sábado, 27 de agosto de 2022

FUISTE UNA MUJER POR LA QUE MATAR

 Vas a dar lástima hasta a los últimos que hemos soportado tus neuras. Ese será tu castigo, el castigo más grande para una mujer tan egocéntrica como tú. Pasarás por ahí (no sabes estar sola) y nadie te mirará, nadie te llamará por tu nombre con una sonrisa en la boca. Tú que has despreciado tanto, ahora te verás despreciada. Ya no eres la que fuiste, hace mucho tiempo que dejaste de serlo, aunque al menos hasta hace unas semanas todavía tenías (y esa es la palabra, "tenías") a un hombre en casa, en "tu" casa, al padre de tu tercera hija. Pero también él se cansó de ti. Se cansó, digo, y no "se ha cansado", porque la cosa viene de largo. En el bar hemos sido testigos de tantos desprecios tuyos hacia él, de tantas crueles humillaciones, que era maravilla veros juntos unos días después; y más en un hombre como él de tan turbulento pasado. Es increíble lo que puede aguantar un hombre que es padre de una hija pequeña.

El otro día quedasteis en el bar para hablar de la custodia de vuestra hija. Fue entonces cuando por ti me di cuenta de que ya no estabais juntos. De hecho él llegó un poco antes que tú y extrañado por su presencia al mediodía le pregunté si estaba de vacaciones.

- No, Kufisto. Estoy de noche -dijo con una sonrisa.

Sí, en muchas ocasiones está de noche, pero cuando lo está nunca viene al mediodía; a esas horas está durmiendo.

Al rato llegaste tú, os sentasteis en una mesa y enseguida todo el bar se enteró de qué iba la cosa.

La manutención de la hija.

Por tus voces vi que él no estaba de acuerdo con lo que pedías. Oí tus amenazas, tus ultimatums, "te doy de tiempo hasta mañana a tal hora para que firmes; si no lo haces lo pongo en manos de mi abogado", lo de su breve pasado presidiario, siempre tan socorrido en todos tus follones con él, ¡hasta lo de la puta gorda colombiana que se está follando!, "¡cuidado con mi hija cuando estés con esa puta!"...

Te llamaron al teléfono y saliste afuera. Él aprovechó para venir a la barra. Uno de mis hermanos, un buen amigo suyo (y tuyo en otro tiempo) acababa de entrar al bar. Hablaron de buen humor. Definitivamente ese hombre estaba bien follado. Tanto que cuando volviste a entrar al bar no volvió a sentarse contigo. Todo estaba dicho. Pero tú hablaste más, todo lo que llegaba a tu cabeza sentada en la silla de la que no mueves el culo desde hace cuanto, ¿quince años?

Al final te fuiste. Él se quedó media hora más en compañía de mi hermano. Lo vi feliz, muy feliz. Supongo que también tiene un abogado.

El domingo pasado vino al bar con su hija. Poco antes habías entrado tú para pillar tabaco, todo lo maquillada, arreglada y enfadada que puedes estar a estas alturas de tu vida para una reunión familiar por la venida al pueblo de tu hermana madrileña. Vino solo, ya te lo digo. Se bebió dos cervezas y la chica un aquarius de limón y una bolsa de patatas fritas. Parecía encantada de estar con su padre.

Te vi venir, sí te vi venir...


Te vi venir esta tarde, princesa. Yo estaba fuera, recogiendo los toldos, y te vi venir del bar de la esquina con el teléfono en la oreja. Ya no vienes tanto al nuestro; mis hermanos, mucho más jóvenes y sin recuerdo alguno de tu pasado esplendor, no se cortan un pelo. Tú tampoco. De hecho ellos no se cortan ni un pelo porque tú los has cortado con tus neuras de menopausica. 

Te vi venir. Mi vista nunca fue gran cosa pero te vi venir. Y no andabas bien. No, no andabas bien. Andabas como uno que está medio borracho a las tres de la tarde. Pasé para adentro tras recoger el último toldo sin decirte nada.

Entraste. Pediste un J/B con naranja, tu bebida de alterne de siempre, sólo que eran las tres de la tarde. Sola te sentaste en uno de los taburetes de las mesas altas del ventanal. No dejabas de mirar el teléfono. Ibas vestida con una especie de chandal, sin maquillar, fofa, las tetas caídas, el culo desparramado...

Entonces recordé aquella noche en la que tuviste una fuerte discusión con quien luego sería el padre de tu tercera hija. De esto hará más de diez años, tú todavía no tenías cuarenta. Subiste arriba, a tu piso, y una hora después bajaste al bar transformada en una especie de diosa vestida de negro. ¡Claro que te diste cuenta! ¡Como no ibas a darte cuenta!...¡Madre mía qué pedazo de tía! Te quedaste conmigo un rato mientras bebías el J/B con naranja. 


Tus hijas mayores pasan de ti y la pequeña quiere a su padre. Tus amigas, casi tan tontas como tú, ya no quieren saber nada de ti. Te evitan, pequeña estúpida, me doy cuenta. Tienen sus maridos, o sus nuevos novios, y no quieren sabe nada más de ti. La has liado tanto que nadie quiere saber nada más de ti. Hasta hace cuatro días todavía podía verte en compañía de alguna pero ya no: siempre andas sola. 

Fuiste una mujer por la que matar.


Y desde ahora hasta la hora de tu muerte darás pena.


Ese será tu castigo.

martes, 23 de agosto de 2022

CANSADA

 La vi a punto de sentarse en uno de los bancos pegados al Centro de Mayores. Es un buen sitio, con buena sombra. Y muy tranquilo a esa hora de la asfixiante tarde. No es raro ver a vagabundos durmiendo la siesta. O a algún anciano sentado mientras espera que abran las puertas para el turno de tarde. Conozco a algunos de ellos. Bueno, conocer es mucho decir; digamos que los veo desde hace años. A menudo paso por allí. Pero hoy no había nadie más que la derrengada mujer a punto de sentarse. 

Seguí adelante y poco después estaba aparcando el coche frente a la casa de mi madre.

Me había llamado poco antes, cuando todavía estaba en el bar, para decirme que tenía preparado un conejo estofado para que me lo llevara a casa. 

- Tengo gente -respondí- Tardaré un poco.
- Bueno, pero que no se te olvide. Ya sabes que no tengo sitio en el congelador. ¡Y huele tan bien!...¡Mira, ha venido tu hermano a llevarse la comida y ha dicho que qué bien olía! Ya sabes que no le gusta el conejo, pero lo ha dicho...
- Vale, no te preocupes, iré.
- ¡Que no te pase lo de otras veces, que no vienes! Luego tengo que tirarlo.
- No, no. Iré. Creo. Y si no me lo llevo mañana.
- ¡Ya! ¡Como la semana pasada! ¡Tres días estuviste diciendo lo mismo y no viniste!
- No, no. Hoy iré. Pero eso fue hace dos semanas.
- ¡Y qué más da! Ya sabes que no tengo sitio en el congelador...
- Que sí...Venga, que tengo gente. Hasta luego.

Y es verdad. El congelador de su frigorífico suele estar lleno aunque ya sólo viva con ella uno de sus cinco hijos. Pero también es verdad que lo que más quiere es verme.

