sábado, 25 de septiembre de 2021

LAS MEJORES TETAS DEL PUEBLO

 Le vi hablando con el novio y noté que no podía mirarla. Fue un instante, tan sólo la exigua fracción de tiempo que concede el tiro de un grifo de cerveza bien mantenido. Allí, al otro lado de la barra, apenas a tres metros, a ojos vista, estaba desarrollándose otro pequeño drama subterráneo ante la tranquilizadora indiferencia del resto de la gente inconsciente: ella, para aquel y para mi, se había hinchado como un globo de feria; los otros, en cambio, bien podían pensar que sólo se trataba de otra joven con un sobrepeso lindante a la obesidad.

La pareja había llegado poco antes, justo en una de mis salidas a la terraza. Ellos entraban, yo iba a salir y sin el burladero de la barra por medio no pude sino plantarle dos besos de los que enseguida me arrepentí: jamás la había besado en todos estos años y al punto noté que ese no era el momento adecuado. No pregunté nada, ni dije palabras de aliento, ni me entretuve sin saber qué decir, cosas todas que con la barra por medio resultan muchísimo más fáciles, pero yo todavía no la había visto así y todos los pensamientos que tuve los dos o tres días siguientes al conocimiento de la noticia vinieron a parar en esos dos torpes besos, que eso es lo que fueron, pues un enfermo, un enfermo que aún está por asimilar el nuevo estado de las cosas, de sus cosas, lo último que quiere es que los demás lo traten como a un enfermo. 

Era mediados de agosto cuando otro sábado al mediodía, como de costumbre, vinieron a hacerme una visita. Tomaron lo de siempre y entre las risas de ella y las sonrisas de él me contaron que habían cogido las vacaciones de verano y esa misma tarde se iban a hacer el camino de Santiago en bici. Les deseé buen viaje y mejor camino no sin dejar de decirles lo típico que uno ha oído acerca de los beneficios para el alma de la experiencia y ahí quedó la cosa. 

Un par de semanas más tarde llegaron al bar en compañía de una chica que nunca había visto, una treintañera gordita de semblante serio. Yo andaba muy liado y apenas tuve tiempo de preguntarles por las consumiciones, aunque tuve una especie de relámpago mental al ver la cara de ella que tardó poco en difuminarse. De hecho sólo después, cuando mi hermano pequeño me contó en la privacidad de la cocina la película que ya todo el mundo sabía, me di cuenta de que ella no había pedido su acostumbrado vino tinto.

- ¡Aivá chaval, Kufisto! -me dijo mi hermanillo una de las veces que nos cruzamos en la cocina-
- ¿Qué?- respondí-
- ¿Pero no sabes lo que le ha pasado a Marta?-
- No -
- Joder...Luego te lo cuento -

Seguimos a lo nuestro, Marta se fue y ya con el asunto controlado mi hermano me contó la historia que sabía todo el mundo menos yo.

Hacía unos días que había sufrido una crisis epiléptica en la oficina de la empresa en la que trabaja. Tras algunas pruebas, en el hospital le habían encontrado dos tumores cancerígenos, uno en el pulmón y otro en el cerebro. 

A la semana siguiente vino por la tarde en compañía de casi toda su familia, el novio y algunas amigas. Juntaron algunas mesas de la terraza y aquello parecía una fiesta. Su padre, enfermo de cáncer desde hace un par de años largos (un hombre al que conozco desde hace veinte), pidió su whisky con hielo y los demás el resto de cafés y copeo habitual con la sola excepción de Marta que se conformó con algo sin alcohol. Poco después de servirles terminé mi turno y alzando la voz al salir me despedí de todos ellos antes de subirme al coche.


Era una niña cuando la conocí. La he visto crecer riendo entre fantas de limón y bolsas de patatas fritas; la he visto de adolescente aburrida que ya no quiere más fantas de limón con sus padres; la he visto con capullos; la he visto de fiesta. La he visto llevando curriculums de bar en bar. La he visto en un centro comercial intentando vender mierdas a carro frío. La he visto pedirme contactos. 

Y también la he visto ir dejando a los capullos. Y he visto como poco a poco se iba enamorando con su compañero de trabajo. Y he visto como este chaval, un chico deportista, un chaval sano, iba haciéndose con ella. Y durante estos últimos cuatro o cinco años, todos los sábados, he visto su buen amor tras el tiro del grifo de la cerveza.


- Ponme otra cerveza, Kufisto- me dijo aquel un rato más tarde - Joder...¿la has visto?-
- Sí, la he visto-
- No podía mirarla, tío-
- Ya-
- ¿Pero como es posible?-
- Es el tratamiento -dije- Cuando es muy agresivo se ponen así-

Le puse la cerveza, me serví una y salimos a fumar.


