viernes, 29 de diciembre de 2017

LUCES DE NAVIDAD

Eran unos azulejos extraños. De tonos muy oscuros, casi negros, unas hojas muertas hacían por decorarlos. Acabé de mear y tampoco yo tiré de la cadena. La papelera del lavabo estaba hasta arriba de servilletas de mano. Salí echándole un vistazo al de minusválidos, que estaba con la puerta abierta y la luz encendida. Una buena mancha de mierda en donde suele apoyarse el muslo izquierdo fue lo que me dio tiempo a ver antes de alcanzar la puerta de salida casi que conteniendo la respiración. Y ya aliviado y asqueado pasé a la biblioteca.

Dos mujeres desconocidas, una vieja y otra más joven, hacían hoy de bibliotecarias. Entré al primer estante donde guardan las novedades y miré por algo que leer. Ya tenía en la mano un enorme mamotreto de Bolaños que un funcionario me recomendó hace tiempo cuando vi en la parte de abajo unos libritos con el nombre de alguien que me sonaba de algo. Cogí el más pequeño y le eché un vistazo a la contraportada y a su primer párrafo. Dejé a Bolaños para cuando sea funcionario o jubilado.

Un niño de unos diez años estaba junto a su abuela, o quizá fuera su madre, quien sabe. La mujer sonreía un tanto nerviosa mientras preguntaba a la bibliotecaria más joven por unos libros infantiles que había seleccionado. El chico, gordito y dientón, bien peinado y lavado, miraba todos aquellos libros como si fueran un saco de patatas sin lavar. Estaba acordándome de Ernesto Sáenz de Buruaga cuando creí oír algo parecido a un "¿Sí?", pero tan leve y lejano que apenas me di por aludido. De pura casualidad giré la vista y vi que bien pudiera haberse escapado de los labios de la vieja bibliotecaria de guardia.

- ¿Sí? -dije yo
- ¿Qué quiere? -respondió sin alzar la vista
- Esto

Agarró el libro y me pidió el número de socio.

- No lo sé, no lo llevo encima, pero te doy mi nombre...
- Dígame el DNI -respondió un tanto indignada por el tuteo y esta vez mirándome hasta con cierto odio.

Buscó en el ordenador.

- ¿Usted es Kufisto...?
- Sí
- El 19 de enero -le dijo al mostrador
- Gracias

Una sensación desagradable se apoderó de mi mientras salía de allí. En un momento lo comprendí todo. Toda esta gente vive de mi pobreza. Toda esta gente es la que vota. Toda esta gente está segura de todo. Todo lo que hay fuera de ellos es irracional. Y como son los suficientes no necesitan ser la mayoría.

Dos criajas hablaban a gritos por la calle. No sabían si era la que buscaban pero ni mucho menos iban a preguntárselo a nadie, y menos a mi, que ni me vieron aún teniéndome que echar un tanto a un lado para no llevarme por delante a la más flamenca de ellas, una chiquilla que ya parecía tenerlo todo tan claro como las bibliotecarias.

En la administración de loterías vi como una anciana le daba a la propietaria dos boletos que se había encontrado por ahí para que los mirara por si estaban premiados. La máquina dijo que no y la señora se fue sonriendo tristemente.

Compré miel de la buena en la tienda de la mujerona y me pidió el teléfono para un sorteo por una cesta de Navidad. Se lo escribí junto a mi nombre. Quizá algún día me llame para echar un polvo.

Bajé hacia mi casa evitando las calles más concurridas. Una madre cuidaba que sus gemelas caminaran bien pegadas a la pared cuando nos cruzamos por la estrecha acera. De hecho me bajé de ella aún teniendo los coches a la espalda pero no por ello dejó de mirarme desconfiada. Un poco más abajo un coche estaba como husmeando por quien había dentro de un bar que está cogiendo fama de swinger. Miré a quienes iban dentro y reconocí a uno de ellos, un cincuentón divorciado hace tiempo que cualquier día de estos reventará como el lagarto de Jaén. Todo lo que le queda a esta gente es fisgar, ponerse y esperar que no llegue la noche en la que se pasen tanto como para que no se quede en otro susto. Quizá sean así los desgraciados criminales que andan por ahí. Gente agotada que ya no espera nada bueno de la vida y que empiezan a preguntarse si no estaría bien hacer algo verdaderamente malo.

Por el centro el personal iba y venía bajo la discreta iluminación navideña sólo de nombre. Alguien me dijo hoy que esto ya no se parece en nada a aquello que fue. La memoria también acabará perdiéndose y será como si no hubiera existido.


¿O acaso alguna vez fueron diferentes los azulejos del water de la biblioteca? ¿lo recuerdas de otra manera o al ser tan cosa de poco fuiste dejándolo pasar hasta que empezó a llamarte la atención? ¿siempre fue así? ¿estás seguro? ¿recuerdas al antiguo bibliotecario, al de tu juventud, al que se jubiló? La otra tarde te cruzaste con él, viejo y enfermo, mirando al suelo, y no le dijiste nada "para no molestarlo" ¿Se acordará él de ti, de ese chaval que devoraba libros de mayores? puede que ya no, que ya no te recuerde y para él seas como si no hubieras existido.


Y hasta la memoria puede cambiarse cuando no miras más que adentro o al suelo.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

COPAS

El intermitente sonó todavía mejor que lo haría cualquier sinfonía de Mozart, no digamos que el último disco de los AC/DC. Regular y constante, medible y predecible, su monótono ir y venir resultó un bálsamo para mis labios. No tuve ninguna prisa en dejar el aparcamiento. Salí de él cuando alguien me dio varias veces las largas y pronto topé con una concurrida intersección. Todo el mundo iba a alguna parte y yo de vuelta a la casa de la que había salido doce horas antes. Eran las siete de la noche de otro día de Navidad. La puerta de la cochera estaba en movimiento cuando al fin llegué. Es tan lenta que de primeras no supe si estaba cerrándose o abriéndose, como más o menos le pasa al sol, que uno sólo sabe que está saliendo o yéndose porque conoce por donde lo hace. Pero la luz, en ambos casos, es la misma.

La puerta se abrió y viendo que ningún coche la subía bajé la rampa. Unos niños corrieron nerviosos, alegres, hacia las espaldas de su padre. Estaba maniobrando cuando inesperadamente sonó Boogie with Stu. Pensé que era mi hermano del bar y como pude cogí el teléfono de la bolsa que llevaba en el asiento de atrás. No era su número pero bien pudiera ser que estuviera llamándome con el de otro. Descolgué.

- ¿Sí?

Silencio

- ¿Sí?

- Sí, hola. Soy Aurora, de Vodafone, y quería ofrecerle nuestra oferta para móvil e Internet...
- No, no, no...

Colgué.

No se había abierto la puerta del ascensor y ya oía maullar desesperada a la gata. Dos horas de más pueden ser mucho para quienes están acostumbrados a dos de menos. Abrí la puerta de mi casa y salió disparada hacia la luz del ascensor. La enganché y pasamos adentro. Entonces vi encendida la del salón, cosa rara, rarísima, aunque no tanto como para no pensar que sólo se había tratado de un despiste mío, nada más. El sueño de anoche fue tan extrañamente profundo que esta mañana olvidé apagar la luz. Y así seguí, abismado, hasta que a eso de las cinco de la tarde, ya a punto de irme, empezó a llegar la gente.


Poner copas, eso es todo. Poner copas y ponérlas rápido, lo más rápido que puedas. No recordar nada y poner copas, sólo eso. Como una máquina. Como un robot. Poner copas. Poner copas. 