El bar, por esas cosas que a veces pasan, se despejó enseguida y pronto pude echar la llave. Tanto que el tercio abierto poco antes de la llamada estaba casi intacto. Era el primero. No lo terminé.

Subiendo las escaleras me di cuenta de que ella estaba en la cocina. El perpetuo sonido del televisor venía de la izquierda y no del salón. Era normal. En la casa de mis padres siempre se comió tarde.

- Hola -dije-
- ¡Hombre! -respondió con la boca llena del último bocado del plato. Mi hermano no estaba. Se levantó de la silla, nos dimos dos besos y palpó mi cintura. Cree que estoy demasiado delgado.

Quizá esperaba al hijo que todavía vive con ella pero fue tanta su alegría que me descolocó hasta casi la risa. De haber estado en el salón habría sabido que era yo. "Os conozco a cada uno por la manera que tenéis de subir las escaleras" Y es cierto. Pero el pasillo hasta la cocina es largo y Telecinco siempre está ahí para echar un cable al cuello de cualquier otra banda sonora.

Excitada por mi temprana e inesperada llegada trataba de tragar ese último bocado mientras me hablaba. ¿Cuanto hacía desde la última vez que nos vimos? ¿Diez días? ¿Siete? No sé. Me besó otra vez sin acabar de tragarse el último bocado.

Hablamos algo sin llegar a sentarnos. Tampoco soporto el aire acondicionado. Pregunté por mi hermano y respondió que estaba al llegar, que la había llamado un poco antes para decirle que el trabajo lo iba a retrasar un tanto. Su mirada brillaba; la piel de su bello rostro, finísima, volvía a acariciar mi cara afeitada; sus manos a la cintura sin decirme nada, palpando, calibrando. Sabía que sólo serían unos minutos, que ya me iba, y quería certificar que yo estaba bien. Cogí el conejo y fuimos pasillo adelante, hacia las escaleras.

A pie de ellas, abrumado, recordé que el sábado anterior había salido a tomar algo en un sitio principal en compañía de mi tía, las sobrinas, la nuera y todos los chicos. Le pregunté sobre ello y el rostro se le iluminó aún más al recordar a su nieto. A pie de escalera me contó las peripecias hasta hacerme reír con ganas. Y en eso la llamaron al teléfono, que estaba en la cocina.

- ¡Ay -dijo- ese tiene que ser tu hermano...! ¡Dame un beso, Kufisto! 


Entonces vi a la mujer sentada en uno de los bancos pegados al Centro de Mayores en compañía de ese antiguo viejo tan semejante a un orangután. No recuerdo los años que llevo viéndolo ahí. Muchos. Tantos que me hacen dudar.

La mujer tiene cuatro hijos. Hace poco, quizá un mes, a la hora de salida de los institutos, entró al bar su hija pequeña en compañía de una amiga para pedir un vaso de agua. No la había visto desde que le quitaron la custodia a su madre tanto de ella como del hermanito aún más pequeño. Muchas mañanas venía al bar para pedirme café, churros y tabaco a cuenta de la madre. Una vez la vi en pleno invierno esperándome en la puerta del bar a las siete de la mañana junto a Josemari, mi fiel escudero de aquellos tiempos. 

- ¿Pero qué haces aquí a estas horas, chiquilla?

Le puse un colacao caliente y unas magdalenas. Josemari, merchero de pura raza, se sublevaba.

- ¿Y como puede ser esto, Kufisto?


Es una puta. Es una cocainómana. Nació con una tara de las visibles, de las de espejo: tiene una especie de muñón por mano derecha. ¿Donde nació? ¡Quien puede saberlo! ¿Como eran sus padres? ¡Ni puta idea! ¿Estudió?

Folla con viejos. Es su mercado. Es lo que le queda. 


- Kufisto -me dijo la otra mañana al cambiarle para sacar tabaco- Estoy muy cansada.

viernes, 19 de agosto de 2022

ES VERDAD

 La anciana cree que su hija vendrá mañana. Está convencida. Pero eso no va a suceder. Mañana despertará y no lo recordará. Quizá sea otro día para acordarse de su querida tierra; o de su marido; o del hijo muerto por la botella; o de la cruel guerra; o de cuando podía andar sin la ayuda de nadie ni de nada. Y todo lo oirá, paciente, su cuidadora, una mujer fuerte y sencilla, manchega de pura cepa y madre de un par de hijas a las que poco les queda para levantar el vuelo. 

La anciana regresó no hace una semana de una estancia de mes y medio en su amada tierra norteña. El verano en La Mancha no es lo más indicado para una cántabra de tan avanzada edad. Ella no soporta el clima de esta tierra, nunca lo ha soportado en el largo cuarto de siglo que ha transcurrido; tampoco la ausencia de mar y la llanura inmensa. Si vino aquí con su marido ya jubilado fue por no dejar solo a su otro hijo en el que (a la postre y no sin serios problemas) será su último destino.

La cuidadora dice sí a todo. "Es verdad" es su coletilla. A veces estoy echando cafés y la oigo desde la barra: "es verdad". La anciana habla y ella le da la razón. A veces salgo de la barra y me siento en un taburete cerca de ellas. La anciana me quiere mucho. Dice que hago el mejor café del mundo. Me echa la mano y hay mañanas en las que pide que le dé un beso. Tiene la piel finísima y fría. Y a todo lo que yo digo la cuidadora responde "es verdad"

A veces las miro con cuidado desde detrás de la barra. La anciana de espaldas y la cuidadora de frente. Siempre se sientan así. Y veo a la cuidadora escucharla y decir "es verdad" cuando la anciana calla un momento. 

A veces la anciana no habla y entonces quedan silenciosas y la cuidadora mira el teléfono mientras la anciana mira el televisor. 

Algunas mañanas la cuidadora me comenta algo al acercarse a la barra para pagar. Tiene necesidad de contárselo a alguien, de hablar con alguien aunque sólo sea un par de minutos. No es joven, tampoco vieja, está en el mismo intervalo de tiempo por el que ando yo. Pero seis horas de todos sus días debe pasarlas junto a una anciana necesitada casi de tantos cuidados como sus hijas cuando eran bebés. Y día tras día, mañana tras mañana, la anciana rememora los recuerdos de vida que van quedando en su memoria, transfigurados algunos, imaginados otros, ciertos los menos y a todos ellos la cuidadora responde "es verdad" 


¡Ay, la vida...!

domingo, 14 de agosto de 2022

¿Y POR QUÉ NO?

 A fin de cuentas no somos tan diferentes. Ellos son gente del rock, al igual que yo. Sí, nos separan unos cuantos libros leídos, algunas otras músicas, el ajedrez por el fútbol y poco más. Y los libros no son más que novelas casi en su totalidad. Nunca he tenido interés por nada práctico; todo han sido cuentos y más cuentos; y cuando intenté leer algo diferente, de provecho, o al menos de conocimiento real, ya no tenía capacidad para comprenderlo. Todo ha sido pasar de un cuento a otro. ¿Y la música? Bueno, sí, con los años he oído mucha música aparte del rock, muchísima, ¿pero y qué? ¿eso te da algún carnet de algo? Y después de todo hace tiempo que sólo escucho rock en las escasas ocasiones en las que me apetece oír algo de música fuera del trabajo. Rock de mi juventud, rock para tararearlo. Y con el ajedrez me está pasando lo mismo que pasó con el fútbol.

