- Cuando sueño -me dijo una de aquellas tardes en las que la película no daba para seguir callados- me veo bien, normal, como siempre...Luego despierto y...
- Ya
- Es duro esto, Kufisto, es duro esto...No se te va de la cabeza
- La cabeza manda -dije yo por no hacer más pesado el silencio
- Ya...pero por mucho que mande, ahora no le hacen caso
- Sí
- Como vosotros cuando eráis pequeños
- Sí
- Ay lo que nos costó a tu madre y a mi
- Sí
- Y ninguno habéis salido malos, pero joder...Cinco hijos, cinco...Cuando no eras tú, era el otro, y cuando ya no eráis ninguno de los dos, los otros tres...Qué lucha, qué lucha...
- Sí
- ¿Tú te acuerdas del tío Victoriano, el viejo aquel que estaba por el bar, el de la garrota?
- Claro que me acuerdo, como no me voy a acordar de él -dije sabiendo lo que me iba a contar
- ¿Sabes lo que me dijo una vez?
- No -le mentí
- Yo entonces estaba...Joder...el bar iba como iba y en casa pues...la cosa no iba bien. Tu madre, la pobre...La muerte de su padre, de tu abuelo, ¿te acuerdas de él?, le afectó mucho, mucho...Por no hablar de cuando se murió tu primo Rubén y todo lo que vino después, que eso fue la puntilla...Y luego vosotros siempre dando guerra, y el dinero, el puto dinero, y que si mira el otro (su socio) y mira como estamos nosotros, y tal, y esto y lo otro...
- Sí...
- En fin...la vida.
- La puta vida
- La vida, Kufisto, la vida...Bueno, pues una mañana estaba yo ahí, en el bar, y llego Victoriano y viéndome se dio cuenta de que algo no iba bien, que ya sabes tú que yo nunca he sido de esos que se vienen abajo por cualquier tontería...
- No, claro que no, papa
- Y como me vería el hombre que me preguntó qué pasaba...Y mira que nunca he sido hombre de contarle mis problemas a nadie, pero Victoriano...Joder, ese hombre era un tío de los que se vestían por los pies...Tenías que haberlo conocido cuando era joven, tan alto como era, el pelo rubio, esa chulería sana, natural, ese saber estar...El cabrón hacía lo que quería...Pero eso sí, su familia y tal que no le faltara de nada, aunque luego pasara lo que pasó...Si es que fue muy golfo el jodío...
- Ya...A mi me contó algunas buenas historias, sí...
- Jajaja...Le gustaban mucho las cartas. Y las mujeres. Se pulió mucha pasta...
- Jajaja...sí -dije yo- Me acuerdo de la historia aquella con el barco negrero, esa de después de la Guerra que estuvo a punto de hacerle millonario...El barco se hundió cerca de la costa y él se echó al mar. "¿Y los negros?" le pregunté, "¿los negros? en el barco se quedaron"
- Joder
- Qué tío
- Era otra época, otros tiempos, en fin...Cada cual sabe lo que ha hecho y lo que ha dejado de hacer...¿Pero sabes lo que me dijo esa mañana? Yo empecé a decirle que si esto, que si lo otro, que si el dinero, que si la mujer, que si los chicos...Él me miraba como si no entendiera nada. Y cuando yo ya estaba cagándome en la hostia puta me dijo: "¿Los chicos? ¿Cuantos chicos tienes?", "Cinco, ¿o no lo sabe?", "Sí, claro que lo sé...¿y te ha salido alguno tonto?" "Pues no -dije yo- claro que no" "¡Y entonces de qué cojones te estás quejando! ¡Anda ya el dinero, y la mujer, y el negocio y la mala puta que parió al mundo!...Tienes cinco hijos sanos, ¿de qué te quejas?" Y oye, fue oír eso de la boca de ese hombre y todas mis preocupaciones se fueron a hacer leches. Y es que es la verdad, Kufisto, es la verdad...Si tus hijos están bien, todo lo demás es tontería. Todo.
Y hablando del pasado se nos fue la tarde y olvidó su Pasapalabra. Después llegó mi madre de hacer la compra y yo me fui a mi casa.
Y él se quedó con ella, cenaron, brindaron con una copa de vino blanco bien frío por un día más juntos y después se fueron a dormir.
En el ajedrez hay una máxima que dice que la amenaza es más fuerte que la ejecución. Esto que a primera vista puede parecer un sinsentido (como suele suceder con todas las primeras vistas), lo cobra cuando alcanzas el momento adecuado, el momento en el que empiezas a tener la experiencia suficiente como para entender las máximas del ajedrez y de la vida, aunque sea algo que sólo te sirva para sacar la tijera y podarte a ti mismo cual vid dejada de la mano de su agricultor, ese que viendo tu rara y problemática desmesura piensa que lo mejor es dejar que tu naturaleza siga su curso hasta que a fuerza de repetirlo vea que necesitas ayuda para pasarlo.
Desde el primer día que a mi padre finalmente le diagnosticaron que lo que tenía era cáncer de pulmón y no ninguna otra cosa no hubo tarde que no pasara al menos un par de horas con él. Salía de trabajar del bar a eso de las seis, me iba a dar un paseo para despejarme y después iba a su casa a ver una de vaqueros y Pasapalabra, programa que le gustaba mucho y en el que siempre estaba (estábamos) del lado enfrentado al cerebrito de turno. Recuerdo a un tío gris y flojo con gafas y a un chaval culopollo que decía que también era poeta. Este lo sacaba especialmente de quicio. Al final se llevó el bote y por fin dejamos de verlo después de otras ciento y pico derrotas.