Y me puse a poner copas. La gente tenía tantas ganas de beber que me dieron ganas de beber. Y entre trago y trago, copas y más copas. Grandes grupos, comidas de empresa. Gente que nunca ves y mira, ¡ahora la ves! Un año, cinco, ¡quince! y ahora te piden canciones con una sonrisa. Copas. Más copas. Hay que poner copas, hay que ganar algo de dinero, hay que poner copas sin pensar; ponerlas, eso es todo. Nada importa que este te desdeñe o esta piense que todavía eres más anormal de lo que pensaba. Copas. Más copas. Un trago. Otra petición musical mientras ven como tus ojos tararean "El novio de la muerte" Otro trago. Mi hermano que al fin llega y se pone a hacer lo mismo que yo sin siquiera saludarnos. Sólo hay que poner copas, copas. Poner copas para ganar algo de dinero con el que poder pagar las deudas. Hay que hacerlo, no hay otra manera...no, no la hay. Copas, copas, copas..."Pon esta canción, pon esta otra, por favor..." Canciones horrorosas, canciones para que las mujeres de los gestores, de los banqueros, de los profesionales liberales rían sus ridículos bailes mientras ellos, complacidos, ven como ríen, como se menean ante un entorno controlado, como se la ponen morcillona al compañero que no puede catarla una vez a la semana, o al mes, o al año...


Luego todo se despejó y yo me fui con dos horas más de retraso.


Son tantas que ya me da igual.




sábado, 23 de diciembre de 2017

VIRGILIO

- ¿Como te llamas? -dijo ella
- Virgilio -respondí. Nos echamos a reír y...


"No. Será mejor que salga a pasear. Otra historia forzada no vale una mala borrachera. Y menos siendo mañana Nochebuena. Tengo que estar fuerte, bien. Josemari estará esperándome desde las ocho y no puedo tenerle ahí muerto de frío y encima para llegar de mal humor, no estaría bien. Haremos tranquilamente el bar mientras canturreamos, después iré a comprar y luego a abrir entero, sin resaca, tranquilo y sereno. Sí, eso es lo que tengo que hacer. Ahora un paseíto, hora y media, y a casa, tranquilo. Luego leeré algo en el sofá y a las diez a la cama. Sí, eso es"

Puse la calefacción y salí a la calle.


Eran casi las seis de la tarde. Pronto, en cuanto pude, abandoné el estruendo callejero para alcanzar la periferia de la ciudad. Dejé atrás las luces de colores pero no así el ruido salvaje, confuso y machacón, de las diferentes atracciones ambulantes. En otra ocasión me hubiese puesto los cascos sólo para no oírlos, pero hoy ya había tenido suficiente ruido por mi parte y ni los cogí cuando salí de casa. Fijé la atención en los árboles de la vacía calle adyacente al parque que iba caminando. Secos ya desde hace unas semanas, sin una sola hoja apetecible para nadie en ninguno de ellos ni luz artificial que ilumine sus negros esqueletos, sin embargo estaban tan vivos o muertos como puedan estarlo los árboles del otro lado de la valla, de los que están dentro, de los de hoja perenne y cercana farola anaranjada, cálida; de los plantados entre la hierba; de los buscados por los niños cuando juegan al escondite y de los que amparan a las parejas que se aman; de los que tienen un horario en los atómicos relojes de quienes los cuidan y guardan y no uno que la única vez que te da la hora es para que sepas que estás empezando a morir otra vez.

Al otro lado del parque el viento frío venía de cara. Es curioso que uno apenas se dé cuenta de cuando lo lleva a favor pero sí cuando lo tiene enfrente. Lo bueno del viento de cara, entre otras muchas cosas, es que se lleva el ruido a otra parte. Y así, poco a poco, vas dejando de oírlo conforme más avanzas.

El sol se había ido pero su luz todavía coloreaba la parte de su cielo más cercano que yo ya había dejado atrás. Con todo, de vez en cuando giraba el cuello para verlo, aunque sin dejar de andar. Del rojo al negro iban pasando los tonos sin solución de continuidad, como en un travelling cósmico. Me fijé especialmente en el cambio del azul al negro, muy hermoso. Y entonces vi que justo abajo estaba el cementerio y me acordé de mi padre y de la primera cena sin él que mañana tendremos.

Levanté la mirada y a lo lejos vi los molinos iluminados, algo que se hizo hace poco. Nunca los he subido andando de noche. Y en coche hace mucho tiempo..."¿Por qué no?" pensé. No por la carretera, claro, aunque con una sonrisa me acordé de la cinta de ciclista con luz incorporada que Josemari me regalara unos días atrás, una que sólo Dios sabe donde se la encontrara. Pero sí podría subirse por la parte de atrás, por el sendero. No muy convencido dejé ahí la idea, sin decidirme mientras seguía el camino, ya fuera de la gran avenida y dentro de una calle industrial tan diferente a la que suelo transitar de día que apenas la reconocí.

Giré hacia la derecha, hacia las últimas casas de la ciudad, las de que antaño fueran de las pobres gentes que ya están muertas o en el proceso y ahora lo van siendo de quienes tienen el dinero suficiente como para edificar un poco más allá la casa-mansión de sus sueños, tan alejada del centro como sea posible.

La posibilidad se acababa y yo no terminaba por decidirme. Miré otra vez al cielo y vi que la luna estaba como si ayer hubiera bebido. No. Otro día. Otra noche. Otra noche que me eche la cinta de Josemari a la frente.

Y fue no hacerlo y empezar a oír los lejanos ladridos de perros que no podía ver y la sierra eléctrica de alguien que estaba cortando algo. En la rotonda de acceso una mujer paró su coche y me dijo que no sabía donde estaba, que quería ir a otro pueblo y no sabía como hacerlo, que se había perdido y no sabía ni donde estaba. Miré al asiento de atrás y lo menos vi tres chicos pequeños que ni ganas tenían de mirar por la ventanilla, hartos de dar vueltas y más vueltas sin llegar a ningún sitio, cansados de oír a su madre y a la otra que iba al lado preguntando aquí y allá por como hacer para salir de la oscura ratonera en la que se habían metido, deseando llegar a casa, a cualquier casa, la que fuera, ¡hasta la de la abuela!, con tal de no tener esa sensación de pérdida y desencanto, de papás noeles más cutres que la Playstation 3 y con muchos menos huevos que Thor, el martillo de los dioses.

- Vas al revés. Haz esto, esto y esto -le dije

Creo que al final lo hizo, aunque no estoy muy seguro porque justo en ese último momento las casas taparon mi campo de visión.

El pueblo me recibió con indescriptible alegría. Tanto que me asusté y al final cambié el trayecto para ver de qué se trataba. Unas voces jóvenes, muy jóvenes y mayoritariamente masculinas, bramaban para poco después quedarse en silencio, como a la expectativa, hasta que otra vez empezaba el escándalo, los gritos, los aullidos, el nombre de alguien, "¡¡¡HÉCTOR, HÉCTOR, HÉCTOR...!!!" "¿Se estarán pegando?" al menos así era como se hacía antes, pero no tanto como para hacer ese ruido que más parecía de un concierto que de una pelea.

Llegué al sitio, una especie de parquecillo con unas gradas en uno de sus extremos, y vi que sólo era una gran reunión de chavales rapeando y seguí adelante. Delante mía una vieja viejísima iba del brazo de su hijo, uno que es más viejo que yo y al que reconocí hasta de espaldas, aunque bien es verdad que por haberle visto antes en la misma situación. Pasé adelante con mi gorro y mi braga sin necesidad de hacer ningún paripé del que, por otra parte, nunca ha hecho falta: él, por alguna razón, siempre ha creído que yo soy como mi padre sin haber cruzado una palabra ni con el uno ni con el otro y a mi siempre me ha sudado el nabo su tonta sonrisa de funcionario a las tres.

El centro era una fiesta. Todo el mundo hacía por divertirse. Todos somos Héctor. Enseguida me metí por una callejuela.

