miércoles, 28 de abril de 2021

EL MELENAS

Poco más y hubiera tenido que esperar a estar bien muerto para llevar el pelo largo.

Todo empezó con el confinamiento. Ya por entonces iba con un poco de retraso sobre el calendario habitual, como cosa de un mes, aún cuando haciendo frío espaciaba algo más la visita a mi peluquero, un tipo calvo de mi edad que por su condena en vida y tal vez a modo de propagandista de su propio negocio lucía una buena y cuidadísima barba.

Durante aquel mes y medio largo de vivir a mi manera por primera vez en la vida también tuve tiempo para, entre lectura y lectura, empezar a ponerme en forma. Di con una tabla de ejercicios en la Red y me puse a ello: fondos, sentadillas, abdominales, hombros volvieron a incorporarse a mi rutina, pues a pesar de la no muy saludable vida que he llevado durante tantos años tampoco me resultaron del todo extraños, que no por nada tengo el saco de boxeo en la habitación, algo que también retomé. Llegué a incluir hasta ejercicios de pesas con forma de palo de escoba y unas garrafas de agua, aunque esto fue algo que paulatinamente dejé de lado una vez vino la nueva normalidad. Cosa curiosa y significativa fue que me sobraron muchas de las botellas que me traje del bar con la idea de sobrellevar todo aquello. Pensaba que me harían falta a la hora de escribir, estaba convencido de la oportunidad del momento y luego fue lo que menos hice. Creo que durante aquellos cincuenta días no escribí ni tres historias con sus correspondientes borracheras. Sin pensarlo, sin haber decidido nada de antemano, sin necesidad de mirar las horas hice lo que me apeteció, lo que quería hacer y nada que no quisiera hacer salvo quizá un paseo de una hora, aunque ese precio me resulto fácil de pagar. 

El regreso al reloj, no lo negaré, resultó fastidioso. Veo normal que para la gente amiga de estar en compañía de otros aquello supusiera una especie de liberación. Yo mismo, al verlos, simpatizaba de su alegría. Después de todo no tengo tan mal fondo, no soy un bicho que desee mal para los demás; es sólo que mi bien es otro, era otro, siempre lo ha sido y siempre lo he sabido, y esos cincuenta días me proporcionaron el tiempo necesario para darme cuenta de ello, es decir, de lo que te hace bien, de lo que te hace mal y el precio a pagar por hacerte mal para creerte parte de los otros.

El pelo siguió creciendo y poco a poco empezaron las insinuaciones y las bromas, tan esperadas. Familia y clientes habituales fueron sucediéndose sin solución de continuidad. Yo sonreía, respondía cualquier cosa y salía del paso, bastante ligero por cierto. No me molestaba su alegría, aceptaba sus chanzas, oía consejos y recomendaciones, algunos casi trágicos en forma de memoria hacia los muertos, y a todos decía que sí y pronto. Luego veían que era no y poco a poco fueron callando mientras mi pelo seguía creciendo.


Ahora nadie dice nada, o casi. Se han resignado a verme con el pelo largo. Lo llevo ya más abajo de los hombros bien entrenados, casi atléticos en un hombre de mi edad. No es que las mujeres me acosen pero veo otras miradas en ellas, tanto mayores como jóvenes o incluso mucho más jóvenes. 

Y de alguna me ocupo sólo a mi gusto y manera. 


sábado, 17 de abril de 2021

HOSTIAS

"Las cincuenta mejores jugadas de Michael Jordan" Eso fue lo último que vi ayer. Intento recordar qué me llevó hasta allí pero no lo recuerdo. ¿Algo del Jordán...? ¡Sí, "El Buscón" de Quevedo, su audiolibro, el nombre del padrino de Pablos en la chirlería, el que lo introdujo en ella!: "Don Toribio nosecuantísimos Jordán" Don...dán, como son de badajo. Pero...no estaba oyéndolo a esas horas ni aún antes, aunque sí después. Jordan, Jordan...Sí, supongo que fue eso.