Normalmente no hablábamos de nada. Estábamos ahí, sentados, él en su sillón y yo en el sofá. Me preguntaba por el bar, yo le decía que bien y veíamos la película, o si era más mala de lo normal poníamos al cocinero de Canal Sur que tampoco le gustaba demasiado por lo mucho que hablaba y porque siempre lo cortaban los de Membrilla TV cuando estaba a punto de rematar el plato ante su desesperación, porque si algo había que le gustara aparte de su familia era eso, la comida. Entonces, y para la mía, decía que pusiera Telecinco y su puto Pasapalabra. Con todo, conseguí que nos saltáramos todos los jueguitos previos al rosco final de esa cuadrilla de capullos.
Pero una tarde que estaban echando otra vez la del último tren a Gun Hill él empezó a hablar de cuando trabajábamos en el viejo bar. Y recordando todo aquello, toda esa gente, todas aquellas penurias que a punto estuvieron de destruir la familia...nos echamos a reír. Y reímos y reímos. Y reímos hasta llorar de la risa. Tanto que esa tarde no hubo más pasapalabras que las nuestras. Y cuando mi madre llegó de hacer la compra nos preguntó si nos pasaba algo. Y secándonos las lágrimas le dijimos que no, que todo estaba bien, que sólo era algo que...
Bajé para subir las bolsas que habían quedado abajo.
De aquella larga estancia en el hospital no le quedó más secuela que la incómoda obligación de dormir con la mascarilla del oxígeno puesta, aparte de las horas que pasara en casa. Pronto se dio cuenta de que no era ninguna tontería y que por el contrario era una absoluta necesidad: cuando no lo hacía se dormía hasta de pie, por lo que sólo le costó lo justo hacer caso de los médicos. De su médico, más bien, un hombre joven y nervioso, de buena fama y muy buena gente, sobre el que desde el principio puso una fe ciega. Conociendo a mi padre, supongo que lo que le gustó de él fue su llaneza, su falta de atalayismo, algo que no podía aguantar y que junto al no saber estar y los mal paridos eran las únicas clases de personas de las que nada quería saber: a unos, aquellos, por sobrarles de todo y a otros, a estos, por faltarles de todo. Que tuvieran o no tuvieran era algo que carecía de importancia. El mundo tenía una reglas básicas y bastaba con respetarlas para llevar una vida feliz. Había que confiar; no ser un inocente, pero tampoco el descreído que todo lo sabe. Había que procurar vivir bien, pero no al precio de dejar de ser uno mismo a las primeras de cambio. Había que intentar hacer las cosas como es debido, pero no tanto como para que lo debido fuera el único modo de hacerlo. Quien tiene hijos, quien es padre, sabe que lo debido siempre está supeditado a lo necesario. El heroísmo del padre acabará siendo la desgracia del hijo. Y mi abuela, su madre que tanto quiso y tanto le marcara, una mujer muy sabia que como la inmensa mayoría de aquellas mujeres pasaron lo que no está en los escritos y que lo único que quería era la felicidad de los suyos y después la de todos, solía decir algo que ahora, con el paso de los años y la marcha de tantos, cada vez veo más claro:
- Tú, hijo mío, ni el primero ni el último, en el medio.
Oxígeno extra aparte y medicación incluida, pocas más fueron las indicaciones a seguir. Y ninguna tan grande que le quitarán sus inmensas ganas y alegría de vivir: fuera tabaco, poco alcohol y de baja graduación y bajar de peso, algo que siempre le costó y que sólo la enfermedad final fue capaz de empujarle a alcanzarlo:
- Mira, Kufisto -me dijo una tarde- Ahora que estoy tan malo es cuando por fin estoy en mi peso -Y nos reímos.
Pronto volvió al trabajo y las cosas regresaron a sus cauces habituales, es decir: problemas en el ruinoso negocio, problemas con los cabrones de los chicos y problemas con la mujer a causa del bar y de los hijos, aunque no tanto como para conseguir el desánimo de aquel hombre sencillo, que no simple.
- A mi no me quita la sonrisa ni Dios -decía de vez en cuando.
Con todo, raro era el año en el que al menos no pasaba un par de semanas en el hospital; ingresos casi siempre motivados por su excesivo peso y sobre el que tanto insistía su ya amigo el médico. El principal problema era la apnea del sueño que, agravada por el delicado estado de los pulmones, era algo para lo que los kilos de más resultan especialmente peligrosos, tal y como si necesitáramos volar para descansar y ese exceso de equipaje nos dejara en tierra dormidos, sí, pero como quien lo hace en el suelo del aeropuerto.
