. Las mismas cuatro perras de siempre, pero aunque estaban a mi favor parecía como si las estuviera en contra. Fui al banco y hablé con uno que viene al bar de vez en cuando. No paró de soltar tacos mientras terqueaba con el ordenador.
- Esto...esto es algo de los hijoputas del Ayuntamiento, Kufisto -decía- Una multa o...
- Será el IBI del año pasado...
- No sé, no sé...Me cago en la puta...
- Sí...
- Joder, no sé qué coño le pasa a este ordenador -decía mientras mirábamos la pantalla como esperando ver a una vieja comiendo mierda.
Al final me recomendó que llamara a los hijos de la gran puta del Ayuntamiento y eso hice, no sin antes decirle que aún habiendo fondos me habían colocado los treinta euros de rigor por falta de ellos.
- Ya, ya...pero eso durante el día te lo solucionamos y tal, no te preocupes.
Miré esta mañana y los treinta euros todavía seguían allí.
Cuando uno está tan tieso como lo estoy yo, treinta euros suponen una pasta. Si yo tuviera mil euros en el banco, quinientos, ni me molestaría en ir a discutir por ellos. Quizá por eso no tengo un duro, porque me la suda mientras pueda seguir tirando. Pero esto era quedarme en rojo cuando estaba en blanco. Y no, coño, no. Además que la del Ayuntamiento me dijo que todavía no me habían embargado la cuenta ni nada.
Llegué al banco y pillé un ticket satánico de esos que previo DNI y motivo de la consulta te ahorran preguntar quien es el último y para qué, cosa tan de agradecer como todo lo satánico, que ayer por la mañana entré al atestado despacho de loterías y tan poco me faltó para cagarme en Dios preguntando por el último que al final me cagué ante el estupor de la silente y maleducada viejunada.
El tipo que hoy me atendió no lo había visto en mi vida. Le dije el tema y respondió que uy qué pena pero eso era algo para hablar con el director o su mano derecha que, casualmente, no estaban presentes y se encontraban de reunión en no sabía donde, que mejor me pasara mañana...En eso llegó a la caja quien ayer me atendiera y ni quiso verme. Yo tampoco. Cogí y me fui. A tomar por culo. Al bar.
Mandíbula Cuadrada estaba hablando con mi hermano en la puerta del bar. Los sufridos, sufridísimos, asientos de sillas y taburetes ya descasaban en el interior de su coche, incluidos los tres que mi tío y yo habíamos "arreglado" con mil grapas y doscientas vayas putas mierdas. Ya casi era la hora de comer y me fui viendo que allí no pintaba nada. En casa me hice unos spaghettis que me sentaron como un tiro e intenté dormir un poco. No lo conseguí y tras descartar hacerme una paja a eso de las cinco volví al bar.
El Chino estaba pintando el techo del ventanal. Mi hermano andaba como loco de acá para allá hablando con unos y con otros por el teléfono. Mi otro hermano, el pequeño, andaba a su bola pintando los taburetes y las sillas en el almacén.
- ¿Qué hago, Chino?
- Dale a la barra, Kufisto, al suelo detrás de las cámaras.
- Vale
Cogí una botella de agua fuerte y la eché sobre la mierda incrustada. Miré las instrucciones y a duras penas leí que había que dejarla actuar unos minutos. Cada vez veo peor. Me rulé un pito, lo encendí y llené un cubo de agua con un chorreón de lejía. Todavía no me había fumado la mitad cuando cogí una paleta y empecé a rascar toda esa mierda. Salió bien. El agua fuerte es buena. Luego pasé la chacha con la lejía y quedó impoluto, aunque los vapores que subieron me marearon un tanto. En esas entró mi hermano y fue a mirar algo de un enchufe bajo la barra. Casi se cae redondo. Quizá todavía valga para algo ser el hermano mayor.
Llegó otro tío nuestro, uno más joven, uno diez años mayor que yo. Es un manitas, sabe de todo lo práctico, de todo lo necesario. El Chino seguía pintando y nosotros, ellos, empezaron a hablar; "como colocar esto, como poner esto otro, como aprovechar este espacio..." Mi hermano y él hablaban y hablaban en términos que a duras penas yo podía entender. De buena gana hubiera echado diez litros de agua fuerte en la acera del bar y me hubiese liado a rasparla con un mondadientes de tan inútil como me sentía. Luego empezaron a divagar sobre la distribución del mobiliario de la barra y todo eran buenas ideas, cojonudas, a cada cual mejor. Yo no me lo podía creer. Todo había estado ahí, delante de nuestras narices, y no lo habíamos hecho en veinte años. Tanto me entusiasmé que en un momento de lucidez dije algo y lo aceptaron, aunque sólo fuese donde colocar el contenedor, cosa que luego quedó para mejor ocasión pero por un rato fue la solución correcta para orgullo de mis fosas nasales.