Estaba a punto de abrir el bar, extendiendo los toldos, cuando dos gitanitos sin dormir llegaron a la puerta. Uno de ellos iba engalanado todo él con el color de la piel de un tigre al modo de esos negratas del Bronx que se veían en aquellas películas. Dieron los buenos días y devolví el saludo para acto seguido informarles de que el bar todavía no estaba abierto.

- ¿Y cuando abres, jefe?
- Media hora.
- Esperamos.

El chaval-tigre no había levantado la cabeza del móvil. Era un vídeo, un short de una gitana gritando en bucle una y otra vez mientras yo sombreaba la fachada del bar, lupeada por el sol naciente. Lo de ayer fue un sueño. Hoy ya empezaba a picar, aunque lo peor ya ha pasado para no volver. Espero. Entré, cerré las puertas, cogí la llave y la eché. 

Puente. Poca gente en el pueblo. Salen disparados en cuanto pueden para volver cuando no les queda más remedio. Son como escopetas de tapones de corcho atados a un hilo. Viajes de ida y vuelta. Viajar sabiendo la fecha de tu regreso no es viajar. 

Mediodía y todo anda baja el mismo signo de ayer. Un día, es sólo un día más, pero eso basta para la estampida general. ¿Qué sacas en un día? ¿Puedes recordar lo que hiciste el quince de mayo de 1987? Apenas puedo recordar los nombres de los años transcurridos desde el inicio del nuevo milenio. 

El primero de mis colegas llega al bar a eso de la una. Siempre es el primero de los dos en llegar. Es unos años mayor que yo; anda por la cincuentena ya mediada; ahora está de agricultor. Le pongo su cerveza y nos saludamos sin él quitarse los auriculares. No importa. Lo conozco desde hace mucho tiempo y yo hago lo mismo cuando estoy fuera del bar. No es una falta de respeto. Él me oye y yo le oigo mientras escucha AC/DC, "mejor con Bon Scott" Concuerdo.

Al rato entra su amigo, el basurero, le da una colleja y ya empieza la conversación que no parará hasta mi marcha.

Son las tres y pico de la tarde, todo está recogido, y pienso si no sería mejor echarme una cerveza que le haga frente al malestar que siento por mi cuerpo. Cambio la música en Soptyfi y meto una emisora de Rock.

Hablamos de los viejos tiempos, de los colegas caídos por los excesos, de los tíos del viejo pueblo, duros como pedernales hasta el final.

Y a la segunda estamos haciéndonos unos selfies con unos sombreros de paja que había por allí de la noche anterior. Sólo había dos.


- ¡Ponéoslos vosotros! -dije- Yo me suelto la coleta y ya está. Con la melena al aire. Del Rock. Siempre del Rock. ¡Pero ahora te doy mi número y me la envías, cabronazo!


Muy guapo.





viernes, 12 de agosto de 2022

HASTA OTRA, CARLOS

 Dejó la tragaperras y salió a la puerta del bar ya para despedirse. Yo estaba fumando y volvió a comentar algo del tabaco. Él lo dejó hace unos años, más que nada porque no podía controlarlo y empezaba a pasarle factura debido al sobrepeso. Y no es que esté gordo, o no al menos en el sentido fláccido del término. Es un tío fuerte, siempre lo ha sido, con un trabajo muy físico, algo que no ha hecho sino acrecentar su fortaleza natural. 

Y así estábamos, él sin muchas ganas de irse a casa, cuando vimos venir a una mujer de unos treintaitantos años por el paso de cebra. La escotada camiseta le marcaba todo el abundante pecho; de cara vulgar, seria, con gafas de sol, el pelo recogido en coleta, bajita y en pantalones cortos rellenos de carne tostada pasó ante nosotros sin mirarnos sabiendo que le mirábamos las tetas sudadas.

- Madre de Dios Bendito -dije. Y mi colega se rió. La otra siguió como si nada.

- Es la cuestión nutricia -volví a decir.
- ¿La qué? -preguntó él.
- La cuestión nutricia. Las tetas nos gustan tanto porque nos recuerda a cuando mamábamos la leche de los ricos pechos de nuestras santas madres -Y se deshuevó.
- ¡Joder, Kufisto! ¡Me voy! ¡Adiós! ¡Jajaja!...

Se fue. En casa le esperaban una esposa y su hijo para comer. Buenas tetas también las de su mujer. Aunque la pobrecilla ya va estando ajada.

La última vez que la vi fue hace algo menos de un mes. Era una mañana de lunes, mi día de descanso. Yo salía del piso para el paseo hasta los molinos y ella se dirigía a hacer la compra en el super adyacente. No viven lejos, a unos cinco minutos andando. Charlamos un rato, lo típico, y nos despedimos. La noté cansada aún detrás de su demasiado serena sonrisa, con la característica pesadez de quien está medicado en la mirada. Creo que ella se dio cuenta. Me dolió que se diera cuenta.

Cuando la conocí hará ya cerca de veinte años estaba saliendo con quien luego sería su esposo, mi amigo, el chaval que conozco de toda la vida. No era de aquí, es madrileña, pero viendo que el asunto iba en serio y deseando dejar lo más lejos posible una muy mala relación se decidió a dar el paso y por mediación de su novio encontró trabajo en lo suyo, es decir, de camarera, que así fue como se conocieron. 

Lo de la traumática relación anterior, por supuesto, no fue algo que ella me contara, a pesar de la buenísima relación que tuvimos. Ella salía tarde de trabajar y antes de irse a casa venía al bar con una compañera y se tomaban algo para relajarse. Y antes de censurar nada os diré que no os podéis imaginar lo duro que es trabajar en un restaurante de éxito. Eso hay que vivirlo. O al menos verlo con ojos comprensivos. Y de todas formas su por entonces novio sabía que estaba en mi bar y que más o menos podía dormir tranquilo antes de darse el madrugón, algo que, claro, acabó por no ser así. Él sí conocía su historia, sabía de donde venía, el trabajo que tenía y a fin de cuentas lo había dejado todo por él. Eso merece un cierto margen de confianza. 

Muchas noches nos íbamos del bar a las dos, o a las tres o a las cuatro de la madrugada. Nunca solos, por supuesto. Siempre estaba su compañera y algún cliente amigo mío. Charlábamos, jugábamos por parejas a los dardos, bebíamos...en fin. No llegó a pasar nada. Ella tenía novio, yo tenía novia, y todos nos llevábamos tan bien como para salir juntos por ahí o incluso juntarnos a cenar en las respectivas casas.

Durante aquellas charlas de madrugada pronto me quedó claro que ella tenía un pasado muy distinto al de su novio, pues no hay cosa como dar con un adicto a algo para soltar la lengua con la ayuda de una de tus adicciones. 

Lo había probado todo; y se jactaba, nos jactábamos, con esa especie de estúpido orgullo propio de quien ya siente que está dejando de ser joven. De su tormentosa relación jamás me habló, eso fue algo que me contó mi novia. El típico prenda, el chulo de barrio bajo madrileño que sólo tiene que dar una palmada para que otra le coma la polla. Y ella aceptaba cualquier cosa con tal de que eso no pasara. 

Y llegó el día, claro. 