Claro que hubo tiempo para toparme y saludarme al paso con alguien insustancial que hacía veinte años no veía y ahora, en cuatro días, me lo he encontrado dos veces; también con una pareja de viejos, él enfurruñado por el ruido mientras ella le contestaba que eso era porque tenía más años que Matusalem y que si no se acordaba de cuando él era tan joven como ella e iba por ahí liándola más o menos tan parda como ahora lo hacían otros.


En la última esquina previa a mi casa di con con cinco o seis chavales. Eran dos chicas y cuatro chicos, todos muy bien arreglados. Hablaban de alguien ausente, de una chica a la que estaban poniendo de puta para arriba. Yo iba más rápido y el chico más gordito y feo, el más hablador, me vio llegar y se echó a un lado. Pasé y oyéndoles pensé que eran como del Opus.



- ¿Como te llamas? -dijo ella
- Virgilio -respondí. Nos echamos a reír y...


Y luego acabamos en el asiento trasero de mi R7 de segunda mano en los ciegos molinos de entonces.


Veinticinco años de distancia nos contemplaban esta tarde.


Es cosa de poco si lo trasvasas a años luz y de menos si ves al rico gilipollas con el que está.

viernes, 15 de diciembre de 2017

EN BUSCA DE UNA CÁLIDA BOMBILLA PARA MI LÁMPARA

Miré por la ventana y pensé que lo mejor sería buscar una bombilla para la lámpara. Probé con la única que funciona en mi habitación y vi que no le valdría ni esa ni ninguna otra: estaba destrozada por dentro. Lleva meses así, desde que la gata o yo la tiráramos al suelo. Poco después nos cambiamos de habitación y allí quedó olvidada hasta hoy.

Había leído en la Red algunas opiniones sobre los "Demonios" dostoyevskianos y decidí que la tarde daba para reencontrarme con ellos, o con algunos de sus primos hermanos, desde siempre tan dolorosamente cercanos. Tan sólo necesitaba un foco de luz con el que iluminar la cabecera del sofá. Irse a la cama, a pesar de todo, no era opción a las cuatro y media de la tarde.

Recordé una lámpara de pie que tengo en el salón. Un día no dio luz y así se ha quedado durante años. Bastaba con la del ventilador de techo, aunque tiene el inconveniente de estar siempre activado debido al encasquillamiento de las cadenillas que lo activan y desactivan. Esto fue algo que pasó todavía hace más tiempo. Creo recordar que compré la lámpara de pie para no tener que sentirlo en invierno...No, no la compré, me la regalaron, ahora recuerdo. El truco está en apagar la luz en las raras ocasiones que me siento en el sofá para ver algo en el ordenador.

Cogí la lámpara de pie y extraje su bombilla. Demasiado gorda. No me sonó tener ninguna de ese tamaño. Pensé en la del ventilador y fui a por el potro que creía tener y ya no tengo. Tampoco rebusqué mucho. Agarré una silla y vi que llegaba bien para desenroscar la mampara, cosa siempre desagradable. Saqué una de las dos y vi que no era del mismo calibre. Volví a dejarlo todo peor de lo que estaba antes y fui a la cocina. Quizá esa si valiera. Luego si eso mañana, cuando despertara aún de noche para ir al bar, bastaría con abrir el frigorífico para ver lo necesario como para hervir el agua del té. Sí, sería más que suficiente.

Me costó más alcanzar la de la cocina. Como pude quité el recubrimiento, cayéndose al suelo. Intenté sacar la bombilla pero lo dejé al darme cuenta de que seguramente no fuera de rosca. Sí, esa la compré hace unos meses y no era de rosca, no...Bajé de la silla, recogí el trozo de plástico caído y probé a ponerlo en su sitio, sin éxito esta vez. Y dejándolo sobre la encimera le di al interruptor y vi que la luz salía más o menos igual.

En las otras habitaciones no había nada siquiera parecido. Tenía que salir a la calle para comprar una bombilla. Lo pensé un poco y al final me quité el pijama. Ya vestido de calle volví a mirar por la ventana, pero tuve que abrirla para asegurarme de que no llovía. Incluso saqué la mano. A veces llueve tan poco, o miras tan mal, que no te diferencias de un ciego. Miré la hora en el ordenador. Puede que la tienda de la vuelta de la esquina estuviera cerrada. Vi el teléfono cargando y allí lo dejé. Y cogiendo el abrigo y la gorrilla bajé a la calle.

Enseguida noté el frío en los pies y el dolor en la rodilla. No voy a llegar a las rebajas para las zapatillas. Esta tarde en el bar, a última hora, me he dado cuenta que ya la suela de al menos el pie izquierdo está empezando a abrirse. Tengo unas viejas y no demasiado usadas por ahí, un regalo que me hicieron. Mañana probaré con ellas. Pero me llevaré las otras en una bolsa.

La tienda estaría cerrada durante unos quince o veinte minutos, según mis cálculos. Pensé en regresar a casa y esperar pero eso hubiese sido casi como no volver a salir, así que eché a andar para hacer algo de tiempo. A cada paso el duro y frío suelo hacía que no olvidara el problema. Lo que quedaba de tarde era tan gris y estaba tan encapotada que miraras donde miraras todo parecía estar igual. Un árbol sin hojas, negro, dejaba caer gota a gota el exceso de agua a través de sus ramas más débiles, vencidas por el peso. Poco más allá vi una tienda parecida a la que necesitaba, abierta, pero me pareció demasiado grande como para entrar a pedir una bombilla. No pasé. Di la vuelta a la manzana y la tienda seguía cerrada. ¿Qué hora sería ya? Me acordé del móvil y continué caminando por donde antes. Esta vez sí entré a la otra tienda después de llamar al timbre que ya tienen hasta las tiendas de chucherías. No tardaron mucho en abrir. No tengo tan mal aspecto. Y no tenían lo que yo estaba buscando. No me había equivocado. Esa no era mi tienda.

La segunda vez que pase por esa calle caí en la cuenta de que en una de sus tiendas había trabajado mi amor de juventud. El local estaba igual visto desde la otra acera. Allí quedé de pie mirando hacia su escaparte, justo en el mismo sitio donde aquella mañana le había hecho esa foto que más tarde quemaría. Ella sonreía levemente con el brazo derecho medio recogido, sujetando un cigarrillo; era invierno porque llevaba un jersey, un jersey de cuello vuelto color granate sobre el que descansaba su hermoso pelo negro, lacio y fuerte; la tez pálida y aquellos ojos oscuros, profundos, que parecían estar riéndose de mi por ser tan malo echando fotos..."¡Venga, Kufistooo...échala ya que hace frío y va a venir el jefe!"

Por tercera ocasión vi mi tienda cerrada. Era imposible que todavía no fueran las cinco y media. Me acordé de uno que leí ayer diciendo que a mitad de la noche anterior se le habían ido dos horas como si fuesen dos minutos, que era imposible haber dormido durante esas dos horas, estaba seguro, que simplemente esas horas habían pasado no como minutos sino a la velocidad del minuto, que había sido como una broma, como un juego de lo más profundo del cerebro para demostrar que es él quien controla la realidad, como si estuviera aburriéndose de ti y te tuviera en un permanente fast forward para acabar la partida cuanto antes, y así te va, que pasas por ella sin enterarte de nada, a otra velocidad, viendo ridículo el mundo entero y siendo visto por él como una especie de extraño viejo prematuro con alguna clase de problema en su ordenador central...Fui a echar mano del móvil para ver la hora y no lo encontré. Me acordé de 1992 y paré de andar cuando otra vez llegué a la esquina de la misma calle. Estaba harto de hacerlo. Me dolían los pies y la rodilla, tenía frío, estaba empezando a llover un poco más y yo seguía ahí, dando vueltas a la manzana, sin reloj o móvil, sin nadie ni nada que me dijera qué puta hora era, un jodido letrero electrónico de esos que cuelgan por ahí, algún sonoro cuarto en el reloj del maldito Ayuntamiento, la diaria y matemática huida final de este sol otoñal de mierda ocultada hoy por un trillón de nubes gordas, pesadas como camino de aburridos elefantes moribundos hartos ya de vivir comiendo insípida hierba para cagar montañas de mierda y más mierda, hartos de sus monstruosos colmillos y de su estúpida trompa, de sus enormes huellas y sus parabólicas orejas, sobretodo de estas, pero más que de ninguna otra cosa de su culo, de su puto culo y de su cerebro de mosquito muy a medio cocer, que todavía está por nacer el elefante que cace un mosquito queriendo y no por accidente...