Le pusieron a régimen. Mi madre, muy seria, colgó la imponente hoja en la puerta del frigorífico. Y mi padre, viendo que eso sí que iba a quitarle la sonrisa, se echó a andar. Él, que desde que vino de la mili no había hecho más ejercicio que ver a su Bilbao, se puso un chandal, se calzó unas zapatillas y con sus Ray-Ban de sol que en realidad eran "para no ver a nadie" salió a andar por ahí, por calles, parques y arcenes con la esperanza puesta en que de esa forma aquella dura sentencia tendría sus circunstancias atenuantes. Y así fue. Y mal que bien la mayoría de las veces, bien que mal unas pocas, siempre bromeando e intentando hacerle trampas a la báscula bajo la estricta mirada de la enfermera en la que también tuvo que convertirse su santa mujer, consiguió que la planilla del frigorífico se pareciera a la de Botvinnik en su primer match con Tal, algo que suele venir bien. Por no hablar de cuando estaba trabajando en el bar, pero esto era algo con lo que contaba mi madre, nosotros sus hijos y hasta Agustín Rodríguez Sahagún, en el caso de habérselo explicado muy despacio y bien. "Decidme lo que come cuando estéis con él en el bar. Y lo que bebe" decía ella; "no me jodáis, no le digáis nada a vuestra madre. O poco" decía él.
Y así se fueron aquellos años, siempre más alegres cuando se recuerdan.
Después nos fuimos a otro bar (ya sin las tan malas "medias") y mi padre se jubiló, aunque nunca del todo, según se contará.
A fines de agosto de 2015 mi padre empezó a escupir sangre. Aquel fin de semana no dijo nada a nadie, pero cuando al levantarse el lunes vio que seguía igual le dijo a su mujer que tenían que ir al hospital. Primero lo tuvieron en observación en los boxes de Urgencias y ya por la tarde le dieron habitación en planta, como tantas otras veces durante los últimos veinte años, desde que justo en el día después de que su PP por fin ganara unas elecciones tuvimos que ir deprisa y corriendo al hospital porque, como entonces me dijera nuestro médico privado haciendo un discreto aparte conmigo, mi padre se estaba muriendo: "coge a tu padre y vete a toda leche al hospital" Luego, con otras palabras, se lo dijo a él; y cuando yo ya estaba al volante de su BX como si fuera a hacer la carrera de mi vida me dijo:
- Tranquilo. Y primero paras en casa para recoger a tu madre
- Pero es que...
- He dicho que primero paras en casa para recoger a mama
Paré en casa, la recogimos y nos fuimos para el hospital.
El día anterior, la mañana del domingo, mi padre ya tenía muy mala cara cuando a eso del mediodía llegué al bar para echarle una mano. Recuerdo que un familiar, un tío lejano, una vez que mi padre se pasó al baño, me dijo que si "¿no ves la cara de MUERTO que tiene tu padre?" Yo le dije que sí, pero que no quería ir al médico.
- ¡Joder, pues cógelo tú y llévalo, hostia! ¿no ves que no puede estar aquí?
Ciertamente llevaba un tiempo fatigándose sobremanera; tanto que, según él mismo reconocería después, tenía que pararse dos o tres veces en el trayecto que había del bar a casa, no más de doscientos metros. Pero mi padre no era hombre de quejarse. Después de todo, ¿cual puede serlo siéndolo de cinco hijos todavía jóvenes? Yo por entonces tenía 23 años y el pequeño, 10. Los dos mayores ya habíamos dejado de estudiar desde hacía tiempo pasándolo entre jugar a trabajar y hacer el imbécil por ahí, con el tercero ya a las puertas de lo mismo, mientras los pequeños, viendo el ejemplo de sus mayores, hacían lo que podían y más.
Aquella vez se libró de la muerte por un par de horas: un pulmón a rebosar de sangre y el otro más allá de la mitad.
Hace tiempo de esto. No recuerdo si llegaron a dos los meses que estuvo ingresado, pero sí que fue el suficiente como para que yo, viendo moribundo a Dios, me quitara de encima al ejército de pájaros que anidaban en mi cabeza. Y he de reconocer, pasados los años y todo lo que vino después, que mi "tío", su primo hermano, su socio, su cruz, en el tiempo que mi padre estuvo ausente se comportó conmigo con un cariño que jamás olvidaré.
Durante aquella primera convalecencia todo cambió en nuestra casa. Todos, los cinco, empezamos a ayudar a nuestra madre en todas aquellas cosas que dábamos por supuestas en casa: hacer las camas, hacer la comida, hacer la limpieza, hacer el orden...Ella no se separaba de él ni por un momento. Ella, la maltratada niña que con trece años mandó a esparragar a ese tío chulo de 19 las primeras veces que osó acercarse a la dura, durísima, órbita de ese naciente sol en el que se estaba convirtiendo, ahora, treinta años después, no dejaría a su valiente planeta errante ni aunque en ello fuera la resurrección de su padre que tanto quiso y que tan pronto murió.
Y ante la estupefacción de casi todos, nuestro padre salió adelante. Y con su eterno buen humor, enseguida se reincorporó al bar.
Dejó de fumar. Tampoco era hombre de muchos cigarrillos. Dejó de beber alcoholes duros, aunque eso ya hacía años, cuando ante el escándalo de su padre lo fue por quinta vez y siguió adelante como si nada hubiera pasado, como si todo lo demás de la vida, las discusiones con unos y con otros, los problemas económicos (él, que era tan malo para todas esas mierdas siendo tan bueno para dibujarlas), las movidas políticas que tres cojones le importaban mientras todavía quedara un poco de buen sentido para llevar las cosas por sus cauces, ya fueran rojos o azules, que todos eran padres y él lo fue de cinco hijos...