Recuerdo que era fin de semana en el bar. Supongo que estaba de vacaciones. Estaban con otra pareja, también de la cuadrilla de entonces, ella más mala que el vinagre caducado, una malmetedora del copón algo mayor que nosotros que se escudaba en su "sinceridad" para decir las mayores barbaridades que puedan imaginarse; una puta bruja, vamos. Y mi amiga, entre el pedo que llevaba y lo que fuera que le dijera la otra agarró una que se montó un escándalo en la calle. Todavía recuerdo la cara de susto de su novio, mi amigo, al pedirme que la ayudara a calmarla, cosa que medio logramos aún al precio de que ella le espetara palabras que prefiero no recordar. Fue muy doloroso ver a un tío tan grande y fuerte como mi amigo, tan sencillo y simple, al borde de las lágrimas. 

Pero ahora hablemos de él, que también tiene su pasado.

Nacido en el barrio donde me crié y el menor de tres hermanos recuerdo verle entre nosotros antes de mandarle a cagar por pequeño; y esto es algo que deja huella en un niño. Luego, con la adolescencia, todo se disolvió y por primera vez en la vida todos nos perdimos de vista. 

Años después, ya medio hombrecitos, supe que estaba saliendo con la hija de un hostelero del pueblo, un tío muy querido por toda la juventud golfa de aquellos años. La chica era un bombón, tenía un par de admirables tetas, pero la cosa fue que ella entró a la Universidad y el tiempo y la distancia hicieron el resto con gran dolor por parte de mi futuro amigo. Tanto que no me extrañaría saber que cayó en la depresión, pues su mirada es de uno que la ha atravesado. Y todo para que al final ella dejara la carrera y volviera al pueblo para trabajar en lo de su padre. Así es la vida.

Pero estas dos almas heridas de las que escribo se encontraron por casualidad y al final se casaron. Porque se casaron. Y nada más acabar la ceremonia, antes de irse al convite, vinieron al bar, nos abrazamos y se tomaron unas cervezas con parte de la invitados.

Dos o tres años más tarde, ¿quizá cuatro o cinco?, quien puede recordarlo ya, tuvieron un hijo. Había problemas, me decía él. Al final lo consiguieron. Pero no salió del todo bien.

El chaval, ya tiene once años, está dentro de lo que se dice "espectro autista" El chico viene con su padre los fines de semana, rara vez todos juntos, y su padre le dice que me dé las gracias por la bolsa de patatas fritas y el chico levanta la vista del teléfono y me da las gracias. El cuerpo es de su padre (está enorme para la edad) pero la cara es toda de la madre: los mismos grandes ojos oscuros, el pelo negro azabache, la prudente nariz, la cabeza ovalada, la fina piel.

El chico juega con el teléfono mientras nosotros hablamos de cualquier cosa. 


- Dile adiós a Kufisto, Carlos.
- Adiós, Kufisto.

martes, 9 de agosto de 2022

TODAVÍA ESTÁS A TIEMPO

Nunca les he oído hablar de algo que no sea algún vecino del pueblo. Jubilados los dos, viudo uno, el otro acompañado por la esposa, beben vino y destripan chascarrillos entre rodajas de chorizo, tapas de queso, patatas fritas y aceitunas con hueso. En alguna ocasión, mientras dejaba las consumiciones en la mesa y movidos ellos por la confianza que dé el conocimiento mutuo de nuestros nombres desde hace tanto tiempo, llegaron a preguntarme el parecer ante tal o cual cuestión del todo desconocida para mi, algo inaudito a sus ojos, tan juntos; y entonces se esforzaban en explicarme los orígenes del caso con nombres de paisanos de tal forma y manera, con tan increíble seguridad, que uno no podía sino asentir y afirmar a la manera de un niño en la escuela que lo único que desea es volver pronto a su pupitre. De seguro que no los dejaba convencidos; de hecho creo que no lo hubiese logrado ni dando mil certeras explicaciones al tema. Pronto me dejaron por imposible. Soy demasiado excéntrico para ellos. Tengo casi cincuenta años, sigo soltero, luzco una larga coleta y fijo que saben de mi gusto por la botella.

El pueblo ha cambiado mucho desde mis años de colegial. Ahora tenemos hasta desfile del orgullo gay, pero todavía permanecen algunas pequeñas tiendas de barrio con carteles en las puertas para tal o cual Novena o Triduo y en Navidad se ven balcones engalanados con la imagen del Niño y la leyenda "Dios ha nacido" y en Semana Santa la rama de olivo que dejan secar. Claro que esto es algo cada vez más residual y prácticamente circunscrito al barrio antiguo, el que fuera el corazón del pueblo, y a las calles vecinas a las grandes iglesias. 

Ya para nosotros, para quienes fuimos niños hace cuarenta años, todo eso era poco más que algo por lo que habíamos de pasar, aún entre los que estudiábamos en colegios religiosos; es más, hasta nuestros padres, nacidos en pleno franquismo, debieron acabar tan hartos de todo eso que la inmensa mayoría ya lo tenía por algo poco más que figurativo, aunque claro, ya con hijos y todo lo que eso conlleva, todavía pervivía la costumbre de mandarnos rezar antes de dormir más a modo de superstición que otra cosa. Pero lo de ir a misa dominical, por ejemplo, ya fue algo que nosotros nunca hicimos. E incluso si voy un paso atrás, a la generación del abuelo, pisar una iglesia fuera de los días señalados era cosa de las mujeres.

Para aquella juventud manchega, la que llegó a la mayoría de edad en los sesenta, o por ser más exactos, para los jóvenes con inquietudes, no quedaba otra que largarse a Madrid. Y muchos de estos lo hicieron. Otros, como mi padre, se quedaron y vivieron una alegre juventud; una juventud que si yo se la contara a un chaval no podría creerla. 

El secreto residía en no meterse en política y en no hacerse preguntas. Más o menos, o exactamente igual, que hoy.

Yo no lo hubiera llevado bien de haber vivido en La Mancha de la juventud de mi padre, estoy convencido. Nada bien. Ahora que voy para viejo sigo sin llevarla bien. Pero eso es por mi, porque no estoy hecho para estar bien. Cuando fui joven la cosa ya era de otra manera; no tanto como ahora, ni mucho menos. Hacíamos cosas que hoy nos habría costado algún año de internamiento en un centro de menores, por no hablar de las multas que nos quedamos sin pagar al haber nacido antes de tiempo, una auténtica millonada. 

No diré que no lo pasé bien. Hubo ratos tan memorables que aún hoy los recuerdo como si los estuviera viendo. Y si me esfuerzo un poco en visualizarlos con los ojos cerrados puedo sonreír hasta alcanzar la risa solitaria. Pero en realidad aquello no era lo mío. Me esforzaba porque lo fuera pero nunca fue lo mío. La corriente me llevó. La corriente de la vida, de la familia, de los amigos, te lleva sin darte cuenta, chaval.


Estamos en La Mancha, tierra de don Quijote. Encontrarás referencias suyas en cualquier pueblo que vayas. Aquí tiene calle a su nombre, museo y varias estatuas, un par de ellas realmente buenas. Recuerdo quedarme mirándolas cuando ya solo y borracho, con veinte años y el Quijote leído, regresaba a casa de mis padres dando un paseo para despejarme un poco. Había noches en que las acariciaba.

