miércoles, 6 de enero de 2016

PON TU CABEZA SOBRE MI ESTÓMAGO




Finalmente la noche había sido buena, nada más.

Desperté cuando era probable que todavía no hubieran cerrado el bar. Una hora más tarde abrí su puerta. Y enseguida, aún a oscuras, me di cuenta de que sólo había sido una buena noche, nada más: a veces basta con oír tus pisadas para saber con bastante exactitud lo que ha pasado.

Encendí la luz y vi que el piso estaba sucio, pero no demasiado. Fui hacia el cuaderno de contabilidad y miré la recaudación. Busqué por los Reyes del año pasado y comprobé que había estado bastante mejor. La Navidad, laboralmente, había sido notable para nosotros. Y como premio casi que forzoso para nuestra salud mental más que física, ayer mismo habíamos acordado cerrar durante una semana. Hoy se esperan nuestro cierre; mañana, no. Y el fin de semana habrá quien se pregunte si no se ha muerto alguien en nuestra familia. Pero el pronóstico de quien vive al día es más corto que el del tiempo.

No puse música durante la limpieza. Ni lo pensé. Y ahora que lo hago me resulta curioso: es como si no hiciera falta cuando no tienes que abrir la puerta. Si yo fuera rico necesitaría incluso menos que ahora.

Desenchufé las cámaras y eché en varias bolsas todo aquello que pudiera ponerse malo durante nuestro descanso: naranjas, limones, cebollas, ajos, huevos...todo para casa. Y fue entonces, cuando abrí el frigorífico, que vi los roscones prácticamente intactos. Y en ese mismo momento, puede que iluminado por mi ayuno que ya iba por su hora 36, determiné llevármelos a casa, trocearlos, envolverlos en papel de aluminio y salir a repartirlos entre los pobres de la ciudad.

Eran las 8 de la mañana y estaba terminando de amanecer cuando llegué a casa.

Ya lo tenía todo preparado para salir. Tan sólo me faltaba encontrar los guantes que protegieran mis manos durante el trayecto bajo la helada mañana, la primera del invierno. Y buscándolos recordé si no sería conveniente ir desayunando, a pesar de encontrarme bastante bien de fuerzas. Los guantes seguían sin aparecer y ya no me quedaba ningún sitio por mirar. Pensé en llevar las porciones de roscón a Cáritas y que las repartieran ellos, pero enseguida deseché la idea: Cáritas es parte del enemigo. Así que me iba a tocar a mi...Me di por vencido con los putos guantes y determiné desayunar para meterle calor al cuerpo en vista del frío que iba a pasar fuera.

El kiwi estaba delicioso, entre ácido y dulce, todo verde brillante, en su justo punto. Le hinqué el diente al primer aguacate y su insipidez me supo a gloria; con el segundo, redondo como el sol, disfruté paladeando su suavísima textura. Le eché un vistazo a la bolsa ecológica medio llena de aluminio arrugado y rápidamente me di la vuelta para coger una de esas hermosas naranjas que había rescatado del bar; la pelé con mis propias manos y su pulpa me supo a néctar de reyes. Me acordé de los pobres que encuentro las pocas veces que circulo por la calle comercial, unos viejos y otros no tanto, pero seguramente muchos tendrían problemas con el azúcar, alguno habría diabético, y puede que el remedio fuera peor que la enfermedad; pensé en las viejas beatas y que ellas estarían preparándose para hacer algo parecido a lo que iba a hacer yo; y eso sí que sería tremendo, absurdo, mortal...llegar allí, hasta los pobres de tus famélicos sueños, y ver que te miran con aburrimiento al coger tu pedazo de roscón, casi que diciéndote con la mirada que lo van a tirar a la papelera, que están hartos del puto roscón, tan empalagoso, y que ellos lo que quieren es dinero para vino, que alegra el espíritu y calienta el cuerpo, que si no seré un maricón en busca de algo cuando soy tan amable como una puta vieja...Para cuando abrí la cuarta nuez ya lo tenía casi decidido. Y con la novena y última avellana no tuve duda alguna: los roscones se iban de vuelta al bar.


Sólo que ahora en porciones.


Y masticando un buen puñado de pistachos le eché una sonrisa y once bultos de aluminio a las casi vacías tripas de mi pobre frigorífico del bar dormido.