- Mira, Kufisto -me dijo una de esas tardes que pasábamos juntos viendo una de vaqueros durante la enfermedad que al final pudo con él- No hay cosa más bonita que tener a tu hijo en tu pecho. Todo lo demás...ná. Recuerdo tenerte a ti, a todos, a tus hermanos...Yo venía del bar, comía con tu madre e iba a echarme la siesta. Entonces te cogía a ti, o a Marcos, que vosotros fuisteis del tirón, jajaja...Y te ponía sobre mi panza...Y tu piel era tan fina, eras tan...no sé decirlo, de verdad, no soy tan inteligente como tú...pero era tan bonito...Hay que ser padre para entender lo que se hace por un hijo.
- Me tienes hasta los cojones con el puto Bob Dylan, Kufisto. Pero hasta los cojones
- Joder, es verdad. ¡Dos putos años con el voz de gato este a todos horas!
- No sé, tío, en serio, ¿no podrías poner otra cosa? No sé, cualquier cosa...¡a Demis Roussos aunque sea, me cago en Dios!
- Es que cuando le da por algo...Acordaros con los Zeppelin, ¡¡¡CUATRO AÑOS, CUATRO JODIDOS AÑOS SIN PONER OTRA COSA!!! Que Dios me perdone pero llegué a odiarlos
- Pues anda que cuando le dio por Amy Winehouse...
- Sí, esa ya fue para mear y no echar gota
- Míralo, ¡y se ríe!
- Qué desgraciao
- A ver si vas ya al puto concierto y nos dejas en paz
- ¿Cuando es?
- La semana que viene. Se va a verlo con su abuela, tócate los cojones
- No, creo que dijo con su tía la jipi; pero vamos, que ya le vale. Para una vez que se va a ver algo y no se le ocurre otra que irse con una vieja
- Jajaja...¡Y todavía se ríe el cabrón!
- ¿Y el aire acondicionao, qué? ¿cuando coño lo vas a arreglar? Porque esto es un infierno. En pleno verano y sin aire acondicionao.
- La semana que viene, dirá. Así lleva dos meses el muy cabrón
- Dios, me voy a volver loco...Anda, ponnos otra ronda. Pero por favor, ¡¡¡QUITA ESO!!! De verdad, tío, quítalo.
Lo quité.
Habíamos quedado a las dos de la tarde en Sol, junto al Ayuntamiento. Estuve esperando un rato y viendo que mi tía no llegaba me metí a un bar. Pedí una caña y me la bebí de un trago. Hacía año y medio que había dejado de beber al quitarme de fumar, aunque alguna vez, ya cuando tuve controlado el tema del tabaco, sí que me echaba alguna cerveza, quitando la Nochevieja en la que me puse a todo lo que daba a pelito, es decir, sin fumar, cosa que me maravilló y acabó de certificar que sí, que casi un año después podía decir bien alto que había conseguido dejar el tabaco, el verdadero acelerador de todas mi bombas.
Sonó el teléfono, me preguntó que donde estaba y le dije que iba enseguida. Apuré mi tercera caña, pedí una cuarta, y bebiéndomela de un trago salí de allí diez minutos después de haber entrado.
Sí, tenía edad para ser una abuela, incluso bisabuela dentro de algunas etnias, pero a mi me pareció tan guapa como aquella vez, treinta años atrás, en la que vino al pueblo para una boda vistiendo un vestido rojo que seguro causó que más de uno y más de dos durmieran aquella anoche en el sofá. Yo, al menos, me dormí soñando con ella, con mi madrina.
Es una mujer inteligente, de izquierdas, sensible y discreta, a la que le tocó vivir su juventud durante el desarrollismo franquista. Estudió, se echó un novio y cuando iban a casarse este se mató en un estúpido accidente de tráfico. Se sacó sus oposiciones y dejó el pueblo de La Mancha para irse a la gran ciudad de Madrid. Y ni se casó, ni tuvo hijos, ni conocimos ningún novio o nada parecido. A cambio, y cuando su trabajo se lo permitía, se dedicó a ver mundo; tanto que no hay continente que no haya visitado. Una vez, siendo yo todavía lo suficientemente joven como para desear ver algo, le pregunté por lo que más le había impresionado. Ella se quedó pensando un rato. Y al final dijo:
- Las Pirámides de Egipto
Si algo he querido ver desde que era pequeño, si alguna cosa todavía podría sacarme de mi guarida, son esas Pirámides.
Nos fuimos andando hacia el restaurante que ella había elegido para comer, tan lentamente que a pesar de su proverbial y sabia pachorrez me dio por pensar si no tendría algún tipo de lesión en los pies o algo. De camino nos encontramos con diferentes puestos ambulantes. Me paré en uno para admirar un tablero de ajedrez. Seguimos adelante y le pregunté por qué tal estaba haciéndolo Carmena. Ella me respondió que muy bien y que el reciente Gay Pride del fin de semana anterior había sido una gran fiesta para Madrid. Por fin llegamos al restaurante y le dije que pidiera ella por mi.
