viernes, 31 de diciembre de 2021

LOS OJOS DE LOS OTROS

 Acabo de poner una lavadora. No he bebido en todo el día. Tal vez sea por el chico de esta mañana.

Entró al bar con la mascarilla puesta y sin quitársela pidió un White Label con naranja. Todavía no era la una del mediodía, no lo conocía y estuve a punto de decirle que no, que no servía copas hasta la tarde, pero vi su mirada y se la puse. 

Había poca gente, apenas un par de clientes en la barra y otro en el salón; el chico estaba ahí varado, junto a la puerta. Bebía rápido y mirando de reojo, como uno que está descolocado. Pasó al water después de echar un vistazo al bar. Pronto pidió el segundo, como en un susurro. Estaba claro que no era el primer bar del día para él. El vaso vacío y la fanta a medias.

Iba limpio, era alto, rubio, la barba cuidada y de mirada clara aunque ya acuosa. Pidió un tercero con el zumo todavía entero. "Sólo el whisky" Preguntó cuanto debía, se lo dije, sacó la cartilla del banco y de ella extrajo uno de los billetes. Se fue poco después. No habían pasado ni quince minutos desde su llegada.

Poco antes de irme, a eso de las tres y media, oí a dos clientes hablar de una amiga mía. Hace unos días, puede que diez, por circunstancias que no vienen al caso, sufrió una crisis de ansiedad en un bar y se lió parda. Tuvo que ir hasta la policía. Es una mujer admirable en muchos aspectos, pero está medicada y el alcohol en exceso no le sienta bien. Entendí porqué sólo la he visto una mañana desde entonces. Ella me contó algo de lo que le pasaba en el breve rato que estuvo conmigo. La vi regular, con miedo. Anoche me envió una canción de amor por wasap. No respondí.


También yo las he liado pardas, incluso en días como hoy o el de hace una semana. Muchas veces. Habré sido comidilla popular como para alimentar a una bandera legionaria durante un año. Pero yo no las oía, aunque luego sí veía las miradas y algún que otro difuso fotograma en mi cabeza que no intentaba retener.

Esta tarde he llegado a casa pensando sólo ligeramente en escribir algo, pero enseguida me he puesto a hacer ejercicio; luego una ducha, un afeitado y ya casi eran las seis. Todavía faltaban dos horas para regresar al bar, limpiar, recolocar, cerrar e ir a cenar con la familia. 

Puse una lavadora y recogí la ropa tendida. Un cuarto de hora menos. ¿Escribo algo?

Miré en el armarito y vi lo que esperaba: no había whisky. Lo terminé el 26. 


Son las siete y media y acabo de oír el final del programa de la lavadora. Voy a tenderla y ya casi será la hora. 


Me abriré una cerveza en cuanto llegue al bar. Los últimos clientes que queden estarán borrachos y sentimentales. Tres cervezas como mucho, no más. Ni una copa.


Y a cenar con la familia.

domingo, 26 de diciembre de 2021

NUBES EN EL CIELO

 Llueve ahí afuera. No recuerdo como llegué hace tres días hasta aquí. ¿Acaso fue por recomendación de La Página? No lo sé, ¿pero hay alguna otra explicación más verosímil? Ella conoce mis gustos, está claro; a veces me sugiere opciones extrañas; o, ahora que lo pienso, tal vez no sean tan extrañas, sólo que no me doy cuenta. Ella me conoce mejor, me recuerda mejor. Ella no olvida nada.

Un tío está jugando un juego de ordenador. Es una aventura gráfica, un juego de puzzles a resolver. No puedes morir, nadie va a matarte. Pero los puzzles son tan complicados, contienen tantas sutilezas, que ni aunque dedicara a ello el resto de mi vida sería capaz de resolverlos. Abandonaría. Me quedaría varado en algún puzzle, en bucle, una y otra vez. Fumaría, bebería y probaría otra vez sin resultado. Pasado el tiempo y casi a la fuerza avanzaría hasta el siguiente. Y la historia se repetiría. Pero el juego es largo, demasiado largo, y yo tengo que hacer otras cosas para seguir teniendo acceso a la partida que otro jugó hace diez años. Uno que dirigió hasta el final al muñeco que otros crearon. Unos creadores que hubieron de atenerse a unos parámetros dados antes de crearlo. 

Sigue lloviendo. Una lluvia muy fina, una de esas lluvias que sólo fijándote mucho la ves si estás bajo techo. Ni los charcos son garantía. Tienes que abrir la ventana y sacar la mano para asegurarte de que está lloviendo. No basta con los ojos, no es suficiente. Tienes que sentirla en tu carne.

Ahora lo recuerdo, sí...La Página tenía un motivo. Días atrás, ¿un par de semanas?, de pura nostalgia, miré por el juego del Necronomicón. De hecho llegué a escribir algo. Si buscara cuando, La Página me diría el día y la hora exacta. Cuando era chico y miraba aquellos grandes libros del Universo fantaseaba con una máquina que contestara con total exactitud a cualquier pregunta que le hiciera. Ahora me aturde.

Nubes en el cielo cuando esta mañana llegué al bar. Un cielo todavía a medio despertar, otro cielo sin sol. Desde el coche vi como el ciego subía calle arriba. Aparqué, entré al bar y cerré la puerta. No abrí al sentirlo tras ella. 

- ¿A qué hora has abierto, Kufisto? -preguntó una más tarde.
- A las ocho y cuarto.
- Joder, pues casi cuando he llegado antes.

