Ella era maestra y él creo que oficinista bancario. Solían venir a la terraza del viejo bar en compañía de otra pareja que ahora no puedo recordar. No bebían alcohol y tampoco fumaban. Ambos de baja estatura, ella un tanto gordita e inocentemente risueña y él con gafas y serio sin llegar a la antipatía. Padres de dos hijos adolescentes que iban a la misma clase del mismo colegio religioso que dos de mis hermanos pequeños, tenían un cierto contacto amigable con los nuestros, más ellas que ellos, por supuesto, pues el carácter de mi padre era muy otro. Gente educada, discreta, temerosa de llamar la atención, "de orden" como se decía hasta no hace tanto tiempo y con casi total seguridad votantes de aquella AP de Fraga que estaba dando sus últimos coletazos antes de pasarle el anzuelo a Aznar, o puede que ya lo hubiera hecho. La política era tema de conversación en su mesa, no de forma acalorada tal y como se acostumbra aquí aún entre partidarios del mismo bando sino con discreción no exenta de apasionamiento.
Una de aquellas lejanas noches de verano, y mientras les dejaba las consumiciones en la mesa, le oí decir a él una frase que estuvo a punto de hacerme saltar de indignación juvenil y que jamás he olvidado.
- Pues yo daría un poco de mi libertad por más seguridad - dijo con absoluta convicción y un tanto acalorado -
- Jose Luis ya ha llegado adonde iba -ha dicho mi hermano visiblemente emocionado aún tras la mascarilla cuando esta mañana ha llegado al bar para relevarme-
- Joder -respondí-...¿Cuando ha sido? ¿esta noche? -Siempre el "cuando" cuando no se sabe qué decir-
- O esta mañana, yo qué sé-
El hijo pequeño, padre de dos niñas de corta edad, ha muerto de un durísimo cáncer antes de cumplir los cuarenta años. Un chaval sin vicio alguno, sin maldad ninguna.
- Y esa momia -dijo mi hermano, casi con odio, señalando con la cabeza a la nonagenaria clienta sentada en una mesa del salón en compañía de su tacatá, esa que siempre me dice que baje un poco la tele- ahí la tienes. Dando por culo todavía-
- La vida -dije yo-
- Sí. Ya. -
- La vida...
¿Para qué decirle que esa vieja decrépita también perdió hace tiempo un hijo en similares circunstancias, con la salvedad de que en este caso él sí había jugado bastantes papeletas en la rifa y no dejaba a nadie detrás? Mi hermano lo sabe tan bien como yo. Pero el dolor es más fuerte que la memoria.
Regresé al mediodía. Durante una hora no pasó nadie al bar excepto mi tío, que después de haber superado uno poco agresivo de colón un tanto ramificado en la vejiga está tratándose una especie de cáncer fantasma no exento de "suaves" sesiones de quimio y radio por recomendación médica que por el momento no le causan mucho trastorno. El jueves le harán un TAC para ver como va el asunto, si sigue sin haber nada más que sospechas, algo más o nada de nada, que uno ya no sabe por donde atinar.
Salí de la barra y me senté con él.
- Cuando te entra el bicho -dijo- ya no se va. Siempre está rondando-
No dije nada. Le dejé hablar. Me guardé de comentarle lo de Jose Luis aunque ya se habrá enterado. Tiene 73 años aunque dice 74. A mi padre le pasaba igual. Es curioso como los viejos se añaden años. Puntúan como cumplido el que está en curso.
Echa de menos las erecciones. Ríe y dice que tiene la polla como un bígaro. "Aunque ya no haga nada pero joder, al menos tener una erección de vez en cuando..." Aquí le contesté que se iría arreglando, cosa que no le cuadró mucho.
Las cañas pasaron espectrales, mirando el teléfono entre algún que otro tercio para los cuatro penitentes habituales del fondo del salón, jugadores consumados de toda la vida que todavía están en el tiempo de hacer negocios entre comidas en restaurantes buenos y cubalibres rodeados de lindas señoritas. Se fueron a comer y al rato llegó mi amiga.
Venía de acondicionar a la vieja que cuida por horas, una pianista retirada e impedida que tiene terminantemente prohibido que nadie toque el espléndido piano del salón, cosa fácil pues aparte de ella sólo está el marido, un hombre diez años menor, músico también y más raro que un perro verde. Y mi amiga no es precisamente de las que les gustan tocar un piano. Y menos si con ello se juega la muy generosa paga semanal de la señora.
Pero ella no me habló de nada de esto sino del fiestón que organizó el domingo en la casa de un amiga con la concurrencia de once niños pequeños sobreexcitados de refrescos, caramelos, dulces, disfraces y juegos. Foto tras foto, vídeo tras vídeo y entre risas vimos en su móvil parte de lo ocurrido durante la larga jornada: enanos y enanas gritando, bailando, cantando, riendo a carcajadas, cogiendo en brazos a tiernos perritos horrorizados, persiguiendo como locos a un blanquísimo gatete en resbaladiza estampida, devorando pasteles con las naricillas manchadas...
Salimos a fumar y me habló del deseo que tiene de añadir un gato egipcio y un guacamayo al pequeño zoológico que tiene en casa. No le basta con ser madre de tantos hijos, necesita animales a su alrededor, animales a los que cuidar, animales que la necesiten, animales a los que mimar y que la mimen.
- Hola, Kufisto -dijo el Chusco, mi tradicional último cliente. Le puse su café y esperé la próxima llegada de mi otro hermano, el más pequeño de todos nosotros-
Hoy estrenaba coche, me lo enseñó este mediodía con toda su ilusión. No es nuevo pero casi. Un Ford nosequé en un azul metálico muy bonito que hasta ayer era de un viejo solterón de 74 años que se ha comprado otro todavía más grande y potente.
- Si con 74 años andas así -dije durante la comida familiar de todos los lunes- es que tienes un problema-
Lo vi llegar desde la barra a través del ventanal.
- Por ahí viene mi hermano -dije hablando en alto- Hoy estrena coche -
- ¿Sí? -respondió el Chusco- ¡Qué jodío!
Me crucé con él en la puerta. Siempre tengo ganas de irme.
Había pasado a la otra acera de camino hacia mi viejo coche cuando volví la cabeza. Sí, ahí estaban los dos, mirándolo con atención; casi podían verse sus sonrisas. El Chusco se subía al asiento del conductor. Todos lo hacemos cuando se empeñan en que subamos a un coche nuevo. Yo también, pero no toco ni el volante.
Arranqué, llegué a casa y me metí en el ascensor.
Y al llegar arriba y abrir la puerta la gata, como siempre, me gruñó.