Volví la vista atrás y vi llegar a la dueña de la tienda. Abrió la puerta y encendió la luz. Crucé el paso de cebra que tenía delante y me cambié de acera. Metí la mano en el bolsillo y encontré la bombilla. No vi a nadie. Llamé al timbre y enseguida abrieron.

- Buenas tardes
- Buenas tardes
- Venía a por una bombilla como esta -dije sacándola del bolsillo
- Ah, sí...-dijo mirándola- ¿de luz cálida o blanca?
- ¿Qué?
- Que si la quieres cálida o blanca
- Bueno...no sé...como esa
- Cálida mejor, ¿no? -dijo sonriéndome

Ya lo había hecho la última vez que nos vimos.

- Sí, cálida mejor

Y mientras hacía como que buscaba bombillas de luz cálida aprovechó para enseñarme lo bien que le sentaban los vaqueros a ese pedazo de culo casi cincuentón.

- Vamos a probar con esta -dijo en el mismo plan. Y pasó por algo a una habitación interior. Entonces miré a la derecha y vi un retrato suyo que no sé por qué imaginé lo había pintado su marido, un tío alto y fuerte que esa misma última vez, habiendo llegado a la tienda por algo para continuar con el trabajo externo, se ofreció a acompañarme a casa para instalar algo al ver mi cara de estupefacción. Estaba claro que esa esposa del cuadro no era la mujer que estaba viendo yo tras el mostrador. Ella salió del cuarto oscuro con una especie de alargador y volvió a mirarme fijamente mientras encajaba la bombilla- ¿Te gusta así?
- Sí, está bien
- Lo malo de estas bombillas es que tardan un poco en dar toda su luminosidad -dijo mirándome por encima de sus gafas
- Bueno, eso es algo que no me importa
- ¿Sí, verdad? Las cosas es mejor hacerlas con calma, sin prisas
- Sí
- Sí...porque luego pasa lo que pasa...-añadió como hablando del pintor de su retrato mientras contemplaba la cálida luz de mi bombilla- ¿entonces esta?
- Sí, creo que sí
- ¿Y por qué no miras otras?...Deja que te enseñe estas
- Claro

Sacó otras y fue probándolas en ese chisme, ahora un tanto enrollado en una de sus muñecas.

- ¿Qué te parecen?
- Bien
- ¿Mejores que la tuya?
- Hace mucho tiempo desde la última vez que la vi encendida. Ya no me acuerdo como era.

Nos miramos. Algunos rizos rubios serpenteaban su estrecha frente; los labios, muy rojos, dejaban ver unos dientes pequeños y muy blancos cuya lengua se fue hacia los ojos pintados de verde.

Llamaron a la puerta. Era una niña.

- Hola, mami

Llegué a casa y metí la bombilla en la lámpara de pie. No respondió. Entonces recordé que tenía roto el botón de encendido y que había que ponerle un peso para que luciera. Así lo hice y así pasó. Ya casi no me acordaba.


Sí, es cálida. Ya era hora.


Si desatiendes las cosas ellas también se desentienden de ti. Eso es todo.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

EL CABRÓN DEL SUPERORDENADOR

"Vivimos dentro de un superordenador" fue lo último que leí anoche en el teléfono, ya con los ojos doloridos. Me quedé igual que antes de leerlo y por fin apagué la luz. Sentí a la gata haciendo el acostumbrado paseíllo hasta la almohada y le hice hueco bajo las mantas cuando tuve el ahora inquietante ronroneo muy cerca de mis ojos. Pasó para dentro, me arañó y mordió como quien reza antes de acostarse y arrullándose junto a mi pecho nos quedamos dormidos un rato más tarde del que hubiésemos querido.

Vicente llegó al bar a eso de las nueve, como de costumbre. Dejó el hato de vendedor de cupones sobre la barra y tras los respectivos saludos y una vez adaptada su escasa visión al cambio de luminosidad pidió el habitual café con leche desnatada que tampoco hoy tenía.

- Me vas a matar, Kufisto -dijo
- Ya estás muerto -dije de camino a la cafetera, que es hablando de espaldas cuando sabes que andas con un amigo- Me extraña que no tengas el SIDA, o el ébola, o las vacas locas, o alguna mierda de esas
- Serás cabrón...

Vicente, aparte de un humor como pocos haya conocido, tiene de todo, hasta una "hija especial" de veinte años que ama más que nada en esta vida, incluso más que a su mujer y a sus otros dos hijos. También tuvo un bar que hubo de dejar cuando empezó a perder la visión que al final lo llevó a la ONCE, aunque todavía conserva la suficiente como para hacer buenas fotos, una de sus pasiones y una de las cuales me hizo sin darme cuenta y que es la que ahora llevo en el wasap por ser la única en la que me reconozco. Será que sólo me veo cuando no estoy mirando a la cámara.

Pagó con un cupón, vendió algún otro y ya recogiendo su kiosko portátil para irse al fijo se acercó al otro extremo de la barra donde ya andaba yo dejándome la vista leyendo cosas que me dejan igual que antes de haberlas leído.

- Kufisto...
- Quéee...
- WEEHH, WEEHH, WEHHH...coño -dijo haciéndome sonreír
- Venga, qué
- Mira qué gorrilla -dijo quitándose la suya para ponérsela- Me viene grande con lo cabezón que soy. A ver, pruébatela
- Que no, que ya me lo dijiste el otro día
- ¡Pruébatela, joder! ¿o te da asco?

Pues no me dan gusto las cosas de los otros, la verdad.

- ¡Venga, trae!

Me la calcé y me venía al pelo para el que va quedando. Me miré en el espejo de enfrente y me vi. Es increíble lo que hace dejar de verte medio calvo. Es increíble que uno que apenas ve sea quien mejor te ve.

- Me la quedo, venga, sí
- ¡Claro, hombre...adiós, Kufisto!


- Buenas noches -dijo Paco desde la puerta
- Buenas noches -dije yo
- ¿Donde me pongo?
- Donde te salga de los huevos. Estamos solos

Pegó un par de bastonazos y se colocó en mitad de la barra.

- ¿Qué pasa, Kufisto?
- La tierra es plana, el hombre no ha llegado jamás a la luna y todo esto no es más que la simulación de un superordenador
- Jujuju...
- ¿Qué quieres, torpedo?
- Un café con hielo, pimpín

Se lo bebió en cero coma y salimos a fumar, yo con mi gorrilla.

- Ha quedao buena mañana, ¿eh?
- Pues sí
- Con el frío que hacía a las siete...Pero tú, claro, señorito, cacho cabrón jubilao sin derecho a la vida, hoy te ha dao por aparecer a las once y media...
- Jujuju...Que he tenido que estar cuidando a mi papi, Kufisto, que se ha ido la mami a comprar...
- ...mientras otros nos dejamos los cuernos, el alma y hasta el santo espíritu que alguna vez, tiempo ha, anidó en nuestros corazones...
- ¿Has bebío?
- Un vino almorzando
- Ya decía yo
- Mientras otros nos dejamos la vida para que los arcontes que nos controlan desde las esferas superiores...
- Anda ya
- ...controlen firmes nuestros tristes destinos sin conmiseración alguna por el sufrimiento que causa el desconocido sentido de la existencia...
- Anda con Dios...
- ...para todos aquellos que no somos ni animales de granja ni animales salvajes. ¿Tú sabes que en matemáticas el cero es igual a infinito?
- ¿Pero qué estás diciendo?
- Yo...yo...yo soy tu padre
- ¡Anda ya!
- Jajaja
- Vamos para dentro, anda...
- Jajaja

- ¿Nos hacemos una foto? -le dije aún con la gorrilla puesta
- Nooo
- ¿Y por qué nooo?
- Porque nooo
- Anda ya

Le cogí por el hombro y alargué el brazo derecho con el móvil en la mano.