 Es un puzzle llevadero. Lo has hecho muchas veces y en bastantes peores condiciones. Los progresos son imperceptibles pero del cansancio también se crea. Sólo hay que poner esto aquí, esto allí y abrir la puerta. Nueve horas después puedes regresar a casa para ver como otro juega su partida.


Llueve. Bueno, supongo que llueve. Bajé las persianas al llegar y no voy a levantarlas para sacar la mano y comprobar si sigue lloviendo.





viernes, 24 de diciembre de 2021

EL HOMBRE DE LAS BOLSAS

Esta vez, la cuarta, el hombre de las bolsas que viene los viernes adelantó un día su visita al bar. Tomó asiento en la barra, como siempre, junto al círculo que da entrada a la misma y donde yo suelo sentarme a esperar. No se sienta de frente sino de medio lado, como uno que no quiere incomodar con su presencia. Pero ayer no estaba mi amiga e hizo igual.

Tendrá unos cincuenta años, bajo de estatura, con un cierto sobrepeso, vestido de cualquier manera, barba corta y descuidada, pálido, de pelo ralo y gafas demasiado grandes. A veces mira el teléfono pero por poco tiempo; pasa el rato mirando el tercio, en silencio, ajeno a todo. Luego pide otro y un poco más tarde el tercero y último. En este sale a fumar un cigarrillo. Paga dejando una propina y se va.

Estábamos solos en la barra; yo mirando el teléfono y él su tercio. Eran las tres de la tarde y apenas había una cuadrilla de habituales en el salón a punto de irse a comer. Pensé que estaría bien invitarle a una cerveza después que pagara.

- ¿Quieres una cerveza? -le dije mientras él sacaba el dinero.
- Eh, no, no...-contestó sorprendido.

Tres cervezas. Tres. Ni una más. 


Dejó un euro de bote y se fue como siempre, con sus bolsas, en el día que está para hacer hueco entre la lotería de Navidad y la Nochebuena.





domingo, 19 de diciembre de 2021

FUERA DE CONTROL

 Entraron al bar y pidieron dos copas. Enseguida, por el oído, vi que iban puestos. A estas alturas uno no habla de esa manera sin haberse metido cocaína. Uno de los nuestros, se entiende. Cogieron las copas y se fueron al ventanal. Eran las tres y cuarto de la tarde. La madura pareja de progres con la que había estado hablando de alcoholes durante los últimos quince minutos se marchó poco después tras apurar sus copas de vino. Él empezó con ello al mostrar interés por una de las botellas que tengo en el mueble expositor, un coñac, un brandy superior; de ahí había derivado hacia todo lo demás, bastante previsible para un profesional. Ella es maestra (me he enterado hoy al oírla hablar con otra clienta de su mismo gremio) y no le queda mucho para jubilarse; él está en Cultura, creo, y por otra conversación de barra con un amigo que no tuve más remedio que oír sé que ha publicado algún que otro libro de poemas. Por cierto que fue a este y en esa misma ocasión a quien le oí hablar de Thomas Mann y su Montaña Mágica en términos laudatorios, cosa que fue casi un shock para mi pues por entonces andaba colgado de ella. Sentí ganas de entrar en la conversación pero me contuve. Yo era el camarero y un camarero no está para entrar en charlas ajenas. Esto es así y así me lo enseñaron desde pequeño.

Uno de aquellos dos, un viejo y buen amigo, hablaba por teléfono casi a gritos conminando a su interlocutor para que viniera. Llegaron poco después, también conocidos míos. Venían de trabajar y estaban frescos. Pidieron dos copas y se fueron con ellos. Terminé de recoger y me senté en un taburete a esperar el cercano cambio de turno.

Mi viejo amigo llevaba la voz cantante. Se le nota un montón cuando se pone. No es que de ordinario sea un tipo callado no, sino que no lo hace con esa pasión. Hablaba de sentimientos y enfermedades ajenas, de amados muertos a los que en vida nunca les dijo lo que sentía por ellos, de amigas todavía jóvenes y sin embargo próximas a desaparecer del juego por lo mismo, de la puta mierda que es la vida. Uno de los recién llegados corroboraba lo dicho en la figura de su padre y en el diferente cuidado que le diera el hermano mayor con el que aún hoy sigue sin hablarse. De ahí el asunto pasó a recientes historias de violencia, de capullos capataces en sus brutales trabajos, de idiotas madrileños que te miran de arriba a abajo como si ser manchego fuese una deshonra, hablándote como si fueras un negro hasta que te acercas a ellos y les voceas que una vez más y le arrancas la nuez de un bocado. 

En esas andaban cuando salí a calzar la puerta para que corriera el aire.

Pero allí había un tío en chancletas vestido de hospital. Lo vi de refilón mientras ajustaba el zoquete de madera en el quicio de la puerta pero sí, era un chico joven vestido con la ropa de paciente. Y entró detrás de mi y vino a la barra, justo tras el grifo de cerveza.

Lo primero que balbució fue que se había escapado del hospital y que necesitaba dinero para comprar tabaco y tomarse una copa. Yo lo miré, vi que no estaba nada bien y suavemente le dije que no mientras me iba a la cocina para coger la escoba con la que barrer los últimos restos de basura que había visto al salir de la barra para calzar la puerta. Y entonces el chico, ofuscado, le dio un manotazo al grifo yéndose hacia la puerta y la cerveza empezó a correr. Sin decir ni media palabra ni mirarle lo cerré y salí a barrer con él todavía mirándome desafiante. Se fue. Menos mal que no se habían dado cuenta los de dentro.