Era un sitio bonito, elegante pero típico, todo enmaderado y atendido por camareros españoles, muy profesionales todos ellos. Vino uno y nos preguntó por la comanda. Le dije a ella que pidiera por mi y pidió cordero, ensalada y cerveza para beber. Discretamente, nos preguntamos por la salud mientras esperábamos a que nos trajeran la comida y bebíamos nuestras cervezas. Yo pedí por más. Eran unos copones que daban gloria verlos.
Comimos. El cordero estaba de muerte. Justo enfrente de nosotros estaban diez o doce viejos de reunión de amigos, sin mujeres. Eso era un no parar de sacar platos y botellas de vino. Todavía se quedaban allí cuando nosotros nos fuimos después de tomar café, que hasta a eso me animé, cosa que no hago desde los veinte años, pero estaba tan a gusto, me lo estaba pasando tan bien, que me pedí un cortado con leche fría, tal y como lo bebía cuando lo bebía a semejanza de mi padre.
Al final pagó ella y nos fuimos. Me recordó que había sido yo quien había pagado las entradas. Y así fue, que por esas casualidades que tiene la vida fue que vino a venir al pueblo justo el fin de semana anterior a que se pusieran a la venta las entradas para el concierto.
- ¿Te quieres venir conmigo? -le pregunté en mi bar
- Pues sí, sino te parece mal
- ¡Qué me va a parecer, coño!
Salimos de allí y con la misma inaudita parsimonia con lo que habíamos llegado bajo un sol de justicia nos fuimos a tomar algo en algún local de las cercanías de un Palacio de Oriente que más parecían paredones. Entramos a uno tan desastrado que parecía en obras y no le convenció. Pasamos a otro y tampoco fue de su agrado, ni del mío, que por lo visto también eran de mi equipo, de los que piensan que el aire acondicionado es una cosa aún más relativa que el tiempo.
Acabamos en uno cualquiera. Yo ya estaba hasta los huevos y se lo dije. Allí tampoco tenían al diez el puto aire pero al menos se podía estar. Pedimos dos gin tonics y pronto, muy pronto, tuve al aburrido camarero de mesas a mi servicio. "No bebas tanto" dijo ella. "Qué coño -dije yo- voy a ver a BOB DYLAN" Pedí por otro y le conté que era escritor.
- ¿Ah, sí?
- Sí
- ¿Y qué escribes?
- Mierdas. Cosas que me pasan y tal...Pronto dejaré el puto bar y oirás hablar de mi, de Kufisto, ¡KUFISTO, JODER!
- Haz el favor...
- ¡¡¡KUFISTO, COÑO!!! Traéme otro gin tonic, simpático -le dije al ya sieso camarero que andaba un tanto preocupado por las cercanías.
Fuimos a la parada más cercana del bus y cogimos uno que nos dejara cerca del Barclays Card.
Las puertas se abrían a las ocho. Los Lobos, los teloneros, empezaban a las ocho y media, pero eso era algo que a mi me importaba una puta mierda. Tenía entradas reservadas y podía entrar a la hora que yo quisiera. Pasamos a un bar petado de gente y pedí un par de minis de cerveza. Me bebí el mío y casi que el de ella.
- Vamos para adentro, Kufisto, deja de beber
- Espera que pida una cerveza
La fila para entrar al concierto todavía era corta. Pasamos adentro y nos paramos en un puesto de merchandising. Me compré una camiseta y una gorra. Ella se guardó mi camisa en su bolso. Y entonces pasamos adentro.
Aquello era...joder, como un sueño. Teníamos asientos a diez metros del escenario. Pronto, muy pronto, el viejo Bob estaría ahí cantando sus canciones, mis canciones, las que tanto me gustan, las de los 90 para acá, no esas pesadas mierdas de los sesenta y setenta con su puta armónica...
Y Los Lobos empezaron a tocar...
Me flipé tanto con la caña que le daba el joven baterista a las canciones de esos muertos que di buena parte de todo lo que llevaba encima ante la estupefacción de unos cuantos. A mi me sudaba la polla. Eso era un concierto de rock y el puto batera se estaba comiendo vivos a casi todos.
Se fueron Los Lobos y pronto llegó Bob con su sombrero. Yo salté de mi silla y me puse a dar palmas, como todos.
Ahí estaba él: Bob Dylan. Y sin decir ni esta boca es mía empezó con uno de sus temas modernos.
Aquello sonaba como un infrarrojo de Orión en Gizah. ¡Qué sonido, qué banda, qué iluminación...! Era tan impresionante que entre medias de los tema tenía que salirme a pillar un mini de cubalibre.
- No bebas tanto -decía mi tía
- Calla, joder
Vi a Dylan mirarme con cara de muy mala hostia.
Y cuando Bob hizo su descanso de la primera hora, estando yo ya más allá de los leones, algo hizo clock en mi cabeza y ya no recuerdo nada de lo que vino después.
- Kufisto
- Mmm...
- Kufisto
- ¿Eh?
- Que te tienes que ir para el pueblo -oí a mi tía
- ¿Qué?
- Sí, son las seis y media -dijo suavemente- Me dijiste que te levantara a esa hora
- Ah, sí, sí...
Me levanté, me vestí y no encontré mis gafas de sol.
- Me voy, Lola
- Venga, Kufisto. Ahora cuando salgas a la calle te vas a esta esquina que pasan los taxis y que te lleven a Atocha
- Gracias, gracias...