- ¿Pero tienes un palo de esos? -dijo él
- ¿Qué palo? -dije yo?
- Pues ese palo que tienen para hacerse las fotos
- ¡Qué voy a tener! No te muevas
- Que no quiero fotos, que no me gustan, que no salgo bien...
- Espera

La primera no salió más que su cabezón, pero a la segunda salió el de los dos. Yo fatal mirando a la cámara, pero con mi gorrilla, y él como es mirando a la barra que no puede ver.


- ¿Cuantas motos tenías tú? ¿cinco, seis? -le decía el siempre interesado arquitecto al viejales desconocido, pero evidentemente forrado de billetes, a cuenta de una divertida anécdota que estaba contando acerca de un leve accidente que había sufrido hacía poco tiempo
- Pues no sé, la verdad...Siete u ocho, creo -respondió
- ¿Y todas clásicas?
- No, hombre, tengo de todo

Eran tres. Luego se les unió otro de su clase pero pronto se fue para irse con los dos que estaba esperando, todo ello en un ambiente muy en el tono, educado aún en los tacos que soltaban de vez en cuando. Yo les ponía vinos y tapas y ellos hablaban de sus viajes o estancias en el siempre dorado extranjero, de tal o cual restaurante multi-estrellado o de la mejor manera de hacer testamento antes de solicitar la necesaria eutanasia que inevitablemente habrá de llegar ante la barbarie que supone tener a un ser humano vivo cuando lo mejor es la muerte, tanto para él como para los suyos, claro, tal y como decía don Escuderías de su suegro y las circunstancias que rodearon su muerte, bastante lamentables y suficientes como para no ser repetidas incluso siendo él el interfecto. Y entonces me acordé de mi padre y de sus años dorados, que fueron poco más o menos cuando los míos, y de como le oía responder al anuncio de cualquier grave enfermedad que para estar así era mejor estar muerto; y como muchos años después, cuando supuestamente era yo quien debía estar viviendo su edad de oro, cayó gravemente enfermo, y como a pesar de todo, del tratamiento, de los dolores, de la extrema debilidad, de la inacción casi total, quiso seguir viviendo hasta el último día de su vida, hasta que ya, parche de morfina en sangre, lo dejaron drogado en su último mediodía para evitar los terribles dolores que estaba sufriendo.

- Qué planta tiene -fue lo último que me dijo después de darnos un beso, al fin mirándome, todavía medio drogado, mi madre y su hermana junto a él, al despedirnos aquella noche en el hospital.


A última hora de la tarde llegó otro señor, uno que tiene una gran casa cercana a la humilde de mis padres. Suele venir por aquí. Una de las veces, no recuerdo por qué aunque sí que no estaba con su habitual compañero de vinos, hablamos de algo. Él había vivido, o estudiado, o veraneado en Austria, Suiza o Alemania. Yo reconocí los lugares e incluso algunas cosas de ellos aprendidas en los libros. Se sorprendió, lo vi en su cara. Después de todo yo no soy más que un camarero. Tiró el anzuelo por la política y cogí la presa sin hacerme daño ni hacérselo a él. Pude ver la emoción en su cara por lo inesperado de la situación; tanto que hubo como un conato de amistad.

Pero hoy, mientras él estaba centrado en leer el periódico, quizá esperando no estarlo, salí a fumar el medio pitillo apagado que tenía sobre el frigorífico de la cocina. Cogí la chupa y la gorrilla, me miré otra vez en el espejo de enfrente y salí a la calle.

El sol ya hacía rato que se había ido a hacer unos de los ceros. Lo de Paco había sido bueno pero no tanto como para quedarse con nosotros; además que Paco nunca lo permitiría: ni el sol es más ordenado que un ciego. Y si lo es, es porque es ciego.

Y entonces pasó de paso uno con un camión de reparto que no le cuesta mucho hacerlo de pasada cuando no le interesa. Pero me vio con la gorrilla y pegó un bocinazo haciéndome el saludo militar.

Reí. Entré al bar. El señor se fue tras pagar un tanto impaciente por mi tardanza. Recogí las cosas del mediodía como antes lo había hecho con las de la mañana. Poner y quitar. Poner y quitar.


Lo malo es cuando lo que quieres quitar está vivo, tiene frío y como se te ocurra dejarlo fuera no te deja dormir con sus gritos.

domingo, 10 de diciembre de 2017

EL PEQUEÑO ADRIÁN

- ¡Dame un vaso de agua, Kufisto! -gritó el pequeño demonio entrando en la barra como una exhalación
- Con cuidao, Adrián -dije acabando de tirar una caña
- Tienes camarero nuevo -dijo la mujer sonriendo
- Sí...Mira como estás -le dije al enano- Pareces un pollo, todo sudao, que te va a dar algo. Me vas a desgraciar el pobre futbolín -dije. Y viéndole me acordé de mi jugando al Comecocos con algún año más, pocos, de los que ahora tiene él.
- ¡Dame un vaso de agua, Kufisto!
- Voy, voy, voy...no toques nada
- ¡Grande!
- ¡Que no toques eso!
- ¿Qué es?
- Mierda
- ¿Qué?
- Basura
- ¿Basura?
- Sí, ahí se quedan las chapas de los refrescos. Toma tu vaso de agua y vete
- ¿Qué es una chapa?
- Lo que tapa la botella de los zumos
- Ahhh...-y se puso de puntillas con la intención de echarles mano, pero todavía es demasiado pequeño. Sólo tiene cuatro años- Dame una chapa, Kufisto.

Se la di.

- ¡Esta no, otra!

Le di otra.

- Dame otra más, Kufisto.
- Toma y tira, anda
- Dame otras dos. Quiero cuatro.

Se las di.

- ¡Y compártelas con tu hermano pequeño!
- Vaaale -dijo el pequeño torturador de hermanos aún más pequeños.

Lo conozco desde que nació. Es el primer hijo de una pareja amiga. Al principio era muy bueno y calmado, pero al echar a andar se transformó en un ciclón. Y cuando le dio por hablar pasó a huracán. Poco después nació su hermanito, un niño que ya anda y empieza a hablar intentando hacer lo que hace el mayor, aunque siempre con la suelta espada de Damocles colgando del ligero puño de Adrián. Rara es la mañana en la que no lo hace llorar siete veces. Luego llora él alguna cuando su muy civilizado padre pierde la calma. Desde que lo es de dos se le ha puesto cara de Michael Douglas yendo al trabajo en mitad de un atasco.

Adrián llega y pasa corriendo a la barra para meterse en la cocina.

- ¡Hola, Kufisto!
- ¡Hola, Adrián!

Y se va directo adonde tengo los frutos secos y las gominolas.

- ¡Quiero frutos secos! -dice esperando que vaya a dárselos. Entonces cojo una tacilla de café, la meto en el bol y se la doy- ¿Y las gominolas? hay muy poquitas -dice hurgando. Y tengo que cogerle cuatro o cinco chuches más de las que la suerte le había echado

- Gracias -responde desde hace algún tiempo. Luego se le olvida en el fragor de su batalla. Todavía es tan pequeño que no recordará nada de todo esto.