Al fin hoy vino el del vino, ese viejo a quien el domingo pasado no pude negarme a su casi súplica en memoria de mi padre para que le comprara un par de cajas, un hombre que jamás he tragado, uno que hace tiempo dejó de ser cliente y que tal día se dejó caer como si nada para luego saltarme con esa. Yo de primeras, claro, le dije que hablara con mi hermano que es el que lleva las compras del bar, yo no valgo para eso, pero al viejo no le venía bien el horario (o más bien, no le venía bien mi hermano) e insistió conmigo y a la memoria de mi padre y de los tiempos pasados. Al final accedí, el lunes se lo dije a mi hermano mientras preparábamos entre los dos la comida familiar, se cagó en la hostia, dijo que no "y menos a ese" y en fin, que durante toda esta semana no han sido pocos los momentos en los que me ha venido al pensamiento el incómodo que estaba por llegar, resolviéndome pronto a cogerle las dos cajas, pagárselas de lo mío ("yo te las dejo, las probáis y luego ya vamos funcionando" dijo), confesárselo y cerrar ahí la breve reanudación de nuestro comercio. Total, sería cosa de unos treinta euros pues eran cajas de seis botellas. Conforme. Arreglaría el asunto y tendría en casa dos cajas de vino que no bebo, unos ocho litros que al menos darían para escribir ocho malas historias con las que pasar el rato algo más animado que viendo a Michael Jordan machacando aros. 

Era mediodía. Yo estaba hablando fuera de la barra, en el ventanal, con un cliente cuando de repente vi aparecer en la barra al viejo con una mascarilla de pico de pato. Me pilló tan de sorpresa que apenas pude reaccionar. Ya casi tenía por cierto que durante la semana se había pasado a dejárselas a mi hermano con la consiguiente negativa pero no, allí estaba aunque sin las cajas. Desconcertado por la súbita aparición me subí la mascarilla acercándome a él, cosa que ayudó algo, la verdad. Yo más que mirarle a los ojos miraba la mascarilla de pato, que era lo que le faltaba al hombre para inspirar mayor desconfianza. Enseguida, le recité el arreglo pensado, respondió que no hacía falta que me las quedara para casa, que mejor no, y fuese sin más, como pasa el 99% de las veces que estás dándole vueltas a algo que te reconcome, en este caso quedar como un pardillo ante un hermano diez años más joven que tú.

Luego no mucho más y después a casa, a leer otra de Simenon e incluso empezar bien empezada la segunda, que siendo las cuatro y media de la tarde y estando eventualmente varado por la ya no tan nueva obcecación por mi estado físico (también esto estoy a punto de controlarlo) no es cosa que me disguste.

La de hoy transcurría en América, "El fondo de la botella", título ideal para un hombre como yo con todo un sábado por delante. Y el caso es que no es de las últimas que he descargado, de hecho lleva ahí unas semanas, incluso empecé a leerla, lo recuerdo, y tras cuatro o cinco páginas dejé de hacerlo para coger otra, será por novelas, que llevo no sé cuantos meses leyendo una diaria de este tío. Quizá fuese lo crudo del título, tan bien cocido en mi, pero es igual, el alcohol es omnipresente en toda novela suya. De hecho ahora que lo pienso mientras bebo escribiendo esto se me hace raro no haber pasado un arrebato escritoril bajo su influjo. 

Era la historia de dos hermanos que se reencuentran. El mayor posicionado y el otro fugado de una cárcel en busca de ayuda para pasar la frontera y encontrarse con su familia. El mayor está casado con una divorciada millonaria, borracha como él, sin hijos y al otro le esperan tres y su mujer de toda la vida en Méjico. Hay un juego de identidades falsas entre las ricas amistades, el típico todoputismo simenoniano, una explosión de furor alcohólico, una finísima descripción de su despertar y un sacrificio final de tintes bíblicos que, la verdad, no le va mucho al descreído Simenon.

Tuve que abrir un bote de cerveza antes de la caza final.


Y ahora, tres más tarde, he bajado al super por una botella de whisky. 

Estaba el chavalillo de los pelos largos, ese al que nunca le doy nada. Me asquea ver pidiendo a un tío joven. Ya ni me saluda, dejó de hacerlo, se da la vuelta; y no porque yo no respondiera a su saludo, que lo hacía, soy camarero, sino porque, estoy seguro, le daba vergüenza.