Salí a la puta calle. Un taxi me recogió en la esquina indicada.
- A Atocha
- A Atocha
En Atocha, medio muerto, cogí el tren. Estaba tan vacío como la cámara de una rey del año cuatro mil quinientos después de Jesús. Saqué el teléfono y miré por lo que había visto la noche anterior. Apenas recordaba una puta mierda. Y cuando vi el listado de canciones me dieron ganas de morirme.
Puse mi atención en el indicador de velocidad. 150, 149, 151...no variaba de ahí. Era tan constante que hasta dejé de torturar mi estupidez.
- Ya, sí, pero (cuelga, coño, ¿qué cojones estás haciendo?)...creo que lo mejor sería hablar antes con mi mujer -le dije al de Gas Natural
No me lo creí ni yo.
- ¡Pero hombre, don Kufisto, dele ese sorpresa a su señora y verá que contenta se va a poner! -dijo una voz masculina, joven y decidida, al otro lado del teléfono- La oferta que le estoy haciendo es inmejorable y...
Apenas hacía diez minutos que me había despertado de la siesta. Sonó el muy descansado tono de llamada entrante en la voz de Robert Plant y vi que era un número de Madrid. Lo cogí sin saber muy bien porqué y ya estaba a punto de colgar tras mi segundo hola sin respuesta, temeroso de estar siendo objeto de una de esas estafas telefónicas que cuentan por Internet, cuando alguien me saludó en nombre de Gas Natural.
"Me cago en la puta...Esto es por lo del recibo impagado...Aviso de corte...Amenaza de tomar medidas judiciales...No tengo un duro, joder"
- Le llamaba, don Kufisto, para mejorarle las condiciones del contrato que mantiene con nosotros...
- Ah, sí, sí...
Y a partir de ahí, desconecté. Sólo cuando el fiero vendedor prácticamente ya daba por hecha su comisión y procedía a pedirme cosas para formalizar el tema volví a recuperar un poco del riego sanguíneo cerebral que se había ido entero a los huevos. Y entonces fue cuando me salió lo de "mi mujer" Al final quedamos en que hoy me llamaría y muy educadamente nos despedimos.
Me reí pensando en "mi mujer" Miré el suelo del salón, la mesa del ordenador y el sofá; recordé el lavabo, la heroica taza del water con su no menos mítica escobilla y el chisme ese que me compré para cagar en una postura más natural; pensé en la pequeña habitación donde ahora duermo tras dejar por imposible al gran y viejo colchón devorador de columnas vertebrales, llena de trastos y con un armario cuyas desvencijadas puertas caerán una noche sobre mi cabeza, en el pequeño colchón que no descarto sea la morada de pequeños vampiros no muertos durante los doce años que han estado a sus anchas sin más okupas que vitrinas jubiladas, libracos olvidados, películas de VHS nunca vistas ni por ver y demás joyas de mi corona. "Mi mujer..." Di gracias a Dios cuando al despertarnos de la borrachera se largó la última que estuvo por aquí, una tía loca que pasaba sus ratos libres denunciando a quienes no respetaban los pasos de cebra.
Pasé el resto de la tarde sin salir del piso y tres o cuatro veces pensé en ponerme a limpiarlo. Y mirando mi cuenta bancaria como quien mira una lavadora tirada en la cuneta me fui a acostar no sin antes dejarme un recado escrito en la cocina para no olvidar que hoy tenía que ir al banco.
Mi hermano llegó al bar a eso de las doce y media. Cogí el coche y tuve que conducirlo como si en lugar de volante tuviera una rueda de churros. Aparqué más allá de Júpiter, y gracias. Oí palmas antes de doblar la última esquina. Unos gitanitos estaban cantando a la puerta del banco. Pasaron unos cuantos y una pareja se quedó fuera para seguir metiéndose mano. Saqué mi móvil nuevo y busqué por la nota con el código de mi cuenta para hacer el ingreso por el cajero. Y no estaba. La había perdido con el cambio. Tampoco llevaba el DNI encima. Había que ir a casa. Me cagué en la puta y la pareja dejó de magrearse.
Veinte minutos más tarde, tardísimo, ya con el mil veces maldito número de preso en mis manos, me dispuse a liquidar el asunto en cuanto terminara la desconfiadísima petarda que tenía delante. Saqué el móvil para que viera que no la estaba mirando y eso la puso más nerviosa. Me acordé de esas que se paran en mitad de una rotonda para cederles el paso a los que tienen que ceder el paso. Pensé en decirle si necesitaba ayuda pero imaginé que eso en esas circunstancias, con los gitanitos todavía montando el espectáculo por la sala, era como darle en custodia una bomba a Mortadelo. Al final lo consiguió y por fin dejó la vía libre.
El cajero automático no tenía su día. Yo tampoco. A la segunda jugada que me hizo solté tal hostia sobre el apoyamanos que la que estaba esperando detrás se fue. El ordenador captó la indirecta, yo tecleé con más atención sus nuevos requerimientos y sin más novedades me largué de tal manera que hasta los felices palmeros cesaron en sus alegres cantos a la vida que se pegan.
Y a eso de las cinco, a la hora acordada, con eléctrica puntualidad, oí que me llamaban al teléfono.
Y Robert Plant cantó hasta donde pudo.
Mi mujer, claro está, había dicho NO.