Acto seguido llega su hermanito y me mira. "¡Ah!" dice señalando con su dedito lo mismo que su hermano ya pide por su nombre. "Toma" Y me mira muy serio con esos grandes ojos tan brillantes. "Ten cuidao" le digo al verlo coger la tacita con sus pequeñas manos. Y así, mirando a su tesoro y dando pasos aún más cortos se va obediente con sus padres.

Durante unos minutos que siempre se hacen pocos están sentaditos en los taburetes de la gran mesa central, aunque decir sentados sea decir demasiado en el caso del inquieto Adrián. A veces me salgo con ellos. Llegan temprano y apenas hay nadie en el bar. Los mayores hablamos de algo y los peques van comiendo alegremente, como si cada bocado de aquello estuviera tan bueno como nosotros ya no podemos recordar. Da gusto ver como lo hacen, escogiéndolos con sumo cuidado y mirándolos antes de llevarlos a sus bocas. El más pequeño, muy bien sentadito y protegido por los brazos de su padre, mira alguna que otra vez a su hermano el contorsionista. Y este lo ignora y si encuentra algo que le gusta mucho se lo dice a su mami con una gran sonrisa de felicidad correspondida.

Pero el café seco no dura para siempre. Y ahí abajo hay todo un mundo seguro y ya conocido para jugar.

Como la Mesa Grande con una Tabla en medio y otra debajo por las que reptar peleando por la posición conquistada. O las sillas de la suerte de Kufisto, tan derroidas que algunas tienen el asiento suelto y es una risa cuando se caen y te pones a saltar sobre ellos. O la persiana del ventanal y sus tiras que tapan la luz del sol si les das la vuelta. O la cortina metálica de la puerta del bar de Kufisto que es un gustazo coger sus hilos entre tus brazos, echarte para atrás y soltarlos para que hagan ruido. O el futbolín, que es todavía mejor cuando no hay que estar pendiente de una pelota y puedes dedicarte a darle vueltas con todas tus fuerzas a los palos que sujetan a los monigotes hasta ir tan rápidos que hacen mucha risa. O la barra abierta de Kufisto, que puedes entrar a ella cuando quieras y ver todo lo que hay dentro, que es estupendo aunque te regañe...

Eran las dos del mediodía cuando Adrián se puso a jugar con un globo rojo entre la barra y el salón. Le daba manotazos y el globo subía hacia arriba. Adrián no lo perdía de vista y en cuanto lo tenía al alcance le daba otro bien fuerte. A veces lo hacía en el lugar correcto y el globo subía aún más ante su excitación, tanta que el siguiente solía ser un mal golpe. Al rato se cansó del globo, lo dejó por ahí y poco antes de irse alguien lo explotó. Y aparte del susto general no se oyeron lloros.


- ¿Le has dicho adiós a Kufisto, Adrián? -dijo su madre


Vino corriendo a la barra, sudando como un pollo que hubiera estado jugando al Comecocos en el bar de sus papas.


- ¡Adiós, Kufisto!
- Adiós, Adrián


Y le di cuatro carrizos de los gordos.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

DICIEMBRE

- Probablemente ya te lo haya dicho...-dijo, solemne, el viejo

Hizo una pausa para dejar la caña y el platillo vacíos sobre la barra. Nos miramos y un tanto estupefacto al ver que se dignaba a dirigirse a mi para algo más que pedir su consumición pensé que iba a dictar la por otra parte habitual sentencia favorable que recibo en estos casos.

- ...y si no te lo he dicho lo repito: colecciono monedas antiguas, billetes, todo aquello relacionado con la numismática...

Bien. Fue algo así como abrir un folleto del DIA y ver los planos de un submarino japonés. No supe qué cara poner ni casi qué decir

- Ya...entiendo, entiendo...
- Tan sólo quiero decirte que si conoces a alguien interesado en su venta -continuó- hagas el favor de comunicármelo
- Claro -respondí-, claro...No se preocupe.
- Magnífico. Adiós.

Y se marchó andando de esa manera que anda, como si a cinco metros hubiera una sonriente y distinguida señora esperándole para bailar un bolero. Claro que hoy, por primera vez en los años que le conozco, no había nadie con él: ni mujer, ni hija, ni yerno, ni nietos. De entrada fue a sentarse en la única mesa que claramente estaba ocupada, aunque en ese momento sus inquilinos estaban en la tragaperras entreteniendo a su pequeña con los simpáticos monstruos que animan al personal a jugarse los cuartos y aún mejor los enteros. El viejo dejó el sombrero y el abrigo sobre la bancada y quizá viendo ya de cerca los vasos medio llenos se trasladó a la gran mesa de pie del salón donde suelen ponerse cuando vienen todos juntos, pero al final acabó por sentarse en un taburete frente al ventanal. Y allí se quedó un buen rato con su caña y sus patatas con chorizo picantón, mirando a través del cristal, en el silencio que acostumbra, no roto en el día de hoy por los demonios de sus nietos extrañamente ausentes y ya a esa hora y visto lo visto hasta echados de menos por mi.

La mañana ya estaba más vencida y acabada que un día de la Constitución en el medio-oeste de África cuando por sorpresa llegó un viejo amigo que vino a esperar a otro suyo. Charlamos un rato de sus negocios, de sus cosas, siempre divertidas, aún las dolorosas, y pasó un buen rato hasta la llegada del tercer hombre. Salimos a fumar y se nos unieron las dos que quedaban dentro excepto el negro y la niña de una de ellas, una amiga de ambos. Hablamos del frío y de las facturas de gas, de lo mal aislados que están los pisos nuevos y de los remedios caseros para reducir el consumo. Todos habíamos leído algo en algún sitio y ninguno había hecho nada. Pero al menos daba para reírse un rato.

En esas estábamos cuando Rodrigo llegó y tras los saludos pasamos para adentro. Los otros cuatro pagaron, se fueron y ya solos cogí el medio conejo que mi madre había cocinado para mi y lo saqué para compartirlo con los dos. Mi amigo dijo que ni de coña por hartas razones de infancia y el otro no le hizo ascos en cuanto le dio el primer bocado. Es curioso, pero todos estos que tienen tanta pasta y están tan hartos de lo mejor de lo mejor es probar una cosa casera, de madre, y comen que se le caen las lágrimas. Recuerdo a uno, un tragaperrero forrado de billetes, el típico mafioso del negocio, que una vez nos lo llevamos a casa de la abuela y sólo le faltó ungirle los pies tras probar su guiso. A cambio y un par de días después nos trajo unas docenas de huevos de sus gallinas como no he probado en mi vida. "Ni a mis máquinas cuido tanto como a mis gallinas" decía. Doy fe. 

Esta clase de tíos, los tíos de dinero, si tienen una cosa en común es su apetito por las mujeres: consiguen dinero para tener las mejores mujeres. Y hacen lo que haga falta no por el dinero, sino por ellas. Luego, claro, estarán los psicópatas del dinero, por supuesto; pero esto es más un signo de impotencia que de otra cosa.

Recuerdo un mediodía de no hace mucho. Yo estaba ahí, tras la barra, y Rodrigo llegó con sus dos hijas pequeñas. Las niñas, muy formales y bien educadas, se sentaron en una mesa con sus trinaranjus y sus chucherías. Rodrigo se quedó en la barra, junto al grifo, con su cerveza y el móvil, a su aire, ensimismado. De vez en cuando alguna de sus hijas se le acercaba para decirle algo en voz baja y él les respondía casi que sin mirarlas, aunque cariñosamente. Y en eso que una de las veces que estaba echando cerveza del grifo pensé en darle un discreto vistazo a aquello que Rodrigo estaba mirando en su móvil con tanta atención. Y ya en el pilón, enjuagando los vasos que el bendito lavavajillas limpiaría, alcé la vista hacia mi derecha para ver lo que él estaba viendo. Tal vez fuesen conversaciones de wasap, o documentación de los negocios, o el índice de la Bolsa de Madrid, o...tías en bolas. Media hora llevaba así. Media.