La zona de los whiskies estaba controlada, Como en todos estos sitios está cerca de las cajas para que no den mucho por culo. He pillado una de Johnnie. Tuve la precaución de mirar por el hielo antes de salir. No tenía. No es lo más importante pero ayuda. Cuando yo fumaba canutos llegué a liármelos en papel de Biblia, pero de eso hace mucho tiempo. Por cierto que hace poco oí algo sobre la maldición de utilizar ese papel...¡Ah sí, en "La isla del tesoro"!, otro audiolibro de Spotify. En fin que había dos empleadas hablándose de sus chismes cerca de las cajas y a viva voz, como uno que no tiene un segundo que perder en estado de inspiración, pedí por el hielo. Poco faltó para que en lugar de una me acompañaran las dos.

Me llegué a la caja y pagué con un billete del fajo que siempre llevo en el bolsillo de pantalón. Allí están mis dos meses de supervivencia en zona habitable. No hay más.


El chico de los pelos largos se dio la vuelta cuando me vio salir.


- ¡Eh! -dije-
 
Se volvió hacia mi.

- Toma


- ¡Hostias! -le oí decir- ¡hostias...! 

miércoles, 14 de abril de 2021

ERA MEDIODÍA

No recuerdo a santo de qué pero seguro era con motivo de una celebración familiar, no una boda, algo como una comunión o un bautizo en Ciudad Real y que en aquella cafetería entramos solos mi tío, uno de mis hermanos y yo. Puede que el asunto transitara por uno de esos intervalos que siempre hay entre el fin del hecho en sí y el consiguiente ágape, fotos, firmas, esperas y todo eso pero mi tío se llegó a nosotros y dijo de ir a tomar a algo mientras los otros acababan con los formulismos necesarios, a lo que, claro está, no nos negamos de ningún modo. 

Era mediodía. La cafetería amplia y luminosa, con grandes ventanales a lo largo de los cuales estaban dispuestas las mesas y frente a ellas una amplia barra en forma de codo que ya iba luciendo aperitivos. Junto a la puerta de entrada se hallaba una mesa de servicio sobre la que, medio apoyado en ella, esperaba también a la vera de una enorme copa de vino tinto un camarero alto, delgadísimo, calvo y cuarentón que llegando a nosotros tomó nota cantándonos de manera un tanto desafinada parte de la carta, algo que bien pudo haberse ahorrado al oír el primer no de mi tío, hombre poco amigo de repetir las cosas y menos aún de escuchar letanías. El camarero voceó los servicios un tanto desencantado y regresándose a su muleta echó mano a aquella copaza de vino y le dio un beso tal que mi hermano y yo, estando como estábamos sentados de cara a él, no pudimos menos que sonreír.

- ¿De qué os reís? -dijo nuestro tío. Y señalándolo con las miradas él se volvió y volviéndose hacia nosotros soltó un "joder" tan típico que no pudimos menos que soltar la risa.

Vinieron las cervezas, derramáronse parte de ellas conforme las traspasaba de la bandeja a la mesa y dejando las patatas fritas más listas de todas las que habían venido sobre el plato volvió a insistir acerca de lo que antes parecía haber quedado claro. Entonces mi tío lo miró y el otro no esperó a oír la respuesta.


Esto le conté hoy a mi amigo y mejor cliente frente al ventanal del bar al salir de la barra con una copa de vino tinto en la mano. Eran las tres de la tarde, estábamos solos, hablando y callando como lo hacen dos largos amigos, dos que juntos bebieron hasta casi reventar. Pero una cosa es recordarla y otra contarla.


Y otra escribirla. 
 

jueves, 1 de abril de 2021

JUEVES SANTO

 El sol todavía está alto. Son las siete y media de la tarde y sigo viéndolo tras mi ventana. El cambio de hora. Hay gente que dice quedarse muy afectada por ello. Yo no. No recuerdo si alguna vez llegó a afectarme. Ahora me levanto y es de noche pero es lo mismo: abro el bar, enciendo las luces, me pongo detrás de la barra y espero. La gente viene y va, a veces hablo con ellos y luego soy yo el que desaparece. Así pago las facturas del piso. Y no es que piense mucho en ellas. La verdad es que suelo dejarlas hasta el último momento, cuando los avisos son ya concluyentes. De hecho no me importa pagar el recargo correspondiente. Ir hasta Correos, a sus horas, sólo matinales, aguardar en la inmensa cola durante mi día de descanso para al fin dar cumplida respuesta a las jodidas cartas para las que sólo hay lugar en mi buzón...no. Prefiero hacer cualquier otra cosa. Al menos hasta que sea irremediable.