Don Quijote tenía mi edad cuando decidió dejar de ser Alonso Quijano. Porque don Quijote se llamaba así antes de volverse loco, chaval, Alonso Quijano. Y vivió en una Mancha inimaginable a tus ojos: una Mancha sin Internet; una Mancha sin películas, ni series, ni redes sociales; una Mancha sin juegos de ordenador; una Mancha sin Playstation. Por no haber no había casi libros que leer, amigo. Y llegar hasta ellos era cosa reservada a muy pocos hombres. Alonso Quijano era uno de estos. Pero en aquella Mancha que geográfica y ambientalmente sigue siendo la de hoy, con esa aridez envuelta en un infinito horizonte, con esas temperaturas extremadas que te derriten o te congelan el seso (y lee bien) en esa Mancha de principios del siglo XVII (17, los años 1600...) no había otra que leer sino libros católicos o los clásicos de Roma y Grecia que no habían sufrido el donoso escrutinio de la Iglesia, algo que entonces podría entenderse como un oasis en el desierto pero que hoy, con todo lo que vino después, nos parecen propias de otros planetas. Al menos para mi. Y para Alonso Quijano también, pues de no poder entenderlos, de puro aburrimiento por las conversaciones con el cura y el barbero (y fíjate en esto), se pasó a los libros de caballerías, los primeros cómics de una larga y poderosa era que sin darse cuenta andaba hacia su ocaso.

Y así es como pasan las cosas, amigo: sin que te des cuenta.

A sus cincuenta años Alonso Quijano era un hombre acabado. No se había casado, no había tenido hijos, no había hecho nada. Dos mujeres de la familia, una vieja y otra joven, vivían en su casa. Era un hombre ocioso, un hombre que se aburría. No había golfas de Tinder en aquella Mancha. O al menos no eran del tipo que uno puede desear a esa edad sin recurrir a fármacos que entonces no existían. 

Pero en los libros de caballería todo era grandilocuente, exuberante, heroico, incluso catastrófico, algo que siempre es como una especie de coz para el espíritu sensible. Estaban escritos como el culo, sí, pero vuelvo a recordarte que era eso o romperte la cabeza con Tomás de Aquino, Cicerón o Aristóteles (busca en Google), algo que de ningún modo te aconsejo pues acabarías odiando el todo por la parte, como a tantos otros les pasó y les sigue pasando hasta el fin de sus días. Hay mucho bueno fuera de eso. Y malo también. Pero quien abrió el melón de la libertad de pensamiento fue don Quijote transformado por la locura.


¿Y sabes qué pasó, hijo? ¡Que Alonso Quijano se creyó otro! Y no como uno que bebe o se droga sino de verdad. Despertó muchas mañanas, ¡muchísimas!, y seguía creyendo que era don Quijote. Y para seguirse creyendo don Quijote hay que vivir como don Quijote, no lo olvides.


¿Preguntas que como acabó? El final es siempre lo de menos.


Lee el puto libro. Y ten mucho cuidado con la corriente.


Todavía estás a tiempo.






viernes, 5 de agosto de 2022

UN GRAN WHISKY

  No, no lo es. Sin lugar a dudas el "Blue" de Johnnie Walker no está a la altura de su precio ni de su leyenda. Es un buen whisky, sin más. Nada hay de excepcional en él; si acaso la buena destilación que se presupone a los caldos de ese nivel. Pero fuera de ahí queda poco. Es un whisky flojo; un whisky que no deja huella, un whisky que pasa por tu boca como ese coche que ves pasar por la acera de enfrente mientras fumas. 

Por la mitad de euros, o casi, he probado whiskies que todavía recuerdo como si los tuviera en la boca. Aquel "Royal Salute" de Chivas, un blended de 21 años, me dejó en el sitio la primera vez que lo probé. ¡Qué maravilla! El Blue de Johnnie es un blended de 25 años, es decir, una mezcla de diferentes barricas con ese mínimo de envejecimiento. Será que lo echan a dormir en maderas flojas, en maderas demasiado nuevas, recién cortadas del tronco. Y los veinticinco años certificados no dan más que para un whisky adolescente.

Hay una casa en el pueblo...Bueno, hay unas cuantas; este es un pueblo grande y con cierta historia, no es muy raro encontrar escudos esculpidos en piedra sobre la entrada de las grandes casas señoriales; cuando yo era chico y jugaba en las calles del barrio de mis abuelos vi algunas con esos escudos, aunque me fijara en ellos más para matar a gomazos a las lagartijas que en verano rondaban sus muros que por cualquier otra circunstancia. Después de todo no era más que la fachada de otra casa; sí, mucho más grande que la de tu abuelo, pero entonces aquello (y hoy también) no era cosa de ninguna importancia. Tú lo que queráis era cazar más lagartijas que tus amigos, fuera en esa fachada o en cualquier otra. Pero aquella casa que veía al ir y a volver del colegio siempre me llamó la atención. 

Ya por entonces se la veía antigua, como dejada de la mano de Dios y de sus habitantes. De tres plantas, la última abuhardillada siguiendo la proporción de la base, guardaba tan perfecta simetría que uno, ni un chico, podía dejar de admirarla. De grandes ventanales firmemente enrejados en su primera planta y no tanto en su segunda altura y con una gran puerta de entrada de no menos cuatro metros que guardaba imponente el paso justo en la mitad de la horizontal. Aquello era una cosa que impresionaba aún estando al lado de una de las iglesias más importantes del pueblo. 

Toda ella, de arriba abajo y de izquierda a derecha era simetría. Un espejo. Un viejo espejo al que yo siempre miraba cuando pasaba por allí cargado con la cartera. Aún hoy, ya pasado mucho tiempo, sigo mirándola cada vez que paso por allí. Todavía vive gente, aunque no creo que les quede mucho.

La simetría. El equilibrio. La belleza.


Dudé. No sabía si beber. La mañana en el bar había ido bien y esa siempre es una buena excusa. Ayer me pasé otra vez y bueno, el cuerpo es fuerte, este satánico verano estoy poniéndolo a prueba casi que a diario sin descuidar todo lo demás, es decir, el ejercicio, la buena alimentación y todo eso...En fin, que todavía puedo hacerlo, vamos

Mi colega echó la última hora del mediodía en el bar. Hoy iba saltarse el régimen. Es algo más joven que yo pero tiene que cuidarse. De hecho sus visitas se han reducido bastante de unos meses a esta parte, tuvo un severo toque de atención médico pero de vez en cuando sigue dándose sus homenajes.

Como siempre y entre francas risas por ambas partes, bebiendo al principio cerveza a razón de un tercio por kilómetro corrido por un atleta y después a tiempo de amateur, entre servicio y servicio de quienes pronto se irían me dijo de comer aquí una buena tostada de jamón ibérico y luego irse a echar la siesta. La noche iba a ser dura por un compromiso ineludible y dormir algo era más que una necesidad ante la que se avecinaba.

Los últimos clientes se fueron justo cuando él acabó de comer y cerrando la puerta le dije que podía fumar si quería. Encendimos los cigarrillos y empezamos por hablar del aire acondicionado a 27 grados.

- Creo que voy a echarme un whisky -dije tras beber la segunda cerveza.

Y buscando el Royal Salute vi que no estaba.

No me había dado cuenta. Y entonces me serví un trago del famoso Blue.