Las nubes corrían por el cielo como enajenadas; un continuo sombra-sol nos provocaba a fumar y a beber con más ganas.

- Dios...¡Si acababan de comprarse el piso!...¿Sabes que las amigas van a hacerle una fiesta esta misma tarde? -
- No -dije yo pensando en las tetas de su chica, de las mejores del pueblo-



lunes, 13 de septiembre de 2021

OTOÑAL CARTA DE HACIENDA

Empezaban a pesarme aquellos cien años de soledad cuando sonó el telefonillo del piso. "Correos -pensé- El servicio de tarde" Extrañamente me levanté del butacón junto al ventanal, fui al pasillo y descolgué el receptor. Correos; carta certificada; Hacienda. La chica subió, le di el DNI, firmé y me entregó la carta; en efecto, era de Hacienda. Extrañamente la abrí y lo único que pude desentrañar de ella fue que había que pagar. Un pago imprevisto, un pago de cierta importancia para el negocio. Así que bueno, la carta ya había sido abierta, conocía más o menos el meollo del contenido aunque sin saber los motivos y en vista de que no era el momento de estropear las vacaciones en la costa de mi hermano junto a su familia decidí que lo más adecuado sería llamar a la gestoría y consultarles. Respondí más o menos bien a las dos o tres primeras preguntas pero la siguiente se me atragantó: no veía por ningún lado el dato se suponía debería estar viendo.

- Bien, Kufisto -dijo el gestor-, no importa. Pásate luego por aquí y lo vemos-
- Pues entonces cuando quieras. Estoy de vacaciones-
- ¿Ahora puedes? ¿o mañana?
- Ya puestos -respondí sin dudarlo- preferiría ahora- "Dios sabe como estaré mañana" pensé.

Me vestí tras enjuagarme la boca con agua para quitarme el gusto del reciente vino, cogí una chaquetilla por si acaso y bajé a la calle.

La tarde era gris y un tanto ventosa pero todavía no llegaba a otoñal. Enseguida caí en la cuenta del prescindible abrigo y, cosa rara, recordé que la casa de mi madre pillaba de paso y podría dejarla allí. Eso hice con cuidado al abrir, como quien abre una puerta por sólo un momento y sin muchas ganas de dar explicaciones. Ella estaría arriba viendo Telecinco y con un poco de suerte ni se enteraría; pero la vieja puerta cierra mal y el golpe sonó demasiado como para pasar desapercibido aún tras la pesadísima cortina de ese corral de gallinas televisivo, por lo que para no sobresaltarla volví a abrir, voceé que volvería enseguida y sin esperar respuesta cerré con la conciencia más tranquila.

El asunto, como no podía ser de otra forma, se resolvió de manera rápida y tranquilizadora: había que pagar. Punto. Se trataba de algo en apariencia olvidado, una pequeña fullería sin importancia, pero la agencia tributaria tan sólo había hecho lo mismo que haría cualquier madre responsable: dejar hacer sin olvidar nada para en caso de llegar el momento adecuado ajustar las cuentas sin opción a réplica, so pena de quedar todavía peor.

Volví a la casa de mi madre y ya que estaba hice la visita de estos días de asueto para los cuales no tengo excusa. Ayer me la salté, como los dos primeros días, y con hoy ya había decidido completar otra pareja de cartas blancas a cuenta del cansancio acumulado por lo excesos y la lectura del famoso libro de García Márquez que iniciara la última tarde en el parque y que tan buen sabor me dejó.

La vi como siempre, tumbada en el viejo sillón articulado de mi difunto padre, viendo Telecinco con el teléfono a mano. Nos besamos, quité el volumen del televisor, me senté en el sofá adyacente sobre el cual están perfectamente colocadas las fotografías ampliadas y enmarcadas de las primeras comuniones de sus cinco hijos y empezamos a charlar.

Me habló de su ida al médico esta mañana en compañía de su hermana para que le miraran el pie. Parece ser que lleva tres meses con dolores y ayer concertó una cita con su doctora, una chica amachorrada pero de dulces maneras que también trató a mi padre durante su enfermedad y a la que le tiene una fe ciega que le ha recetado unas pastillas para el dolor y que pida cita para unas radiografías (cosa que no ha hecho) y un estudio de plantillas para el pie (cosa que tampoco va a hacer)

- Pues nada -dije cabreado- Sigue empastillándote
- Pero Kufisto...

Me acordé de Hacienda y de mi infancia.

- No, no -seguí- Como tú lo veas. Hasta el día en el que no puedas plantar el pie.
- Tengo mucho puente, me ha dicho Inmaculada. Como tú. Y de ahí me viene.
- ¡Pues si de ahí te viene procura hacer para que no tenga tanta ganas de venirte, joder! ¡Pero pastillas! ¡Y venga pastillas! 
- Kufisto...