Los dos últimos en venir se fueron tras beberse el último trago en la calle mientras fumaban. Y entonces los dos primeros volvieron a entrar.

- ¿Qué, Kufisto, nos pones dos copas de Navidad por una puta vez? ¡Ya está bien, no!

Bueno, sólo se habían tomado una pero qué más da; las puse, me eché una cerveza y salieron a relucir los viejos tiempos, las viejas historias, los viejos colocones, lo viejo todo: éramos tres solteros cuarentones hablando de cosas que pasaron décadas atrás. Me eché otra cerveza.


- Vámonos por ahí, Kufisto -dijo cuando mi hermano llegó para relevarme.
- No, tío. Tengo que hacer cosas...
- ¡Venga, no jodas, qué tienes que hacer un puto domingo!
- Poner lavadoras, limpiar...

"Una más y la cago"


Empezamos demasiado pronto, ese fue el primer error, pero gracias a las consecuencias que iban trayendo llegaron los intervalos en los que durante meses me recluía en casa a leer libros y ver películas. Y de la tara nació el peso. Tan sólo cuando muchos años después me quedé solo recaí con toda la fuerza que seguía esperándome tras la esquina. Y entonces, ya muy cerca de no rebotar en el suelo, empecé a escribir.


Los caballos ganadores se ven en la línea de salida, sí...Pero la carrera es larga y al final todo consiste en llegar a la línea de meta antes del fuera de control.


Y ahora, a mis años, después de tantas historias, tengo la impresión de que tampoco es eso.







viernes, 17 de diciembre de 2021

Y ME ACUERDO DE TODO

 "Necronomicón, el Alba de las Tinieblas" para Playstation2; una demo de tres horas y media en Youtube. 

La he visto en otras ocasiones. Te sientas en el sillón frente al ordenador con las piernas extendidas sobre una silla, te echas una manta y dejas pasar la tarde. 

Compré el juego junto con la Play cuando me independicé, hará como veinte años. Mi chica y yo pasamos muchas tardes con él hasta que, incapaces de resolver los puzzles, tuvimos que buscar la solución en la Internet que ella tenía en la casa de sus padres. Ahora lo veo jugado por otro y lo recuerdo todo.

Hoy ya había ambiente de fiesta. Comidas de empresa, al menos las que no han suspendido por toda esta locura. Pasaban por el bar a tomar una caña previa o el café y las copas de después. Poco a poco ves como van acelerándose, como les anima el alcohol y lo demás. Tres clientas habituales, tres cuarentonas aún de buen ver para según quien, las tres casadas y con hijos ya mayores, beben cerveza y hablan entre carcajadas de los viejos y buenos tiempos. Son las únicas mujeres en el bar y lo saben. Yo no paro: vaso, hielo, rodaja de cítrico, refresco, botella y cobrar o apuntar. Apenas conozco al resto de clientes. Algunos me miran raro. No sé qué pasa con la gente cuando salen de sus casillas. Pronto me iré.

Una de las casadas me besa al despedirme. Basta un encuentro inesperado con dos amigas de su quinta y varias cervezas para quitarse veinte años de encima. Salgo disparado después que me toca el culo. Tengo muchos recados por hacer.

Compro la carne del bar y de casa en el super de al lado. Sólo hay una bandeja del chuletón que me gusta y necesito dos para el fin de semana. Veo que no hay nadie en la carnicería y pregunto si tienen más del mismo, enseñándoselo. El carnicero con gafas me mira extrañado y dice que claro que sí. Le pido uno de medio kilo y lo corta de trescientos y poco. Herido en su amor propio y a pesar de decirle que no importaba parte otro y no llega a los cuatrocientos. Ofuscado hachea uno más y lo consigue con un exceso de sesenta gramos. 

Tampoco hay casi gente aquí, en el otro super, en el de los hosteleros que al final acabaron abriendo al por menor. Estos son de la vieja escuela pero hoy están conmigo más simpáticos que de costumbre. No veo a la chavalita rubia, siempre tan agradable. Tardo muy poco en coger lo que necesito. Sólo falta ir al moro por las naranjas y los limones. Hoy está la madre, como siempre hablando por teléfono. Soy incapaz de desplegar el guante de plástico y sólo tras desesperantes intentos consigo abrir las bolsas. Voy a pagar y la mujer se había olvidado de encender la balanza. Sonríe mientras esperamos en silencio. 

Regreso al bar y dejo parte de la compra. Ya no hay tanta gente. De vuelta a casa me voy fijando en los otros bares: apenas se ve movimiento. Supongo que empezará más tarde. Yo ya no estaré por ahí.

El psicólogo argentino que sigo en Youtube pronuncia una charla para mujeres con su habitual maestría en la dicción. Pero no me interesa. "Hay que comer" pienso del argentino y me levanto a poner una lavadora.

Ya es casi de noche. Meriendo, fumo un cigarrillo, cojo el móvil, pongo "El caso de Charles Dexter Ward" en Spotify y voy al water. 

Qué gran historia. Un chico solitario, estudioso y noble viviendo una insólita aventura de trágicas consecuencias. 

Entonces recuerdo el juego de la Playstation. Lo busco en Youtube y lo encuentro.