Hay casas muy grandes poco más allá de la gran casa simétrica, vecinas podría decirse. Claro que cuando se construyeron ya no podían alcanzar las tres alturas largas de la gran casa vieja, cosas del urbanismo, pero conozco a algunos que trabajaron en ellas y dan fe de ser aún más grandes que la gran casa vieja. De hecho puede ser que la casa más grande del pueblo sea la que está al lado de mi gran casa vieja. 

Pero está tan nueva y limpia para sus años, sin señal alguna de herrumbre, que uno no puede sino pasarse al DYC de doce años.


Un gran whisky. 

jueves, 4 de agosto de 2022

OMMMMMMMMM

 Fue un comentario descuidado. Cuando uno duerme bien le cuesta despertar del todo. La gente de buen dormir no se hace preguntas, no busca respuestas. Todos los problemas del mundo quedarán resueltos cuando una máquina extienda un manto electromagnético del buen dormir a todo lo largo y ancho del orbe, según hemisferios. Entonces, bien dormidos desde la cuna a la tumba, viviremos felices y en perpetúa armonía.

Me costó mucho tiempo del más precioso caer en la cuenta de la estupidez que era ir por la vida como si uno fuera la roca ungida que todo joven mal dormido se cree. Por otra parte acabó pronto y sin mucho dolor. En cualquier caso nada parecido a una tragedia, pues nunca he dormido tan mal como para alcanzar ese extremo. Ya por aquel tiempo mis ideas y gustos estaban cambiados y aunque sólo fuera subconscientemente sentía que ni yo mismo era capaz de defender lo que tanto me había arrebatado apenas dos años antes. Supongo que en ese momento, poco a poco, empecé a dejar de intentarlo con los demás. Las primeras caretas, ¡tan vívidas!, que uno encuentra en la vida se desplomaron como terrón de azúcar en el café de la mañana. No diré que no sentí una especie de vergüenza interior, todavía era demasiado joven, la innata vehemencia aún era demasiado acusada, pero una vez llegado otro cambio de rumbo, otra curva que se alejaba de la aparente recta anterior, la definitiva, le cedí el paso a la pregunta que desde entonces, y a pesar de todas mis pasadas renuencias, me ha acompañado toda la vida:

- ¿Y si esto siempre será así, Kufisto?

Con todo, no dejé de enamorarme. Todavía era joven, y fuerte, y apasionado. Exprimía lo que me gustaba hasta encontrarle gusto a las cáscaras. Y las defendía a muerte; ya no de entrada, claro, pero sí cuando alguien se atrevía a rozarlas. 


El día de ayer fue de descanso; no laboral, era miércoles, sino de lo mío de verdad, de lo auténtico y verdadero, de escribir. Estaba muy cansado tras muchos días de excesos y preferí parar. Por eso dormí bien las pocas horas que necesito para pasar todo un día con los ojos abiertos. 

Pero dormir mejor, en mi caso, es dormir peor. Y así fue cuando esta mañana llegaron al bar los primeros clientes de todos los días, ellas incluidas, unas chicas muy agradables que de una en una fueron llegando aunque ya la primera me reveló los desayunos que iban a tomar en la terraza, todavía fresca y sombreada a esas horas de este satánico verano en La Mancha como no ha habido otro igual desde que tengo conocimiento.

Serví los cafés y las pulgas de atún con tomate. Y entonces la más simpática de todas ellas, una chica de treinta años con una historia que algún día contaré, me dijo algo del yoga. En cualquier otra circunstancia, en cualquier otra mañana, hubiera optado por sonreír y volver al bar. Pero hoy no.

- Sólo me faltaba el yoga.

Y en ese mismo recordé que una de las otras, la que tiene los ojos para el polvo más guarro, me había dicho alguna vez que hacía yoga.


Hará más de treinta años que leí las novelas de Herman Hesse. Aquello fue una revelación. ¡Herman Hesse!, ¡el Lobo Estepario!, ¡Siddharta, Damian...! Bueno, ni os cuento. Sólo que en una ocasión, estando en la mili, entró un pobre chico a la habitación cuando yo estaba a punto de alcanzar el Nirvana y casi lo maté a fuerza de palabras. No hará tanto que le di una vuelta, ni siquiera un par de meses, el aburrimiento es insaciable, y no pude pasar de la página diez. Y la anterior, muchos años atrás, no llegué mucho más allá.


Bueno, quizá he perdido otro polvo. Tampoco es tan grave.


La verdad es que casi prefiero dormir bien y que todo me sude la polla.

martes, 2 de agosto de 2022

ARTHUR GORDON POM

 Es como cuando uno lee el "Arthur Gordon Pym" de Poe. "¿Pero qué coño estás contándome, Edgar? ¿donde ha quedado toda esa novela de aventuras, la única tuya, absolutamente maestra hasta la mitad, y generadora de otras igualmente maravillosas como "La isla del tesoro" que tú no pudiste leer? ¿A qué viene tanta cartografía, tanta historia que a nadie le interesa después de haber leído lo que tan espléndidamente habías escrito? Esa borrachera inicial entre chicos, esa impactante partida al mar sin más ni más, ese miedo (tan bien conocido por ti) ante la sobriedad que te hace dudar, ese maligno naufragio salvado por gracia divina y esa espléndida concatenación en cuatro líneas hacía la siguiente aventura, la grande, la que te atrapa, la que te obliga a pasar páginas como si tu libro fuese un book de putas de lujo. ¿De qué cojones me hablas después, Edgar? ¿Estabas tan alcoholizado que no supiste acabarla y, encabronado, te empeñaste en ello? ¿De qué va toda la mierda restante, toda la segunda parte tan querida por todos los capullos que se sienten artistas? Es una mierda, Edgar. ¡Una puta mierda comparada con esa berraquería inicial, de lo mejor que escribiste, sino lo mejor! ¿Qué le haces a Arthur, un auténtico superviviente, un chaval que se ha hecho hombre en cuatro días, transformándolo en una espacie de geógrafo? ¿pero de qué hostias vas? ¡Haber acabado ahí, cuando lo rescata el barco inglés! Te hubiera quedado una novela preciosa, o un cuento largo, ¡pero hasta ahí! El resto es como si presintieras que un siglo más tarde llegaría el solitario de Providence para escribir su maníaca obra maestra. Pero tú no eras Lovecraft. Ni Lovecraft fue tú. De hecho creo que te superó; no como escritor, fuiste un putísimo amo, nadie en su sano juicio dudaría entre tu calidad literaria y la de HP, es incomparable, pero este tuvo la suerte de ver lo que venía, el inmenso Universo, su infinitud científica que deja manga ancha a la imaginación. 

¡Qué desgracia! ¡Qué obra malograda por la necesidad! "Dame páginas -supongo que diría tu editor- ¡Dame una puta novela!" Y la acabaste de cualquier manera, tirando de libros cartográficos hasta llegar a un final alcohólico que muchos veneran porque no pueden entenderlo.

Yo sé, Edgar, que acabaste esa puta novela borracho perdido. Lo sé. Te conozco bien.


Polen de abejas. Huevos ecológicos, talla L, el otro día leí que la yema es la misma, sólo varía la clara. Brócolí, tres hasta el viernes. Aguacates...venga, no están tan subidos. Cuatro. Un vistazo a la carnicería. Veo que después de dos meses tienen la carne que me gusta.