La adolescencia. La juventud. La traumática ruptura con aquella mujer. Hoy.

Y en ese momento mi hermano le hizo una videollamada desde la costa.

Mi sobrino, su nieto, jugaba a pelear Spiderman y Hulk (dos enormes muñecos articulados regalo de otro hermano) junto a un escenario donde se veía bailar y cantar a unas monitoras rodeadas de niños algo más mayores. Mi madre se transfiguró. 

- ¡David! ¡David! -gritó- ¡David!

El padre lo llamó.

- Ven aquí, David, ven a ver a tu Abu y al tío Kufisto-

El chico tardó un poco pero vino.

- ¡David! ¡David! -aullaba su abuela- ¡Soy yo, la Abu!

El chico miraba al teléfono y a su padre.

- Diles hola -dijo él-
- ¡David! ¡Soy yo, la Abu! ¡Y tu tío Kufisto!

El chico, tras mirar a su padre, empezó a dejar ver los dientecillos en un amigo de sonrisa que al final se abrió por completo.

- ¡David, guapo, hermoso, David!...
- ¡Hola, David! -dije yo. Y me vi feísimo en la pequeña pantalla del móvil, muy lejos de como me veo en los espejos. Pero mi madre salía igual que conforme la estaba viendo.

David dejó los muñecos por mediación de su madre y subió con ella al escenario. Era el más pequeño de todos y él único que tenía a su mamá con él. Pronto se cansó de estar allí arriba sin sus cosas. 

Al final nos dijo su nombre y su primer apellido. Y poco después de mandarnos un beso con la manita se cortó la comunicación.

- Bueno, me voy -le dije a mi madre-
- Te he comprado esto...-
- No me compres nada. Te lo he dicho mil veces...-
- Joer, Kufisto...Hazme el favor-
- Luego me lo llevo-

Todavía no hacía frío para la chaquetilla. La llevé sobre el hombro de vuelta a casa.


Como todo lo demás.





jueves, 9 de septiembre de 2021

LA SILLA FANTÁSTICA

 La silla se ve fantástica en la foto de la caja. 

Y es cómoda: había una montada en el centro comercial, una junto a muchas otras, cada una bajo su respectivo ataúd y precio. Probé en cuatro o cinco y enseguida supe cual era la mía. Dudé algo más al elegir el color, pues aunque los dos modelos eran en negro variaba el tono de algunas zonas, la una en azul y la otra en rojo. Salí a por un carro para transportarla hasta el coche, pagué en la caja rápida a una chica pelirroja y regresé a casa.

El día amaneció para mi media hora más tarde que de costumbre, no más. Sin pensarlo mucho me tomé un antihistamínico caducado (ayer pasé un día horroroso por primera vez en un montón de años y hoy al despertar vi que iba por el mismo camino) hice mi tabla de ejercicios después de una semana sin hacerla y apenas noté una leve molestia en el hombro, quizá más psicológico que otra cosa. Luego la ducha, el desayuno y como todavía tenía tiempo fui al bar para recoger algunas cosas que me harán falta en casa durante estos días. También conté las monedas del bote (mi hermano había dejado una nota), hice tres partes y tras cerrar la puerta con alguna dificultad que me hizo comprender porque los más de los días sólo está echada una llave volví por donde suelo volver algo más tarde. Dejé las cosas a la buena de dios mientras no necesitaran frío, le eché de comer y de beber a la gata y me fui andando hacia los juzgados.

Iba bien de tiempo pero se me hacía raro que no me llamara mi hermano, el maestro; y apenas a cien metros lo hizo.

- ¿Donde estás? -
- Estoy llegando-
- Vale -

Unos segundos más tarde vi su figura, me quité los auriculares y ya junto a él nos saludamos y pasamos para adentro.

En la entrada había un chico tras una mampara que supongo era el de seguridad; era joven y entre que mi hermano no se explicaba bien y que él parecía estar haciendo una sustitución veraniega pareció como si alguien hubiera de venir en nuestra ayuda. Al final todo se aclaró sin que yo tuviera que abrir la boca y sin pasar por el detector de metales subimos a la segunda planta, casi vacía comparada con la primera. Allí solo había una chica gordita y al otro lado de la sala de espera una yonqui con las rodillas magulladas que hablaba por teléfono en voz alta y ronca.

Hablamos mientras esperábamos a nuestro abogado. Nos vemos poco (él vive con su familia en otro pueblo) y con todo y con eso la cosa no resulta complicada. Tuvimos una relación muy fuerte hasta los veinte años (apenas nos llevamos unos meses) y luego compartimos curro durante años, hasta hace diez o así que él se hizo profesor y se fue del bar. Me habló de su destino de este año (sigue de interino), le pregunté por sus hijas, hubo sitio para las cosas de la salud y también para que yo volviera a fijarme como siempre en la fuerza y calidad de su pelo. En esto estábamos cuando llegó el abogado, un chaval joven, delgado y entusiasta que tiene toda la pinta de ser del Opus Dei.