Y me acuerdo de todo.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

UNA HORA DE SOL

 Hoy dormí bien. Un sueño largo, profundo, fundido a negro, sin interferencias. Ayer al mediodía el cuerpo me pasó factura a la tregua que le había negado un par de horas antes. La gimnasia y el saco acentuaron las molestias previas que aconsejaban dejarlos para mañana. Pero era hoy cuando tocaba descansar, no ayer. Y como tantas otras veces la mente le hizo cara al cuerpo aún a sabiendas. Tuve que tomar un ibuprofeno antes de volver al bar.

Hay algo bello en eso de plantarle cara al propio cuerpo, de no transigir demasiado. El cuerpo entonces se vuelve un tirano, un niño mal criado, un auto con un rodaje tan suave y tan de manual que no se le cae la L de la cara en toda la vida. Hay que forzarlo y, de vez en cuando, violarlo. Por delante o por detrás, para bien o para mal, pero si yo no pedí estas cartas tampoco vas a ser tú quien juegue todas las bazas.

Con todo, a la tarde, después del trabajo y tras hacer algunas compras inaplazables, me recogí en casa y ya no salí de ella. Todavía quedaba una hora de un sol magnífico, luminoso, uno de esos soles de diciembre que tanto amo, un sol ya fresco por la noche cercana, un sol de esos que uno agradece con toda su alma. ¡Cuanto bien me han hecho tales soles! ¡Cuantas nubes ha despejado de mi alma! ¡Cuantas noches oscuras habré podido vadear gracias a la promesa de su luz, de su fuego, de su eterno vaciarse a sí mismo! Lo miré un rato desde la ventana, a punto de ser ocultado por los edificios de enfrente. "Una hora, Kufisto. Una hora todavía" 

¡Qué gracia me hizo la viejita el otro día! Llegó al bar con su cuidadora, una chica fuerte que se come las tostadas como dibujada por Escobar, y nada más pisar el bar con su tacatá me dijo a grandes voces: "¡Buenos dias, Kufisto! ¡Dame churros!" Os juro que fue una risión. Qué ánimo con noventa y pico años. Le puse el de siempre, uno grande que parte en tres trozos conforme les dejo todo lo demás.

- ¡Ay qué hambre, hijo!

¡Y qué bien suena esa palabra en la boca de ancianas como esta! En verdad uno se siente querido. Estas mujeres que dieron a luz y vivieron lo suficiente como para ver como alguna se apagaba alcanzan una lucidez terminal en la que no hay claroscuros; todo se reduce a un churro grande, un zumo de naranja y un café con leche, dos azucarillos y sonreír a Kufisto cuando la mira tras recoger alguna mesa para después regresar al piso con la ayuda del tacatá y la cuidadora. 

- ¡Mira que eres tozuda! -le gruñó el sábado tras un primer aviso a una niña que andaba aporreando la tragaperras ante la indiferencia de su padre. Qué gracia me hizo. "Tozuda". No lo hizo más y enseguida se fueron.

Todavía no había llegado la noche de ayer y yo ya había llenado el estómago, cosa que me hacía falta. La comida del mediodía había resultado escasa y pronto noté el agradecimiento del cuerpo. Nos sentamos a ver vídeos de Youtube con la gata sobre la manta que cubría sus piernas. A eso de las siete y media me entraron unas ganas horribles de irme a dormir. Un duermevela de quince minutos me despejó un tanto. No era plan de ir a la cama. Luego despiertas a las tres y ya no hay nada que hacer con el día siguiente. Apenas eran las diez y media cuando caí como un bendito bajo el ronroneante manto del audiolibro de Charles Dexter Ward.

La primera parte de la mañana en el bar pasó como casi todas. Vino la chica de la clínica odontológica y un par de médicos del hospital haciendo negocios con el representante de una farmacéutica, un tipo que parece sacado de un promocional de La Tienda en Casa. Creo que Rosa está enamorada de mi. Cuando puedo hablar con ella siempre acaba por sacar al novio. Está buena y es joven.

Hoy sí, hoy no había que entrenar. Llegué a casa y a eso de las once menos cuarto ya estaba comiendo. Tenía hambre y comí bien. Un pito más tarde me fui a la cama y para mi sorpresa no tardé en dormirme; tanto que el despertador del móvil casi tuvo que dar las tres voces en forma del "Custard Pie" de Zeppelin. 

Poca gente. Siempre hay poca gente, pocos clientes. Sólo el fin de semana anima esto. Vino mi amiga a eso de las tres, tan asqueada como, inesperadamente, lo había hecho a las nueve y cuarto. Pero yo estaba de puta madre con el cuerpo descansado y la mente aún más fría que de costumbre. Escuché sus cosas y al final se fue. Estaba a punto de largarme cuando volvió con la más pequeña de sus hijas, un solete. 

- Dile a Kufisto lo que quieres-
- Patatas -respondió, tímida, la cría con el vaso de mosto entre los labios-
- ¿Qué? -dije yo- No te oigo
- ¡Patatas!

Se las puse en un pequeño cuenco azul marino.

- ¿Qué se dice? -dijo la madre.
- Gracias -dijo la cría.
- ¿Gracias a quien? -dijo mi amiga.
- Gacias, Kufisto.
- De nada, señorita.


Quedaba otra hora de sol cuando llegué a casa; hora de darle fuego a la mente, al alma, al vaso.


Mañana protestarás, cuerpo mío, pero esto es así. 