Y como bien sabía mi compadre Colombo, ante eso no hay nada más que hablar.
Habib cerró los ojos y se olvidó de la inmunda cocina en la que estaba. Vio a su madre que le miraba; Habib dijo algo que no entendió y ella pareció no oírle; habló más alto y no obtuvo respuesta; gritó y nada cambió; desesperado, rompió a llorar. Y entonces sintió los labios de su madre sobre su frente y se tranquilizó.
Había despertado aquella calurosa mañana como si alguien hubiera pasado la noche torturándole. Se levantó tan dolorido que se miró para buscar marcas. No encontró ninguna y fue a lavarse. El espejo le devolvió su imagen y vio que tenía dos pequeños cortes en la frente, todavía frescos. No era algo habitual, pero ya le había pasado las suficientes veces como para echarse la culpa a sí mismo y a sus uñas. Se las miró. Muy fuerte debía de haberse rascado esa noche. Demasiado.
Habib trabajaba en la cocina de un restaurante regentado por un compatriota. Era este un hombre que había hecho fortuna en su nuevo país desde que llegara veinte años atrás. Zalamero y listo, con buena vista para reconocer a la gente adecuada, había conseguido en poco tiempo lo que muchos naturales no lograrían ni viviendo tres veces. Que sus métodos no fueran los más correctos era algo que carecía de importancia: los métodos sólo existen en los libros; en la vida de la mayoría de los hombres todo es excepcional. Tan sólo es necesario hablar el único lenguaje que entiende todo el mundo y hacerlo con quienes piensan que todos los demás sólo son dialectos que siempre acaban por desembocar en la abisal charca del oro.
Si hay algo peor que un espejo es la memoria; y Habib activaba la de su jefe: ver a ese muchacho tonto era algo que casi le sacaba de quicio, pero la vida es un negocio que se va pagando a base de favores y Habib era uno a alguien que podía quitarle todo lo que tenía cuando quisiera, que los tramposos son presas de sus propias trampas. Y después de todo, un refugiado también podía ser un buen negocio.
Solo en tierra extraña, entre gente que o lo miraba con desconfianza o como si fuera una nueva atracción en la feria, el joven y taciturno Habib había pasado los últimos seis meses como quien ve una partida de ajedrez en la que cada pieza tiene un color diferente. Era tal su aturdimiento que hasta los de su misma raza le rehuían. Sólo cuando llegaba a su habitación, reventado a órdenes, podía despejarse un tanto. Y entonces, tumbado en la cama, ponía toda su atención en la memoria de su madre.
- No quiero que también a ti te maten y tu padre no quiere irse de aquí -le había dicho su madre- Mañana te irás y nosotros nos quedaremos, pero no se lo digas a tu padre. Sé bueno y Dios será bueno contigo. Quizá volvamos a vernos. Te quiero, mi pequeño, te quiero mucho...
- Espabila, pringao, que aquí estamos para currar, no para hacer el vago -le soltó uno de las cocineros dándole un manotazo
- Tengo que salir un momento a la calle a tomar el aire. Estoy mareado -dijo Habib
- Tú sigue así, tú sigue así, que verás adonde vas a ir, so listo.
- Bueno, tengo derecho, ¿no? Todos salís a fumar cuando queréis y nadie dice nada.
- Esas tenemos, ¿eh?
- No, yo sólo digo que...
- Mierda. Y no me toques los cojones
- Voy a salir quince minutos, como vosotros. Y voy a salir AHORA
El cocinero lo miró y calló.
Habib salió a la calle. Hacía un calor insoportable. Había gente sentada en la terraza, que ajardinada y con sombrillas vaporizadoras resaltaba como un espejismo en el desierto. Bebían, comían, hablaban y reían. Muy pronto se fueron aquellos quince minutos. Cerró los ojos antes de volver al trabajo y siguió viéndolos beber, comer, hablar y reír. Asustado, volvió a abrirlos. Un sudor frío, helado, resbaló sobre las heridas de su frente como si fuera de ácido. Otra vez los cerró. Otra vez siguió viendo lo mismo que con los ojos abiertos. Sintió como si una descarga eléctrica bajara por todo su cuerpo. Pasó adentro. Cogió un cuchillo y lo hundió en el estómago del cocinero. Salió a la calle y fue hacia el oasis. Pronto llegó la policía.
Y Habib sonrió cuando al cerrar los ojos volvió a ver a su querida madre.
Salí a sentarme en la terraza del bar. Estaba solo y hacía más calor dentro que fuera, a pesar de que eran las cuatro de la tarde. Oí un ruido y miré arriba. Un operario estaba instalando una ventana en el tercer piso de la esquina. Oí un bastón golpearla y bajé la mirada. Era el ciego que venía a verme. Llegó y le saludé justo antes de que se pusiera a vocear. Lo acoplé en mi mesa y pasé adentro para sacarle lo suyo.
- Qué calor -dijo
- Joder, sí -dije
- ¿Cuando vais a arreglar el aire? ¿en Navidad?
- Esperemos que antes, cacho cabrón
-Jajaja...
Me contó que apenas había podido dormir la siesta y que su padre estaba chorreando cuando le habían dado la vuelta entre él y su madre para asearle.