Después todo giró en una especie de vórtice, en un Maelström de ideas. Todo era aprovechar el espacio, rellenar huecos y dejar vacío por donde moverse: "el frigorífico aquí, el arcón aquí, los barriles allí, una madera para tapar esto, dame el metro que mida esto, pica aquí, Chino, ¿y el martillo?, el metro, ¿donde está el metro?, ponme un cubalibre, Kufisto..." Llegó un chaval con unas planchas metálicas y una radial para rehacer los desastrados respiraderos de la barra mientras el Chino y mi tío discutían sobre como recolocar la posición del monstruoso calentador del agua para ganar unos centímetros. El chico de la radial empezó a cortar la plancha y el Chino a aporrear el techo de la cocina para ver hasta donde podía dar de sí. Me eché un cubalibre cuando vi a mi hermano echarse uno. No pude resistirme. Luego otro. Y otro.
Acabamos. Acabaron.
Dentro de dos, tres días, el bar volverá a estar abierto. Más bonito y mejor distribuido y aprovechado. Será un bar rehecho, reacondicionado. Todo estará mejorado, en su sitio, aunque haya quien no pueda verlo. Algunos pasarán de largo, pedirán lo suyo y se irán sin haberlo visto. Otros, los habituales, echarán un vistazo, dirán algo y seguiremos tirando millas.
Pero yo miraré lo que se hizo durante estos días, el entusiasmo y el desprendimiento de lo que la buena gente es capaz de hacer y...
- Kufisto, ¿en qué piensas cuando ves las estrellas?
- En escribirlas
miércoles, 7 de marzo de 2018
sábado, 3 de marzo de 2018
BARCO A VENUS
Yo no debería haber salido aquella tarde. O no haber vuelto tan temprano. Tres o cuatro veces había mirado por la ventana. El cielo seguía tan gris como todos esos últimos días pero parecía como si no lloviera. Abrí la ventana para mirar los charcos de enfrente. Mi visión ya llevaba algún tiempo dando muestras de ir a menos. Pronto necesitaría gafas. Tantas horas delante del ordenador habían acabado por dañar mi pobre vista, también deteriorada de nacimiento. "Ojo vago" lo llamaban entonces. Hasta los doce años llevé gafas. Muchas me las rompieron. Después el oftalmólogo dijo que ya podía quitármelas y yo me alegré. También dijo que ejercitara el ojo derecho poniendo un parche sobre el izquierdo mientras veía la televisión. Pero esto fue algo que no hice más de una o dos veces. Era muy molesto y mis hermanos se reían de mi. Y con el izquierdo veía todo lo bien que se pueda ver. Mis padres no insistieron, como tantas veces harían con el paso de los años: los primeros habían sido tan difíciles que quizá pensaron que de ahí en adelante eso era lo mejor que podían hacer.
Abrí la ventana y fijándome en el charco más grande vi que no llovía. No lo pensé más y cogí las cosas para salir a la calle. Quizá tuviera tiempo para un paseo. El aire fresco y la humedad de tantos días lluviosos harían el resto. No recordaba un temporal como aquel. Nadie podía recordarlo. Dos o tres días seguidos de lluvia era algo raro desde hacía mucho tiempo, pero dos semanas como aquellas eran ya algo poco menos que olvidado.
Salí enfundado en el impermeable y lo primero que vi fue a los trabajadores del super fumando en la puerta. Cambié de acera mientras hacía por ponerme la capucha. Doblé la primera esquina y me la quité. Alguien bajaba de un coche. Era uno de esos trabajadores. Muchos años atrás habíamos sido amigos, pero ya hacía unos cuantos en los que el sólo saludo se había convertido en algo odioso. Lo saludé por su nombre y a él le bastó con un hola. Durante un rato caminé pensando en ese desprecio, en esa falta de afecto que siempre me ha acompañado. Ya de pequeño sentía ese vacío con los demás, ese distanciamiento que todavía sin saber por qué me separaba del resto. La vida de un niño enfermo es una gran mentira hasta que tus demonios vuelven para ver como te va.
Apenas había dejado atrás los últimos pasos de cebra cuando se puso a llover. No era tanto como para regresar a casa; en muchas otras ocasiones le había hecho frente a eso sin dudarlo un instante, pero una sensación de derrota, de error, de equivocación me embargó de tal manera que después de dudarlo unos segundos regresé sobre mis pasos para volver por donde había venido.
Y entonces, apenas un poco antes de donde había dado el último saludo, dejó de llover y se abrió un pequeño claro en el cielo.
Busqué las llaves. No se iban a reír más de mi. Al menos no aquella tarde.
Doblé la esquina otra vez. No había nadie fumando. No había nadie haciendo nada. Nadie.