¿Para qué estar bien si uno no puede soportar estar mal?

domingo, 5 de diciembre de 2021

SANGRE

 Era la Nochebuena de, pongamos, mil novecientos ochenta y tres. Nosotros habíamos acabado de cenar en casa y como de costumbre mi padre cogió el coche y fuimos a ver a los abuelos. Por entonces todavía venía al pueblo en esas fechas parte de la familia que se fue a Madrid, sobretodo aquellos que aún no estaban casados. Cada familia cenaba en su casa pero después nos juntábamos todos en la del patriarca, por así decirlo. Era aquella una noche familiar en la que no se salía de copas, eso vino algo más tarde; de hecho no había nada abierto. La gente cenaba, luego se reunían, cantaban villancicos, bebían y de vuelta a casa. Recuerdo, yo era un niño, la alegría de los otros, la algarabía, la sidra El Gaitero, los besos de ellas y los pellizcos en el moflete de ellos, la tele puesta, las risas de la abuela y la proverbial seriedad del abuelo, un tanto descompuesta ante la visión del evidente exceso general, su hijo mayor incluido el cual se divertía lanzándole cariñosas puyas mezcladas con besos que el abuelo rechazaba casi espantado. Él padecía del estómago desde la Guerra y no bebía ni gota alcohol, aparte de una dieta de lo más estricta aún en noches como esa. Yo, el mayor de sus nietos, solía sentarme a su derecha, en la bancada, mientras él partía nueces y me las daba ya limpias del todo. Creo que éramos los únicos en aquel pequeñísimo salón que deseábamos el fin de la celebración. 

Aquella noche llegamos aún más tarde de lo habitual. Si normalmente cenábamos tarde (cosas de tener un padre con un bar) esa vez nuestra llegada se retrasó un poco más, y cuando llegamos ya estaba casi todo el mundo. Yo me senté en una silla junto a la mesa (ese año, y a causa de la tardanza, fue mi prima la que ocupó mi lugar) pero con todo no tardaron en llegar las nueces peladas, los besos, los pellizcos y todo lo demás sólo que aumentado ante mi débil posición. Era insufrible pero yo ya entendía que no había otra manera de hacerlo. Pronto volvería a casa y cogería un Mortadelo y Filemón, o una novela infantil ilustrada de Julio Verne o Emilio Salgari y me dormiría leyendo para a la mañana siguiente ir a jugar al fútbol con los amigos. Y en esas estábamos cuando vino el hermano de mi tío con la mujer.

Estaba borracho, hasta yo me di cuenta. El ambiente se tornó un tanto incómodo y él, por la razón que fuera, ofuscado pero intentando ser gracioso ante alguien, la tomó conmigo de manera que sentí como todos esperaban mi estallido, pues sabían como era. Pero, cosa rara, aguanté; incluso le seguí el juego mientras comía las nueces del abuelo entre el paulatino silencio general que iba derramándose por aquella salita llena de gente con rostros preocupados. Cuando poco después nos fuimos para casa, al subir al coche, mi padre me dijo que estaba orgulloso de mi. Fue la única vez que me lo dijo. Sé que, a pesar de todo, lo pensó después en muchas otras ocasiones, estoy seguro. Pero esa fue la única vez que le oí decirlo de su boca.


- Kufisto...-oí decir desde la cocina
- Voy -respondí bajo el estruendo del extractor. Salí y vi que era él- ¡Ah, eres tú!
- Sí, soy yo. Ponme un cortao, anda.

Suele venir al bar los domingos por la mañana, antes de ir a echar de comer a los gatos de su parcelita campestre. Ya está jubilado, aunque sigue sabiéndolo todo de todos. Es lo que tiene haber sido director de banco durante cuarenta años. Si tengo tiempo hablamos, o más bien escucho pues yo no conozco a casi nadie a pesar de decirle a veces que sí para darle continuidad a sus interesantes relatos. Hoy volvió a tocar el tema de su hermano mayor, mi tío, y el problema económico que sigue teniendo ahora añadido al de salud. Yo pensaba que aquel ya estaba resuelto pero no. Sigue en las mismas mientras el otro continúa progresando entre el tradicional y avestrucesco oscurantismo familiar. "No es nada pero me tienen que hacer esto..."

Después pasó a él y volvió a contarme su historia de alcoholismo; como lo dejó con ayuda profesional y en las mierdas que se vio durante el largo proceso hasta volver a recuperar su puesto y, claro está, ajustar cuentas con aquellos que no habían dado un duro por él, padre de cuatro hijos en esas fechas y dos más después. 

Me contó las peripecias de aquellos años, algunas no oídas, y celebré interiormente que hubiera sobrado gran parte del guiso del día anterior para poder escucharlas. Estaba abriéndose las venas delante de mi, delante de aquel niño del que su padre le dijo una vez que se sentía orgulloso de él, y en un instante comprendí la razón de todo ello, de todos estos domingos, de todas estas mañanas de domingo de todos estos últimos años jubilados...¡También él se acordaba! ¡No de la noche, no, nadie se acuerda de nada cuando se levanta borracho, sino de después, del día después, de lo que tuvieron que decirle, de lo que tuvo que sentir al oír todo eso...! 

Estaba emocionado, a punto de las lágrimas. También era él quien estaba tras su hermano mayor. Y el hermano mayor ya estaba demasiado viejo como para cambiar. Y él estaba sufriendo por ello. El hermano mayor siempre es el hermano mayor, vengan los años que vengan. Y él, también ya viejo, ¡no podía aceptarlo! ¡Eso era! ¡Su hermano mayor! Si él, el mediano, había podido con algo tan jodido como un alcoholismo...¡como no podía él, joder, el mayor, dominarse ante una máquina!