Hay un barbas con el hijo metido en el carro delante mía. Tiene cara de capullo y pronto certifico que el chico, ya grandecito, es suyo. El carnicero pregunta y el cliente se embrolla; quiere cordero, pero es un mierdas y no sabe como pedirlo. El carnicero paciente le insinúa alguna opciones; pronto queda claro que el subnormal sólo quiere chicha de cordero, sin huesos al mismo precio; entretanto su hijito, no menos idiota que él, anda dando el coñazo con qué hacer con la papeleta del número, con la vez. No estábamos allí más que lo dos pero él había cogido número en la desierta carnicería.

El carnicero, muy amable, demasiado para mi gusto, coge una pierna y la despieza entre los grititos del chico.

- No llores, Kevin, es un momento. No mires.

El chico se tapa los ojos y sigue llorando. El carnicero, nervioso, suda como un condenado a galeras.


- Dame dos filetes de esa pieza -le digo- De medio kilo cada uno.
- ¿Algo más?
- No.


Los clava un tanto por arriba, le doy las gracias y me voy.


Estarán estupendos cuando me los coma.

CUEVAS

 Son las tres de la tarde. El último cliente se va y echo la llave. La caja ya está más que hecha y no necesito ninguna visita en la prórroga para redondearla. Ha sido una buena mañana, ¿para qué exprimirla? Alguna cerveza más, cuatro cafés...Bah. 

Recojo con calma, silbando la canción que suena en Spotyfi, una de Offspring, aseguraría que su primer éxito allá por los noventa. No me gustaron entonces y tampoco me gustan ahora, pero acabo de cerrar el bar y creo que silbaría casi cualquier cosa.

Coloco la última carga del lavavajillas, enciendo un cigarrillo y echo un trago de cerveza que me viene larga. Ayer me pasé un poco, tampoco nada apocalíptico, y en verdad es una bebida que tengo un tanto atravesada desde hace años. Pero es un mal menor, un mal necesario para evitar el demonio del whisky, mi gran amor. Una especie de ejercicio espiritual jesuítico a la hora de escribir. Con la edad uno se vuelve un poco jesuita consigo mismo; también con los demás, por cierto. Sí, claro, todavía hay días para las heroicidades, tardes en las que ese brebaje maravilloso vuelve a despertar la furia que guardas dentro y entonces todo se transforma en tu cerebro y nada parece lo suficientemente sagrado como para no plantarle cara. Pero...

Tiro el último trago al fregadero, echo un último vistazo, salgo a la calle, cierro la puerta pensando que la estoy cerrando para después no quedarme con la duda y monto en el horno con ruedas que me acercara a casa. 

El aspecto del cielo me recuerda al de un hígado de pollo con su telilla. Una capa blanquecina moteada de nubes estériles, enfermizas, que a modo de hongo da la sensación de tapadera transparente sobre la sartén. Rompo a sudar de inmediato. El volante me quema los dedos. El trayecto es corto pero no tanto como para evitar que llegue chorreando a la puerta de la cochera. Acciono el mando y mientras la puerta se abre oigo voces de vecinos discutiendo en alguno de los pisos bajos, tan cercanas y al mismo tiempo tan lejanas que pienso que si estuvieran pidiendo socorro a gritos no haría sino lo mismo que voy a hacer: esperar que la puerta se abra lo suficiente como para permitir la entrada de mi coche, aparcarlo, coger el ascensor y subir hasta el piso para despelotarme.

Es un mes y medio. Un mes y medio largo con el ligero paréntesis de la última semana de junio. Un mes y medio con temperaturas mínimas de veinte grados y máximas en torno a los cuarenta. Los últimos treinta y tantos días a piñón. Si esto no es para volverse loco que baje Dios y diga qué cojones espera de nosotros.

Hoy desperté varias veces durante la noche. A las cinco de la madrugada, empapado en sudor, miré por gusto la temperatura en el teléfono. Veinticinco grados. Veinticinco grados a las cinco de la madrugada. Anda ya a tomar por culo.

La mañana estuvo bien. A eso de las ocho y media tuve un buen arreón, curiosa visita incluida.

Eran tres mujeres. Bueno, mejor dicho, pues saltaba a la vista: una madre con su hija y la abuela. Tres generaciones. La niña estaba para reventarla con sus mini vaqueros ajustados hasta más arriba de las nalgas. La madre también; bastante menos pero también. Y la abuela, pues oye...también.

Entraron como dudosas. Era la primera vez. Yo las había visto llegar mientras atendía una de las mesas de la terraza. Ya ahí me fijé en las piernazas de la chavala. Volví adentro cuando ellas todavía no habían alcanzado la puerta del bar.

Tomaron asiento, pidieron desayunos (la chica un Colacao y una tostada de atún con tomate que cargué a conciencia) y al servirlas noté como una tensión contenida de tipo sexual. Y no por mi, claro, sino por ellas; o para ser más exactos de la niña: tal vez una enfermedad venérea, una preñez a las puertas, que sé yo. Pero la nerviosa mímica de la abuela, sobretodo, y de la madre delataban algo por el estilo. La niña pasaba de todo mirando su teléfono. Buenas tetas. Menudo polvazo.

Se fueron y recogí la mesa. No habían quedado ni las migas de la tostaza de atún con tomate de la niña. Hasta el sobre de azúcar con el que a modo de prueba acompaño al Colacao (70 % de azúcar en su composición) había sido gastado en su totalidad. Un polvorín. Un volcán. Fuego en el cuerpo. Juventud divino tesoro. Y yo sin dormir cuarenta días, otra vez resacoso y con estos pelos.

Al volver a casa a eso de las diez decidí hacer ejercicio para sudarla más. Había pensado en echarme pero como no iba a dormir decidí que sufrir era mejor que lamentarse. El asunto fue como de costumbre y tras la ducha y posterior comida ya estaba otra vez nuevo y con hora y pico por delante hasta la vuelta al bar. Puse el último vídeo de Lobo Estepario en Odyssey y encendí un cigarrillo. Otra vez estaba cagándose en todo. Y eso que anda por el Norte. Si estuviera aquí ya habría salido en el Telediario. Vente para La Mancha si tienes huevos, Lobo.

El mediodía resultó mucho más llevadero que la mañana. En otro sentido al de las tres mujeres me llamó la atención un grupito de cuatro tíos. Sólo conocía a uno de ellos, evidentemente el que había quedado aquí para tomar algo antes de ir a comer, un chaval formal de buena posición con mujer e hijos, uno de esos que estudió en tu mismo colegio católico algunos cursos más atrás pero que luego fue a la Universidad, se sacó una carrera de algo, contrajo matrimonio por la Iglesia con su guapa novia de toda la vida y tuvieron hijos. Había dos que parecían algo más jóvenes, treintañeros, bien cuidados también, muy educados y todo eso, el de la barba me pareció algo maricón; y luego uno mayor, un cincuentón que fue el último en llegar, uno de fuera, según oí mientras atendía, que tenía la pinta con la que uno se imagina a quien lleva un cilicio en el muslo, aunque esto sea cosa difícil de certificar cuando es algo que sólo has visto en las películas. Pero vamos, como que Escrivá de Balaguer, San Escrivá de Balaguer, planeaba sobre el bar.