- Es muy caluroso de pecho -dijo- De cintura para abajo no, ahí esta fresco, pero para arriba...¡uf, como sudaba el pobrecillo! Y como no puede hablar...Mi madre se ha puesto a limpiarle todo el sudor y a cambiarle el pañal ¡Y eso que le han puesto un ventilador en el techo!
Estuvimos un rato bromeando, diciéndonos maldades, y media hora después se levantó y se fue para su casa.
No había acabado de verlo marchar cuando a mi lado pasó el viejo que camina solo. Llevo viéndolo desde hace años, tanto al amanecer como a estas horas. Es un hombre bajito, bien arreglado, con cierto gusto, como de manos de mujer. Una mañana que se me olvidó algo en casa lo vi sentado en la gran terraza de un bar que hay más abajo, solo. Una tarde pasó al bar y me dio un paraguas que mi hermano le había dejado el día anterior cuando pasó a refugiarse de la lluvia. Me sentí extraño al hablar con él después de haberlo observado durante tanto tiempo. Fue como ver un cuadro de Picasso y comprenderlo. Pero cada vez anda peor. Hoy no le he perdido ojo y le he visto parar dos veces para sentarse en sendos escaparates; apenas un minuto, pero ha tenido que sentarse. Me he preguntado porqué no usará bastón. Y me he dicho que quizá este hombre sea de esos que cuando ven que no pueden andar sin ayuda prefieren no andar.
Por la acera de enfrente vi subir a una pareja con un chico que andaba demasiado mal como para ser sólo eso. Me acorde de los chavales que esta mañana había visto ir calle abajo en compañía de dos cuidadoras del Centro de Día. Reconocí a dos: un chico que viene los domingos con sus padres, sus tíos y sus primos y a un chaval de más o menos mi edad al que veo casi a diario, siempre con su anciano padre, un hombre todavía fuerte pero con un rostro que revela una tensión que hace daño. Antes de ayer los vi en compañía de una chica jovencita, tatuada y con piercings, que supongo sería su nieta o su sobrina. El chico iba un tanto rezagado, canturreando algo, y ella se volvió y como de broma le pregunto qué cantaba; él se río y cantó más fuerte; su padre, unos diez metros más adelante, caminaba cabizbajo, como bamboleándose, con las manos en la espalda.
Llegó el gitano. Era la cuarta o quinta vez del día, puede que la sexta o séptima. En la tercera le invité a un café. Le conozco desde siempre, desde que siendo niño iba con sus padres a la terraza del viejo bar. Él era pastor evangélico, un hombre muy serio y formal que sin embargo era incapaz de echar el café en el vaso con hielo sin derramar la mitad. Creo recordar que al final se lo echaba yo. Por entonces yo era un chico y me gustaba atenderlos aunque fueran tan baratos. Siempre me ha gustado la gente seria. A veces mi tío se cagaba en Dios por su poco gasto, pero este no era de aquellos que no saben cuando ha llegado el momento de irse, que los había que ni quitándoles la mesa. Luego murió y su enlutada viuda ya sólo salía muy de vez en cuando en compañía de su único hijo. Era una mujer de mirada dulce que siempre me miraba sonriendo.
César acabo casándose con una gitana gorda, rubia y fea. Poco antes de hacerlo se pasó por el bar y estuvo contándomelo. Me preguntó como hacérselo en la noche de bodas y yo lo miré sin llegar a saber si estaba de cachondeo. Le dije que le echara dos cojones y un palo y él se río y ahí quedó la cosa.
Ahora la tiene en el hospital. Cosa de los pulmones. Dice que es grave.
- ¿Fuma?
- No, rey, no...Fumo yo...y ella respira mi humo...
- Ná, hombre
- Sí, sí, Kufisto, sí...
- ¿Qué pasa, amigo mío? -dijo la última vez de las ocho o nueve que hoy ha rondado por aquí.
- Pues nada, a verlas venir
- Eres bueno, Kufisto, eres bueno...Siempre me has caído bien
- Bueno...mediano
- No, no, eres bueno
Le di un pito y un vaso de agua con hielo. Puede que valga por un par de calcetines cuando su mujer se recupere.
Estábamos ahí, en la puerta, viendo pasar coches y mujeres, cuando llegó la pareja sin el chico que antes había visto ir subiendo la calle tan mal. Justo en ese momento, César recibió una llamada de teléfono de una tal Eva y diciendo que estaba tomándose un café con su amigo Kufisto se marchó.
- Díganme
- Una botella de agua -dijo ella, cansada.
Se la puse
- ¿No la tiene más grande?
- No. Es de medio litro
- Pues deme dos
Se las puse.
- ¿Qué le debo?
- Nada. Déjelo.
- ¿Pero por qué?
- Les invito. Hoy he sido padre.
- ¡Ah, pues felicidades y muchas gracias!
- Nada, a ustedes.
Se fueron. Salí a la puerta y encendí otro cigarrillo. Seguía haciendo calor pero no tenía ganas de beber. Vi venir a un viejo, fuerte y decidido. Pasó para adentro. Dejé el pito y entré al bar.
- Joder qué calor -dijo
- Sí
- Ponme un Ballantine´s con naranja
Se lo puse.
- Oye, cóbrate que me salgo afuera
- Claro
Y fui a sentarme ante el ventanal.
Los vencejos volaban como si fuera imposible chocar.