Se fue a echarle de comer a los gatos.


 En una mesa del salón dormita mi anciana de todos los días, la madre de mi amigo el médico, el que hace unos años, justo tras la muerte de mi padre, su paciente, se auto-prohibió la entrada a cualquier bar, incluido el mío que en la práctica era el único.

- Si vengo y te pido de beber, Kufisto, no me lo pongas -me dijo- En serio.

Hoy es fin de semana y está sola. La cuidadora no está y su hijo me la ha traído para el desayuno. Luego vuelve y la recoge poco a poco, como quien barre el piso antes de una cita. Cada vez que salgo de la barra para ir a recoger cosas del salón me mira y me sonríe con la sonrisa más dulce que pueda imaginarse.

- Mi hijo mayor era muy bueno -oí como le decía a su cuidadora uno de estos días- Pero le dio por beber y se mató.


Viene mi amiga. Me queda una hora acabar el turno. Le pongo una cerveza y sin pensarlo me sirvo una Voll-Damm. 

- Esta cerveza es para tomarla con calma -le digo loándola.

Todavía está Sonia allí, en una de las mesas altas, con sus padres. Hace dos meses de la última vez. Se va.

- Adiós, Kufisto.
- Adiós, Sonia.


Hablo con mi amiga y bebo y a a cada trago hablo más de lo normal. Ha sido automático. En sus ojos veo extrañeza. También en los míos. Salimos afuera para fumar y le hablo de Wagner y la memoria de la sangre.

- ¿Te das cuenta -le digo- que la sangre nunca se para, que siempre circula la misma sangre por nuestras venas? El otro día lo vi en un vídeo. Tu sangre, la mía, la de tus padres y la de los míos, la de lo abuelos y los bisabuelos y más allá se comunica constantemente a través del cordón umbilical. ¡Es increíble! ¡La sangre siempre es es la misma desde hace milenios! ¡Tú eres un montón de sangre! ¡Yo soy un montón de sangre!...
- Joder, Kufisto...





jueves, 2 de diciembre de 2021

LA LARGA MEADA

 - ¡Felicidades, Kufisto!

Era mi prima. Había entrado al bar sólo para eso. El marido se había quedado afuera. Yo estaba sentado frente al ventanal, mirando el teléfono, y no me había dado cuenta de su inesperada parada previa al habitual paseíllo por el paso de cebra que les conduce hasta sus respectivos coches una vez acabada la jornada laboral. Muchas veces los veo pasar.

Me levanté del taburete y ella, como quien duda, se detuvo a un metro de mi. Trabajan en el hospital y están muy concienciados con las medidas de seguridad frente al virus. Yo también dudé pero hice lo mismo que ella, aunque no me puse la mascarilla. 

- Vaya, gracias -respondí un tanto sorprendido
- Me lo dijo ayer mi padre.
- Sí, estuvo aquí por la mañana.

 Sus bonitos ojos sonreían sobre la mascarilla.

- ¿Y cuantos caen ya? -preguntó divertida
- 48...-respondí ya seguro del error- Pero lo de ayer fue mi santo
- ¡Ay, Dios! -dijo llevándose la mano a la frente- ¡Si mi padre me dijo que era tu cumpleaños!

Mi tío está cada vez más viejo y sensible. Ayer me felicitó porque se lo oyó decir a otro cliente. Luego me contó la archisabida anécdota de mi difunto padre y el último alcalde franquista del pueblo: siempre le felicitaba el día de su santo con el típico refranillo religioso del día en cuestión. No recordaba como era, yo menos, pero estuvo a punto de echar una lágrima.

Crucé algunas breves frases de despedida con María, un tanto avergonzada por su error, y después salió del bar y junto a su marido enfilaron el paso de cebra para ir a recoger a su hija. Los miré mientras se alejaban. Hace mucho tiempo que no recuerda cuando nací. 

Sentí el frío cuando media hora más tarde salí del bar. La tarde era soleada pero el viento estaba empeñado en contradecirla. Una vez más pensé en mi calzado, el mismo que en verano aunque rellenado con un par de calcetines que no consiguen del todo su objetivo. Alcancé la acera de enfrente, entré en el coche y me fui para casa. 

La gata me recibió maullando. Miré en su habitación y vi que no tenía agua. Si maúlla es porque tiene hambre, sed, frío o aburrimiento extremo, una especie de angustia vital por su encierro que lleva a preguntarse si realmente perdió el instinto sexual con la temprana castración, algo que suple con caóticos e inverosímiles ejercicios gimnásticos al caer la noche.

Me cambié de ropa y salí a andar un rato.

El piso era aún más frío que el viento. Los edificios de enfrente sombreaban la acera de salida y lo noté en los pies, así como un leve dolor en el hombro izquierdo: demasiado entusiasmo con el saco de boxeo el de esta mañana. Me gusta como suena cuando le pego bien. Yo creo que si fuera sordo no lo haría.