Llegué al portal y vi como una niña abría la puerta. Pasé tras ella y la cogí tapándole la boca. Alguien se había dejado abierta la puerta de mi bloque y entré. El ascensor estaba allí. Pulsé mi número y la puerta se cerró. Nadie en el pasillo. Saqué las llaves, abrí y entramos en casa. Le pegué dos bofetadas y dejó de patalear. La imagen de mi maestro de primaria vino a mi como un trueno tetrapléjico. Una excitación animalesca me embargó por completo. Paralizada por el miedo se dejó llevar a la habitación. La desnudé y entré en ella. Vi su sangre brotar y lo último que recuerdo es morderla...
Desperté y estaba muerta.
Me entregué. Todo el mundo quería matarme. Todos habían sabido que al final acabaría por hacer algo así. Todos se tiraban de los pelos por no haberme quitado de en medio cuando todavía estaban a tiempo. Hasta el maestro que metía su dedo en mi culo para después olerlo cuando iba a preguntarle alguna duda sobre la regla de tres meneaba la cabeza. Estaba claro desde el principio. Todo había estado claro y habían dejado que pasara. Era un fracaso total, global.
Y aquí estoy, pudriéndome en una celda, esperando la muerte que todos quisieran darme.
Tal vez, quizá, puede que entonces, cuando me alcance, consiga ver bien con el ojo derecho aunque sólo sea por un instante.
Y con un poco de suerte a lo mejor me dejan tranquilo el tercero.
Yo no lo quise así.
Abrí la ventana y fijándome en el charco más grande vi que no llovía. No lo pensé más y cogí las cosas para salir a la calle. Quizá tuviera tiempo para un paseo. El aire fresco y la humedad de tantos días lluviosos harían el resto. No recordaba un temporal como aquel. Nadie podía recordarlo. Dos o tres días seguidos de lluvia era algo raro desde hacía mucho tiempo, pero dos semanas como aquellas eran ya algo poco menos que olvidado.
Salí enfundado en el impermeable y lo primero que vi fue a los trabajadores del super fumando en la puerta. Cambié de acera mientras hacía por ponerme la capucha. Doblé la primera esquina y me la quité. Alguien bajaba de un coche. Era uno de esos trabajadores. Muchos años atrás habíamos sido amigos, pero ya hacía unos cuantos en los que el sólo saludo se había convertido en algo odioso. Lo saludé por su nombre y a él le bastó con un hola. Durante un rato caminé pensando en ese desprecio, en esa falta de afecto que siempre me ha acompañado. Ya de pequeño sentía ese vacío con los demás, ese distanciamiento que todavía sin saber por qué me separaba del resto. La vida de un niño enfermo es una gran mentira hasta que tus demonios vuelven para ver como te va.
Apenas había dejado atrás los últimos pasos de cebra cuando se puso a llover. No era tanto como para regresar a casa; en muchas otras ocasiones le había hecho frente a eso sin dudarlo un instante, pero una sensación de derrota, de error, de equivocación me embargó de tal manera que después de dudarlo unos segundos regresé sobre mis pasos para volver por donde había venido.
Y entonces, apenas un poco antes de donde había dado el último saludo, dejó de llover y se abrió un pequeño claro en el cielo.
Busqué las llaves. No se iban a reír más de mi. Al menos no aquella tarde.
Doblé la esquina otra vez. No había nadie fumando. No había nadie haciendo nada. Nadie.
Llegué al portal y vi como una niña abría la puerta. Pasé tras ella y la cogí tapándole la boca. Alguien se había dejado abierta la puerta de mi bloque y entré. El ascensor estaba allí. Pulsé mi número y la puerta se cerró. Nadie en el pasillo. Saqué las llaves, abrí y entramos en casa. Le pegué dos bofetadas y dejó de patalear. La imagen de mi maestro de primaria vino a mi como un trueno tetrapléjico. Una excitación animalesca me embargó por completo. Paralizada por el miedo se dejó llevar a la habitación. La desnudé y entré en ella. Vi su sangre brotar y lo último que recuerdo es morderla...
Desperté y estaba muerta.
Me entregué. Todo el mundo quería matarme. Todos habían sabido que al final acabaría por hacer algo así. Todos se tiraban de los pelos por no haberme quitado de en medio cuando todavía estaban a tiempo. Hasta el maestro que metía su dedo en mi culo para después olerlo cuando iba a preguntarle alguna duda sobre la regla de tres meneaba la cabeza. Estaba claro desde el principio. Todo había estado claro y habían dejado que pasara. Era un fracaso total, global.
Y aquí estoy, pudriéndome en una celda, esperando la muerte que todos quisieran darme.
Tal vez, quizá, puede que entonces, cuando me alcance, consiga ver bien con el ojo derecho aunque sólo sea por un instante.
Y con un poco de suerte a lo mejor me dejan tranquilo el tercero.
Yo no lo quise así.
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