Hoy es Jueves Santo. De chico iba con mis padres y hermanos a hacer las estaciones. Pasábamos por todas las iglesias del pueblo, estábamos allí un rato y luego nos íbamos a tomar algo. No sé porqué lo hacíamos, la nuestra no era una familia religiosa, o al menos no de esas que iban a misa los domingos, supongo que sería cosa de otra superstición: ya que no cumplíamos el precepto dominical, al menos dar la cara en día tan señalado. Y he de confesar que me gustaba, no sé porqué. Eso de ir de una iglesia a otra sin quedarse demasiado tiempo en ninguna para llegar a la siguiente y encontrar lo mismo, gente silenciosa, cirios ardiendo y gorigoris que retumbaban en los altos techos...Sí, ahora que lo pienso creo que esto era lo que me gustaba, los altos techos ocultos entre las sombras. Levantabas la cabeza y casi te mareabas si mantenías la posición. Luego bajabas la cabeza y entre las espaldas de los demás vislumbrabas al tremendo cristo crucificado.

El otro día entró un alcohólico al bar. No es de aquí, lo conozco de otras veces pero no es de aquí. Creo que fue su tercera o cuarta vez. En la primera tuve que echarle de malas maneras junto a su sempiterna mochila porque no atendía a razones. Luego, al cabo de los meses o quizá un par de años, volvió como uno que no sabe bien si ha estado allí. Le atendí y por la mirada supe que entonces recordó algo, siquiera una ensoñación. Y esa vez y la siguiente, también muy espaciada, se fue sin rechistar tras decirle un gesto que no le servía más. Es un tío alto y ancho, fuerte, todavía joven, de mi edad, tal y como me confesó esta última vez cuando los efluvios del coñac le soltaron la lengua, de suyo tan encadenada como la del mayor de los pecadores, pero se ve que vio que la cosa ya estaba hecha en el bar y que apenas quedaban un par de clientes en el salón y quitándose los auriculares que llevaba puestos desde que entró se animó a hablarme, a llamarme señor Kufisto, pues no se dirigió a mi de otro modo sino con el señor por delante y por mi nombre por detrás, que sin duda debió oír durante el tiempo que estuvo allí. Me habló de lo bueno que era hablar con alguien, de ser escuchado, de la noche que había pasado en Cáritas, de Paulo Coelho, de lo golfo y flamenco que era o había sido, cosa que no me creí mucho pues un golfo y un flamenco nunca tiene cara de buena persona, incluso de ignorante, pero yo atendía y de vez en cuando decía algo pues con el rabillo del ojo veía a uno de mis hermanos cagándose en Dios por lo bajo, que este era uno de los dos clientes que quedaban cuando el borracho por fin se decidió a hablar conmigo, y con mi hermano no valen tonterías, pues si ya no trabaja aquí lo hizo durante mucho tiempo y a esta clase de gente no le daba ni los buenos días, y aún siendo la mitad de grande que este no le habría durado ni cinco segundos, que no es tanto la grandeza como el motor que todavía la mueve, y en eso el de mi hermano da miedo como ronronea aún estando tras el paddock. El alcohólico me pidió otra copa dejándola sobre la barra, le dije que no y después de mirarme un momento se marchó despidiéndose lo más educadamente que pudo. Y mi hermano, ya liberado, viéndolo andar haciendo eses por la acera de enfrente, se cagó en Dios mucho más fuerte que antes, vino a la barra, pidió otra copa para él y su amigo y me reprochó mi paciencia. Y yo, que estaba a punto de irme a mi casa, con mis cosas, lo dejé estar con un par de comentarios apaciguadores. Ya en casa cogí otra novela de Simenon y me olvidé de todos.


Son las nueve y once minutos.. El sol ya se ha ido pero todavía hay luz ahí afuera