Diez minutos para llegar hasta el sol. Pero es peor. Allí, en las afueras, el viento pega a placer. Me calo el gorro y me pongo los guantes. Agacho la cabeza y camino. No paro a mear tras los árboles de las vías valladas a pesar de las ganas. Aguanto y sigo adelante. Media hora, no más. Tampoco es tanto y ya estoy otra vez dentro. El viento amaina un tanto, no demasiado, está como recogiendo aire para soltarlo de golpe entre calles que van cruzándose con las mías. Me estoy meando y ya no puedo hacerlo. Aprieto el paso. Tengo que llegar a casa pero antes hay que parar en la tienda del moro de la esquina a comprar tomates y naranjas para empezar el día de mañana en el bar. Compro. Abro la puerta de mi portal y llamo al ascensor. Uno no puede pararse cuando se está meando. Ando sin moverme mientras espero que baje. Por fin llega y le ordeno que primero me lleve a la cochera para dejar las bolsas en el coche. Tengo más ganas de no volver a salir de mi casa que de mear. Son apenas unos segundos que se hacen eternos. Rápidamente dejo las bolsas en los asientos traseros. Nadie ha llamado al ascensor durante la ausencia. Aquí nadie llama a nadie, que yo sepa. Golpeo con la llave en el tres, el último, el más alto. Me estoy meando vivo, joder, vivo. Sube, sube, sube...

Abro la puerta. La gata no maúlla, no sale a recibirme, no me necesita, tiene el paquete básico completo y todavía no ha caído la noche. Directo al water de la habitación desalojo una meada que hace por tres. 

- ¡Oh Dios, oh Dios, oh Dios...

Me quito el gorro y el abrigo. Es tiempo de seguir escribiendo.





miércoles, 1 de diciembre de 2021

Y SI ESTE ES NUESTRO ENTIERRO QUE AL MENOS SEA SONADO

 El joven malagueño estaba realmente emocionado. Nada más acabó de tragar el último pedazo de la enorme pizza, y casi con lágrimas en los ojos, se acordó de todos aquellos que en sus inicios se reían de él. Luego vinieron los agradecimientos a la familia y a la tierra que le voy nacer. Y por último una fotografía realizada por la sorprendida encargada del local: había sido el primero en conseguirlo sin la ayuda de pareja alguna y figuraría en el cuadro de honor reservado a aquellas que lo habían logrado antes que él. Se despidió de nosotros anunciando que pronto terminaría su largo periplo por Estados Unidos y pidiendo por favor que le diésemos al like del vídeo, que nos suscribiéramos al canal y que compartiésemos la nunca vista hazaña. 

Todavía era temprano para ir a la cama y recargué la página de recomendaciones. Uno de los vídeos era el del entierro de Sigfrido con la vibrante dirección de ese alemán con cara de resaca. Volví a verlo. La música es aún más enorme que aquella pizza y los planos del director de orquesta acongojantes. No hay pose alguna en ellos; está tan traspasado que hay momentos en los que el rostro está desencajado. En mitad de la interpretación, de puro entusiasmo y sin darse cuenta, golpea con la cintura el atril que cae con la partitura causando un sonido seco. Sin inmutarse continúa adelante hasta el final. Una vez más eché un vistazo a su trágica vida. El éxito le había llegado al final, justo cuando peor estaba de salud. De nervios frágiles, tímido y propenso a la depresión se había negado en varias ocasiones salir a escena, dejando colgado a todo el mundo. Pero aquella noche en Tokio dirigiendo a la Filarmónica de Londres no le importó tirar abajo el atril. Estaba dominado por la pasión. 

Abrí tema en un foro con el vídeo en cuestión, lamentándome por aquella Europa perdida. Pronto, y para mi sorpresa, comenzaron a llegar respuestas y agradecimientos. Poco después vi en otro foro el recientísimo vídeo donde un francés presentaba su candidatura a la República. Se parecía al señor Burns, el de los Simpsons. Aureolado por la mayestática música de la séptima de Beethoven, con imágenes intercaladas de la Francia de hoy y la de ayer, sentado a la mesa de un despacho de corte clásico lleno de libros, leía de unos folios una declaración con tono grave y sin mirar a la cámara, detalle que me gustó. Sólo al final alzaba la cabeza, miraba a la cámara y pedía el apoyo del pueblo "por la República, pero sobretodo por Francia", acabando con un "¡viva Francia!" que arropado por la emocionante música resultaba de tanto efecto que abrí otro tema en el foro consiguiendo, esta vez sí, el esperado aluvión de opiniones. 

Y así las cosas, apagué el ordenador un poco más tarde y ya en la habitación me apliqué la pomada mágica para la dermatitis seborreica, me puse el gorro de ducha y me metí en la cama conciliando el sueño más pronto de lo habitual.

A eso de las cinco me despertaron los arañazos de la gata en la puerta. Con tono lastimero, como siempre hace, pedía entrar de la misma manera que cuando voy a dormir. Pero entonces no le hago caso y no tarda en abandonar la intentona. Otra cosa es cuando se despierta con el salón ya frío. No le basta la manta que dejo sobre el sofá y quiere amanecer conmigo. Y ahí sí que no me queda otra alternativa, pues su insistencia es feroz. Me levanto, abro la puerta, aprovecho para mear y pasamos juntos la última parte de la fría y oscura noche. En una especie de duermevela, entre sueños tan vívidos como desconcertantes, transcurre la hora y media restante en el despertador. 

Extrañamente lúcido para la temprana hora, niego la entrada al bar a un desconocido que asoma por la puerta preguntando si está abierto, que se va sin rechistar. Quince minutos pasan hasta que con todo lo necesario colocado en su sitio enciendo las luces y subo las persianas. 

El primero en entrar es un camarero. Pide café y charlamos del frío. Viene con las manos ateridas tras quitar el hielo del parabrisas de su coche. "El invierno se ha adelantado este año", digo, y él comenta algo que anoche vio en televisión, unos vientos huracanados en Turquía que habían derribado camiones y campanarios. Y entonces va y suelta que deberíamos hacer caso a esa chica. 