Nos comimos el conejo ante la incredulidad de mi amigo.

- Me miras como si no te lo creyeras -le dijo Rodrigo a mi amigo- ¡con lo tiquismiquis que soy con la comida! Pero está bueno. Está cojonudo. Felicita a tu madre, Kufisto
- Lo hago casi todos los días, Rodrigo.

Se fueron y otro decepcionante turno de mañana, casi escatológico, llegaba a su fin cuando apareció una pareja de gilipollas. Difícilmente puedo describir a alguien tan tonto, así que no lo haré. Después llegaron otros dos casi más estúpidos que ellos, pero yo ya estaba a punto de irme.

En esas andaba cuando el más imbécil y borracho de todos preguntó en voz alta:

- ¡Kufisto! ¿qué se piensa detrás de la barra de los que estamos fuera de ella?

Y justo en ese momento llegaron más refuerzos al grupo. Estaban abrazándose como si fueran a desaparecer cuando llegó mi hermano.


Salí a la calle. El sol estaba en las cuatro y pico de un día de diciembre. Una hora, quizá hora y cuarto, no más.


Poca luz para tanta sombra.

lunes, 4 de diciembre de 2017

EL CASO DE LA FOTOGRAFÍA OLVIDADA

- Está negativa -ha dicho el recaudador de la tragaperras
- Estupendo -he respondido mirando el huevo duro que estaba pelando.

Otra semana sin pillar ni un euro. El tragaperrero me ha dado los tres de propina que se lleva la mujer de la limpieza no sin dejar constancia de ellos en el ticket informatizado que deja por recibo y se ha ido a seguir recaudando por ahí. O a intentarlo.

- Me voy, Dominga. Cierra -le he dicho a la mujer
- Adiós, Kufisto

"Se jodieron las zapatillas nuevas" me he dicho arrancando el coche. Llevo un par de semanas con síntomas de necesitarlas pero no tengo dinero para comprarlas. Hoy contaba con el de la máquina pero no ha podido ser. El viernes pasado por la tarde un viejo se llevó unos seiscientos euros y la dejó seca. Los tiempos en los que las tragaperras pagaban coches y carreras universitarias llegaron a su fin hace mucho. Ahora apenas alcanza para comprarse unas Nike.

Conduje hasta mi casa pensando en la ruina que tengo encima. Con calma, pero pensando en ello. No tengo dinero. La verdad es que nunca me ha interesado demasiado. Quizá por eso no lo tengo. Si no deseas algo con fuerza no llega, dicen . Y si lo deseas, tampoco. A veces me deprime la situación. Suele pasar el día después de haber bebido para escribir. Llego el bar y me pregunto si merece la pena seguir con él. ¿Qué clase de negocio es este en el que vives esclavizado para pagar la vida de otros y ya, si eso, la tuya? Luego es habitual que ese día negro salga algo mejor, como si el Titiritero se dijera: "Eh, que este está en las últimas. Vamos a darle un poco de cuerda" Y entonces te animas un tanto y por un rato olvidas que sigues con la soga al cuello, más o menos como lo has estado durante toda la vida. Que sea una línea continua o un círculo no lo sé ni me importa demasiado; lo que sí tengo cada vez más claro es que las cartas se echan al principio y que más te vale estar atento cuando comienza el juego porque después ya dará igual.

El sábado por la mañana, el día después en el que aquel viejo se llevó el dinero que tanta falta nos hace, vino un viejo amigo a tomar un café. No sé como pero acabó enseñándome una foto en su móvil de cuando jugábamos juntos al fútbol con el resto de compañeros. Calculando la edad en la que una cruel enfermedad hizo presa de uno de ellos nos dimos cuenta de que por entonces tendríamos unos 20 años. La mayoría de los que aparecíamos tan sonrientes habíamos ido al mismo colegio desde pequeños. Luego, en la adolescencia, algunos tiramos por otro lado y otros siguieron por el suyo. Y al cabo de unos años volvimos a reunirnos para montar un equipo de fútbol. Se nos dio bien, pero esto es algo que ya carece de importancia. Lo que sí me di cuenta es que viendo las conocidas caras de todos aquellos chavales que fuimos uno veía claro como le iba a ir la vida a cada uno de nosotros. Sí, a posteriori es algo que parece fácil, pero es después de que pasen las cosas cuando te das cuenta de que no podían haber pasado de otra manera, salvo imprevistos como la citada enfermedad. Y a veces, si miras bien, hasta estas son previsibles aún siendo inmerecidas.

No le dije nada a mi amigo pero todo esto lo vi en un segundo. Tanto lo suyo, como lo mío, como lo de los demás. Todo me pareció tan claro que ni me sorprendió. Estuve tentado en pedirle que me la pasara por wasap, pero al final no lo hice. No soy de fotos, nunca me gustaron. Apenas tengo memoria de todo aquello. Él me hablaba de cosas que yo había olvidado y otras que directamente no podía recordar. El pasado es para mi una cosa tan lejana que llega a parecer extraña, como si toda mi vida fuera una huida hacia delante, una escapada hacia algún sitio que siempre he sabido donde está pero no puedo alcanzar.

Apenas eran las nueve cuando he vuelto a casa. El sol todavía no podía ni con los edificios más pequeños y el frío que había dejado la larga noche helada era mayor en ese momento, como si los efectos de las cosas lograran su apogeo al irse. Cogí a la gata y la metí en el porta. Guardé su cagadero en una bolsa grande de basura, pillé una latilla de su comida, bajé por el coche y fui a la casa de mi madre para dejársela hasta después de la comida familiar de los lunes. Al llegar me di cuenta de que había olvidado la llave del cerrojo y tuve que llamar, despertándola y haciéndola bajar las escaleras.

- ¿Quien?
- Yo

Abrió y era tanto el frío que ni nos besamos. Subimos hablando de algo y ya en la cocina abrí la puerta de la jaula de la gata. Saqué el sucio cagadero de la bolsa y dejé la latilla sobre la mesa. Mi madre empezó a decirle cosas cariñosas a la gatita mientras esta comenzaba el que ya va siendo habitual reconocimiento semanal del territorio, obviando todo lo demás. Lo primero es lo primero. Por mucho que te sonrían hay que saber donde te juegas los cuartos aunque no sea la primera vez. La última siempre está más cerca de lo que uno cree. Las cosas pueden haber sido cambiadas de lugar durante tu ausencia y todo cuenta cuando todavía estás aprendiendo. Ya habrá tiempo para confiarse. Más o menos hasta que seas tú el que ponga la baraja, la casa y un fiel y tonto perrazo que guarde tu puerta a cambio de algo de cariño y un poco de alimento.

Besé a mi madre y salí a la calle. El frío era tan atroz que hasta me saludó uno que evita saludarme. El daño en la planta del pie se manifestó en la rodilla, que también es así como pasan las cosas en el cuerpo. Causa y efecto siempre están separados por una cierta distancia en el tiempo que hace al espacio. De ahí lo de ver bien y tener buena memoria.


El resto es una mera cuestión de datos, fotografías y alguna radiografía que haga de sexto sentido para los casos que siempre intuimos pero no pudimos ver.






viernes, 1 de diciembre de 2017

EL PRIMERO DE DICIEMBRE

Son las seis y media del primer día de diciembre y ya es de noche. Hace frío. Acabo de encender la calefacción tras apagar el brasero del sofá. La gata está jugando con unos auriculares que até al pomo de la puerta del salón hace unas semanas. En el suelo tiene un par de cajas vacías, un pequeño cesto de mimbre y unos cuantos tapones de garrafas de agua y botellas de whisky que voy renovando conforme los pierde bajo el sofá. Pero ahora mismo anda obcecada con los auriculares, ansiosa por arrancarlos de su cable: corre, salta, muerde, araña, se va y vuelve otra vez. A veces es tal su ansia que se estrella contra la puerta. Entonces exhala fuerte, agita la cabeza, se queda mirando su presa y echa una carrera hacia la puerta de entrada para pensárselo mejor en la oscuridad donde nadie la ve. Y enseguida vuelve a la caza. Creo que esta noche lo conseguirá antes de que nos vayamos a dormir.