- ¿Tenéis los deneís? -

Se los dimos y pasó otra vez para adentro. Qué pelo tiene mi hermano. Qué cabrón.

Salió y nos hizo pasar para firmar un papel que nos extendió una funcionaria que debe estar a punto de jubilarse. Yo, sin darme cuenta, me quedé con el mío y él, con mucha delicadeza, me lo retiró para devolvérselo a la mujer. 

- Bueno, pues ya está -dijo- Ahora sólo hay que esperar y tener paciencia-

Estábamos despidiéndonos cuando mi hermano le pidió un justificante para el trabajo. El abogado dijo que no había problema y que esperáramos un momento. Una gitana gorda que no estaba antes se puso a hacer pucheros mientras hablaba para sí de los "gitanos malos"

- Te espero abajo -le dije a mi hermano-

Una mujer de la limpieza, gordísima, pasaba desganada la bayeta sobre el mostrador de la entrada mientras hablaba con el de seguridad. Un calvo cabizbajo esperaba sentado con un par de papeles en las manos. Un chaval miraba hacia las escaleras. 

Subí a la primera planta y allí vi a mi hermano. No sé de donde había salido tanta gente pero aquello estaba casi lleno. Al poco bajo la yonqui de la segunda que, taconeando escandalosamente, me miró al bajar.

- Te queda bien la coleta -dijo mi hermano al salir- Te da pintas de fucker- dijo riendo-

Me acercó a casa. Tenía ganas de estar y hablar conmigo. Aparcó y se fue a ver a nuestra madre. Quizá tuve que hacer lo mismo. 

Miré la cuenta bancaria en el ordenador y vi que me había quedado al descubierto. Cogí dinero, un par de facturas de la luz para pagarlas en Correos y volví a salir.

El último de la fila callejera de Correos resultó ser un antiguo condiscípulo, uno que ni entonces me gustaba. Él me reconoció, yo lo reconocí y no nos dijimos nada. Me tocó el turno, pagué las facturas a una mujer nerviosísima y tiré hacia el banco.

Una señora gorda esperaba turno en la puerta que da acceso a los dos cajeros automáticos del interior. El exterior estaba ocupado por un pijo con todas las letras, un eventual cliente mío que hace tiempo no veo por el bar. Claro que yo ya solo trabajo por las mañanas.

Adentro había problemas con las puertas automáticas: los que querían salir no podían hacerlo. Entonces salió un empleado y vi que era un cliente mío. No sabía que era banquero, incluso mi banquero, aunque sí que había pensado que sólo podía ser banquero o abogado. 

- ¡Hola, Kufisto! -
- Hola -respondí-
- Las puertas...-
- Sí-

De vuelta a casa hubo un momento en el que me di cuenta que casi todos iban con la mascarilla puesta, algo exagerado, como el noventa por cien. Y de repente vi a uno que se acercaba y no la llevaba puesta. Y cuando lo reconocí casi que quise evaporarme por evitar a alguien tan cansino.

- ¡Kufisto!
- Hola, Carlos
- ¡Qué es de tu vida?

Menudo pelazo tenía el cabrón.

- Hostia qué pelo, ¿no?
- Sí...me he dejado el tupé...¡Y tú coleta!

Y se puso a explicarme su eterno amor a Loquillo y demás mierdas. 

- Tengo que irme -le dije- Tengo prisa-
- Bueno, luego te veo, Kufisto, ¿no? Tengo que hablar contigo...-
- Claro, claro...adiós-

Comí bien y un rato después me fui a la cama. A esa hora yo debería estar tirando alguna caña o destapando algún refresco o mirando el móvil en el rincón de la vitrina del bar. Pero hoy no tenía nada que me impidiera dormir al mediodía. Y dormí.

Abrí los ojos y volví a cerrarlos y al rato vi como vuela el tiempo cuando uno está en duermevela. Estiré las piernas, estiré los brazos y me fui a comprar para estos días.

A la vuelta le di una sesión al saco de boxeo de mi dormitorio; un poco como unas horas antes, al despertar, lo había hecho con el peso de mi cuerpo, como mirando, como viendo...Fue bien. 

"¿Y comprar una silla para el ordenador? Una silla buena, una de esas que hay en el centro comercial? Llevo diez años escribiendo sobre una silla cuartelera, con una almohada sobre ella para no reventarme el culo, la espalda tronchada...¿no tendrá esto que ver para no tener ganas de escribir?"


La silla se ve fantástica en la foto de la caja.


Mañana llamaré a mi tío el manitas.