En esto fue que llegó una de mis amigas, una mujerona que me da le está poniendo los cuernos al marido con su jefe. Una chica vital, muy vívida, majísima, que apenas acaba de entrar en la cuarentena con todo lo que eso conlleva, y más cuando el esposo, el segundo y padre de su último hijo, un hombre bueno, es casi diez años mayor que ella y hace uno que está en paro.

Tuvimos una conversación muy agradable, aún (cuando aquí sí) la tensión sexual no resuelta entre nosotros después de tanto tiempo era tan omnipresente como desde que la conozco. Con las piernas cruzadas sobre el taburete, mirando su móvil, era cosa de darle un bocado cada vez que volvía a la barra tras atender el salón para seguir charlando. 

Pagó la cerveza pidiendo que se lo devolviera en monedas para sacar tabaco.

- Vamos a echar un piti -dije-

Se iba a pasar la tarde de descanso en Ruidera con sus dos hijos pequeños. 

- No la conocen, Kufisto.
- ¿Que no la conocen? Pero si Iván tiene cuanto, ¿dieciséis años?
- Dieciséis, sí.
- Joder...Claro que para ir allí tienes que poder ir hasta allí...El coche y todo eso. ¡Bueno, pero cuando yo era chico estaban las motos! Pocas veces me habré ido yo con la vespino...
- El mayor sí ha ido. Pero yo hace como veinte años que no voy.
- Te gano. Dicen que está increíble.
- Sí. Van a disfrutar cuando lo vean.
- Y tanto. Como que no parece La Mancha.
-  ¡Así que ese es el plan de hoy! Jose se queda aquí, no puede venir...
- Ya...

En ese momento entró un cliente.

- Bueno -dije- que lo pases bien.
- Seguro. Apenas me acuerdo. Será casi como la primera vez.

Y riendo nos separamos.


Ruidera fue la medicina que Cervantes le recetó a don Quijote al ver que el valor su fuerte brazo empezaba a flaquear después de tanto sinsabores.


Y allí, triste, solo y a ciegas, hundido en la cueva, vio maravillas tan grandes como para que al menos el buen Sancho siguiera creyendo en él.


Y tiró de la cuerda para que lo sacara.

lunes, 1 de agosto de 2022

EL CABRÓN

 Todo empezó por un fallecimiento. El finado, un célebre factotum del viejo pueblo, había pasado a mejor vida la noche anterior después de una larga vejez que muy pronto le había empezado a pasar una abultada factura por todos los excesos. Sólo su fortaleza natural, creo, le permitió alcanzar tamaña longevidad, aunque esto en tales condiciones y durante tanto tiempo más sea condena que premio. El exceso de fuerza, está más que comprobado, puede acabar por transformarse en un castigo.

El cliente entró al bar en esa hora donde los desayunos ya son tardíos y todavía es pronto para beber algo. Pidió café, sin más, y enseguida le comenté la noticia, que le impactó. Me había enterado a primera hora por mediación de un antiguo amigo de la infancia que no reconocí al primer vistazo, el hijo mayor de otro de aquellos puntales del viejo pueblo que se habían enriquecido con la llegada de la democracia no por dedicarse a la política (que no lo hicieron) sino por reconocer el cambio en la dirección del viento para ceñirse a él. Otros, ¡ay!, decidieron hacerle frente y así les fue. Sólo se puede pelear a la contra cuando uno no tiene nada que perder.

Las conversaciones son como Youtube: por algún motivo buscas un vídeo, lo ves y en la barra de al lado aparecen un montón de otros relacionados con el tema elegido en sus primeras posiciones y no tanto cuanto más bajas, por lo que en ocasiones empiezas qué sé yo, por el comunismo patriota de Armesilla y ya con la cabeza como un bombo acabas viendo otra vez a Judas Priest en el festival de San Bernardino, cuando no pidiendo por HamsterX en la barra de Google minutos antes de irte a a la cama. Y así fue con la memoria del muerto.

Pronto, tras los recuerdos de rigor, más suyos que míos aunque sólo fuera por la larga década de existencia que nos separa, la cosa derivó hacia otros personajes de la época, mi padre incluido. El cliente, hombre de banca al principio, gestor de negocios después, un tipo serio (y cruel, a decir de los jóvenes trabajadores) rememoraba entre sonrisas aquel tiempo de juventud entre hombres medio alcoholizados que hacían sus negocios en los bares sellándolos con dudosa firma sobre una servilleta de papel. Sabrosas anécdotas laborales y de las otras, hoy inimaginables, salían de su boca, extrañamente animada. 

Estábamos solos; el domingo ronroneaba como todos los domingos en los que ya han desayunado los pocos que no se chisparon el sábado y entretanto había tiempo para conversaciones inesperadas. Rulé un cigarrillo, salimos a la puerta, fue al coche por el tabaco, encendió uno de sus puritos y continúo hablando con ese rarísimo entusiasmo que llegó a desbordarse cuando empezó a enseñarme fotografías de la época en su móvil. 

El cliente estaba emocionado. Podías verlo en su rostro y notarlo en sus palabras. Allí estaba él, en un bar en blanco y negro, muy joven y con mucho más pelo fumando un puro de pie entre hombres y viejos, la mayoría sentados, otros apoyados en la barra, algunos mirando hacia el objetivo, mi cliente entre ellos. más fotografías: "¡mira, en esta sale tu tío!" Ahora está muy enfermo pero ahí salía con todo el esplendor y la chulería de quien todavía no tiene veinte años, sentado sobre el suelo en primera fila con los demás botones del banco, sonriendo con todo el pelo que (para eterna desgracia suya) muy pronto se le caería.

- Joder, pásamela que se la mande -le dije, cosa que hice al instante.
- Yo no llegué a trabajar con él, se fue antes para Madrid, pero creo que tengo alguna más.

El cliente seguía y seguía, cada vez más excitado. Ahora era el turno de las buenas acciones ante la autoridad, de cuando en pleno invierno, "en aquellos inviernos", siendo él quien abría el banco para encender la calefacción todavía a puerta cerrada, permitía que las mujeres que esperaban turno en la cerrada peluquería de enfrente se refugiaran en el banco. 

Ya eran casi las doce, aún podría racanear veinte minutos más, pero de repente me asaltó el cansancio y aduciendo el arroz del mediodía nos despedimos.

"Quizá no he hecho bien -pensé- en mandarle la foto a mi tío. Tal vez se ponga triste. Ahora está malo y por lo tanto muy sensible. Tal vez debería habérselo preguntado primero uno de estos días. Comentárselo. Te vi en una foto de joven y tal, a ver qué decía..."

Luego pensé en el cliente, de siempre tan serio y distante, de lo que unos y otros me han contado de él. Se conserva bien, se cuida bastante; no ha tenido que ser un tío de muchos y continuados excesos; desde luego no como su jefe, mi amigo, mi compadre. 

Me lo dijo hace años, durante una de aquellas borracheras ya con el negocio viento en popa, cuando dejó de trabajar y tener horarios como el primero de sus trabajadores para empezar a ganar dinero de verdad:

- Kufisto, yo no podía andar de esa manera; ni tengo los conocimientos ni el valor para decirle fuera a uno de mis currantes. Necesitaba un cabrón a mi lado. Y lo encontré.


He vislumbrado la otra cara del cabrón, compadre. Y no es muy diferente a la nuestra.


Cosas de estar otro domingo detrás de una barra.