Ayer fuimos al veterinario por su cuarta vacuna. Llegamos y la recepcionista, una chica joven que no conocíamos, estaba hablando por teléfono de un asunto particular. Acabó dando su nombre y sin siquiera mirarnos preguntó. Yo le dije por qué estábamos allí y nos envió a una habitación contigua después de consultar con su ordenador. Era diminuta, de unos 5 metros cuadrados. Había una mesa metálica a un lado, una papelera debajo y otra mesa en el fondo con un ordenador y algunos botes medicinales. Los azulejos eran de vivos colores, como de guardería. Coloqué el porta sobre la mesa de operaciones y abrí la reja. La gata se lo pensó hasta que salió. Después olisqueó con sumo cuidado y poco a poco fue mirando todo lo demás. Saltó a la otra mesa para reconocerla de la misma manera. Y ya conforme dio otro salto hacia el suelo. Por allí andaba cuando Brutus, el perro de un chico joven, entró en escena. No lo vimos, pero ella puso las orejas tiesas y yo cerré la puerta. Luego Brutus cruzó el pasillo con su amo hacia la sala de espera y ella me miró y la subí a la mesa.

Al rato llegó la chica de la última vez, una treintañera un tanto ajada, alta y muy delgada, de manos grandes y huesudas, enrojecidas y llenas de pequeños arañazos. De mirada grande, oscura y triste, nariz prominente y boca pequeña y descolorida, con profunda voz nos dijo lo que iba a hacer mientras alababa la belleza de mi gatita. Entonces recordé que al coger la tarjeta veterinaria había visto que la catalogaban como macho cuando me habían dicho que era hembra. Se lo dije con la esperanza de que así fuera. Ella dijo que a veces se equivocan cuando son tan jóvenes como la mía, pero la cogió para verle el culo y con mi ayuda acabó por certificar que sí, que era hembra. Miró en el ordenador, vio el error y dijo que pronto sería corregido. Sacó la vacuna, agarré a la gata contra la mesa, la veterinaria le puso el jeringazo allí donde estos magníficos animales no llegan a lamerse, la gatita aulló como las otras veces pero esta no alcanzó a arañarme. Y Berenice puso otro sello en la jodida tarjeta y me preguntó si la habían desparasitado más veces tras la primera, hace un par de meses. Dije que no y respondió que había que darle una pastilla. También me habló de la próxima esterilización, inevitable en mi caso, y de un microchip, cosa que terminó de abrumarme. Cogí a la gata y de no muy buena gana entró en su jaula. Volvimos a recepción y ya estaba la chica habitual, la gobernanta, una que aún no siendo vieja tiene facciones de bruja pero al menos te mira a los ojos cuando te habla. Berenice le dijo que me diera una pastilla y no sé si fui yo o ella la que habló de esterilización, pero fraü Brugger cogió el envite, sacó un libraco y enseguida me explicó los precios del proceso: "Esterilización, tanto; anti-inflamatorio, tanto; nosequé, tanto; microchip, tanto"

- ¿Pero el microchip es necesario? -dije- Yo vivo en un piso y no sale de ahí
- Ya, pero es obligatorio...aunque no mucho -terminó por decir viendo mi cara de terror.

Pagué la vacuna y la pastilla y nos fuimos de allí. Paré a comprar tabaco y el cabrón del estanquero casi se me puso a llorar sobre el hombro a cuenta de lo mal que decía le iban las cosas. Pensé que si estuviera como yo, haría tiempo que se habría volado los sesos con uno de esos escopetones que usa para matar animales en sus cacerías privadas. Alucinado por toda la secuencia vivida llegué a casa con la gata maullando en el asiento de al lado.

"Doscientos cincuenta euros...doscientos cincuenta euros...-me decía mientras se abría la puerta de la cochera- ¿de donde saco yo doscientos cincuenta euros para febrero? ¡Y eso sin microchip! Oh, Señor, en qué hora rescataría de la calle a esta puta gata..."

Subimos en el ascensor. Ella maullando y yo pensando en que iba a darme el palizón navideño de todos los años para pagarle su operación. Y eso con suerte. Suerte II, se llama la puta, que no me compliqué cuando me pidieron un nombre que nunca utilizo para registrarlo. Mi primer gato se llamaba oficialmente Suerte, aunque pocas veces lo llamaba así. Cincuenta pavos me costó castrarlo. Y no recuerdo tantas vacunas ni tantas mierdas. Era mucho menos jodeor, le gustaba estar a su aire, no necesitaba estar conmigo constantemente, ni dormir en mi habitación nada más que algunas noches de invierno. Era un gato duro, digno, naranja como el sol, de ojos como la buena miel y una pequeña mancha al pie de su blanca patita derecha...¡Ah, Suerte, Suerte...cuanto te echo de menos, Godofredo! 

Esta ya tuvo que dormir conmigo la primera noche. Bueno, era normal; la había recogido de la calle esa misma tarde y tal, toda asustada, yo no sabía si era hembra o macho o fluida, sólo que estaba acojonada y no dejaba de entrar al maldito bar por más veces que la echara a la calle. En fin...que las noches que siguieron no hubo manera de dejarla fuera de la habitación: tenía que dormir conmigo o allí no dormía ni Dios. Y bastante tengo ya con los vecinos.

Ahora, con el frío y mi obligado control de la calefacción que hoy acabo de estrenar, se mete hasta entre las mantas que le abro para que deje de darme el coñazo sobre mis hombros. Le hago un hueco y entra disparada. Se acurruca en mi estómago y allí se queda, sin moverse hasta que lo haga yo cuando no me queda más remedio, que no hay cosa peor que molestar a un gato cuando duerme. De vez en cuando estira su garra encogida y acaricia la mano que no agarra la almohada, como asegurándose de que estoy ahí, de que no me he ido, de que ya no hay Brutus por los que preocuparse salvo alguna que otra salida imprevista y no demasiado terrible...

Después nos despertamos, me ducho y mientras intento ponerme los calcetines para irme a trabajar y ganar dinero con el que mantenerla me muerde los pies desesperada hasta que el golpe es demasiado fuerte para los dos.


Es viernes, primero de diciembre. Hoy empiezan las cenas de empresa. La gente que no suele beber no sabe como hacerlo. Pero lo hacen. ¿Hay alguna otra forma de estar en público cuando ya sólo quieres estar en privado? La hay, sólo que no tienes que jugar.


Acabo de bajar a un recado. La gata está dándole duro a lo que queda de uno de los sofás. Son ya trece los años y dos los gatos que han soportado. Ayer tuve que ponerme un par de cojines para ver a Sherlock Holmes sin que las costillas me mordieran. Tardo un poco en darme cuenta de las cosas. Pero al final, cuando menos se espera, lo hago.


El recado está al alcance de mi mano y Dalila empieza a olerme los pies antes de atacarme por cualquier flanco: objetivo, la mesa y todo lo que hay en ella. Es la única zona del piso, del mundo, que no le dejo monitorear a su libre instinto. Pero Ginger crece a pasos agigantados. Ya casi tengo que ponerme prismáticos cuando me siento en el sofá para ver a Sherlock. Suerte I pasaba de todo mientras yo veía El Resplandor.


Primero de Diciembre. Pronto llegará la Navidad. El Hijo de Dios nació de una Virgen y nos perdonó con su muerte. Un tío noble. Un tío valiente. Un tío que sabía como beber. Un tío que algún día me enseñará donde me equivoqué.


- Mira, Kufisto, aquí fue


- ¡Ah, sí...!