"Basta con dejar de hacer lo que uno ha estado haciendo para darse cuenta de lo tonto que era hacerlo" pensó al ver un ciclista pasar a su lado dándolo todo sobre su bicicleta roja. Recordó cuando él había hecho lo mismo unos meses atrás, hasta que lesionó una mano y tuvo que dejar de hacer todo lo que había estado haciendo durante ese año. Sí, qué duda cabe, se había sentido bien, en forma para sus cuarentaitantos años, tanto como para decirse muy a menudo que ese era el camino, que eso era lo que había que hacer, que todo lo demás que le había llevado hasta allí, la mala vida, era un error, una estupidez, una completa pérdida de tiempo, pero...estando bien había seguido igual.
Escupió. El gargajo salió de su garganta llevándose consigo algo de la infección que todavía incubaba su pecho. El viento del norte pegaba de cara y todavía quedaba mucho camino para darle la espalda a la noche que ya venía. Decidió abreviar y volver a casa. De regreso alguien le preguntó por la estación de tren. Sorprendido, se lo explicó como pudo. Durante un rato fue pensando en otros trayectos mejores del que le había dicho al desconocido. "Bueno, al menos le he hecho saber que iba completamente del revés"
Ya en casa encendió una pequeña lámpara y un cigarrillo. Se sirvió un whisky y empezó a escribir algo. Recordó algunas de las cosas que alguna vez le habían gustado tanto como para jurarse que no podría haber nada mejor: amigos, músicas, mujeres, libros, lugares...Todo estaba ya tan lejos que había perdido casi toda importancia. Nada de todo aquello, de todo lo que todavía podía recuperar, era ni la sombra de lo que llegó a ser. Y lo nuevo, ¡ay lo nuevo!, ya traía consigo el pecado original que va de la mano del conocimiento y la experiencia. Sólo quedaba engañarse. Sólo quedaba levantarse por la mañana con fuerza para subir la persiana de la ventana.
Miró el reloj y vio que era hora de ir a ver a su padre. Se abrigó y ya en la calle volvió a ponerse los guantes que le habían regalado la noche anterior. Tuvo la impresión de no saber andar con ellos puestos. Por alguna razón también imposible de concretar se acordó de esos tíos que llevan años vagando de un lado a otro como zombis de un juego para Spectrum, como si no hubieran sido ellos sino su programador quien decidiera que tomaran aquel ácido o aquella pastilla en su más temprana juventud. Oía el motor de los coches, las conversaciones telefónicas, el tintineo de las llaves en su bolsillo, los pasos propios y ajenos, las lejanas risas de las chiquillas, cualquier cosa que pudiera oírse con tal de alejar el pensamiento que los guantes le habían traído. Se fijó en la enorme casa de la esquina que ya casi acabada andaba a la espera de la familia que le había dado la vida. Era tan grande, parecía tan grande, que uno no podía pensar más que en luz, calor, carreras y algarabía. Un grupo de chiquillos tiraba entre risas de un carro lleno de madera para las hogueras. El hombre se quitó los guantes, cogió las llaves y poco después entró a la casa de sus padres.
Él estaba en su sillón con la gomilla del oxígeno puesta; ella, planchando. Besó a ambos y se sentó en su sitio. Puso una de vaqueros y la vieron como quien ha visto todas las películas de vaqueros. Su madre le dijo que mirara los tobillos de su padre, tan hinchados como pueda tenerlos quien apenas puede andar. Al rato llegaron unos familiares con su pequeña nieta y, mientras subían las escaleras, el padre dijo que ni una palabra de sus tobillos. La criatura no parecía reconocer el sitio ni a quienes estaban dentro y se echó a llorar un poco. Pronto la entretuvieron con un gran almohadón con forma de sonriente cucaracha que la madre fue a buscar a una de las habitaciones vacías, todas menos la suya. El hombre se quedó un rato más y cuando iba a irse, su tía, mirando a la nieta, le dijo riendo que como estarían dentro de quince años.
Escupió. El gargajo salió como los otros. Recordó el susto de su padre el día anterior al darle explicaciones de porqué no le daba el beso de todos los días, "¿De qué color?" No, no era de ese color, del que ahora, diecisiete meses después de dar señales de muerte, le tenía confinado en su sillón.
Ahora la calle estaba vacía. Los cierres echados de los pocos negocios que van quedando, con sus luces apagadas y las alarmas encendidas. El viento del norte parecía venir ya hasta del sur.
El hombre llegó a su casa y encendió la lámpara del techo. No le importó el maldito ventilador que llevaba aparejado desde que años atrás se rompiera la cadena que lo había dejado en marcha por los siglos de los siglos.
El hombre sabía desde hace tiempo que arreglarlo era seguir igual.
Y encendió un cigarrillo, abrió una botella de vino y siguió escribiendo.