- ¿Qué chica? -pregunto con un resquemor casi perceptible atravesando mis venas.
- La chica esa -dice- La del cambio climático.
- ¿La Greta no sé cuantos?
- ¡Sí, esa!
- ¡Esa hija de la grandísima puta!

Y en un instante salta por los aires todo el estado zen en lo referente a actualidad que he guardado durante todos estos últimos años. 

Por un momento parece no comprender y llego a creer que piensa que estoy de cachondeo. Pero enseguida se da cuenta de que voy en serio, de que me estoy cagando en la maldita joven y en todos los que la apoyan y sustentan, de las marionetas que desde las jodidas televisiones nos dicen qué creer y qué opinar, de las putas madres de chinos e indios que contaminan más que nadie mientras nosotros hacemos el subnormal abrasados por los impuestos, de las veces que nos aseguraron que tal zona estaría inundada o desértica para tal año y resultó mentira, de la manada de bastardos que viven como Dios de lo que nosotros pagamos y encima pasando por ser los buenos de la historia mientras no dan un palo al agua, de como la gente joven tiene que comer como un animal en la jungla para ganar algo de dinero fuera de este país cuencoarrocista, de como hay que beber hasta perder el oremus para escribir algo con lo que sobrellevar el viaje en esta infecta sociedad...Me quedo como Dios, paga y se va.


Y si este es nuestro entierro que al menos sea sonado.




domingo, 28 de noviembre de 2021

DILO OTRA VEZ



 Hace como veinticinco años, en el viejo bar, solía jactarme de memorioso, las más de las veces ante mi mismo.

- Si me pusieran delante -decía- la foto del careto de cualquiera de los que hoy he atendido en la terraza sabría decir qué ha tomado - Incluso en noches de fin de semana cuando, fácil, podrían contarse por doscientos -

Utilizaba la libreta de la comanda más por no mirar a los ojos de la gente que otra cosa. Muchos se incomodaban y dudaban todavía más. Era algo estratégico para no perder un tiempo que no sobraba. Por entonces fue cuando empecé a interesarme por el ajedrez, en el 95, lo recuerdo, cuando el match Kasparov-Anand. Poco después mi padre cayó enfermo por primera vez y durante su recuperación (dos o tres meses) fui abducido por la leyenda de aquel viejo bar ahogado en deudas pero de glorioso pasado que tan bien conocía de oídas. Y yo, que aún pensaba que aquello seguía siendo un juego previo a mi salto hacia alguna parte, poco a poco fui cayendo en la red hasta quedar atrapado en el orgullo familiar. Lo que pasó después, una vez que salimos a flote, ya no importa. Al menos a mi, que fui protagonista. 

Tampoco es algo tan misterioso. Un bar es un bar, no la defensa siciliana. Hay un amplio margen de opciones pero las sutilezas no son tantas ni tan decisivas. Una caña sin espuma, un tomate restregado en lugar de cortado en láminas, un café con la leche hirviendo y otro del tiempo, un Larios con sólo un cubito de hielo, una tapa de Cabrales con un chorrito de whisky son matices de brocha gorda: el cubito puede estar aguado y quedarse corto, el chorrito ser un poco largo, la leche demasiado caliente o fría y la cerveza de barril nunca saldrá sin espuma alguna. Pero se entiende, hay un cierto margen. En el ajedrez no. El ajedrez es cuadriculado. Hay lo que ves pero...¿ves lo suficiente como para seguir jugando?

El otro día un cliente me llamó para pagar su consumición. Yo estaba en la cocina preparando el guiso del mediodía y con las prisas salí con media cebolla en la mano que dejé sobre el lavavajillas. Cobré, le puse su vaso de sifón y regresé a la cocina. "¿Y la cebolla?" Salí a la barra y no la veía. "¿Y la puta cebolla?" dije en voz alta; "la tienes ahí, Kufisto -dijo el cliente- en el lavavajillas"

En un bar, en un bar pequeño, todos los días son parecidos. Tienes tu pequeña clientela de diario y la aún más pequeña flotante. El sábado cambia y algunos de los habituales no vienen pero sin embargo aumenta en mucho el número de la otra parte hasta llegar a doblar o incluso triplicar la caja. Es como haber salido igualado de la archiconocida apertura para alcanzar el medio juego con ligera ventaja. Y si tu olfato táctico está en forma y no has bebido la noche anterior quizá puedas apretar la posición.

No hay día más extraño que el domingo. En él todo es distinto y lo mismo a la vez. Prácticamente desaparecen todos los clientes que nos mantienen y sólo se hacen presentes los de fin de semana. Es el final de la partida, el remate previo al día de descanso que precederá al inicio de la siguiente. Y como de costumbre la posición está igualadísima. 

Son las dos y media de un domingo cualquiera y en la barra queda su delantera habitual. Ordenados de izquierda a derecha están mi amigo el camello, uno de mis hermanos y un poco más allá dos divorciados y un viejo solterón. Mi amigo el camello está viendo el fútbol en el móvil apoyado en un servilletero mientras alterna con mi hermano; los otros tres, entre bromas, hablan fuerte del fútbol de ayer. A veces se comunican y la conversación llega a un punto que sólo la edad, la vieja amistad y la experiencia en los finales ganados y luego perdidos dejan la cosa en una posición tablífera. El viejo se va, también los penúltimos del salón, siempre tan simpáticos, y salgo a recoger su mesa. Una pareja está mirando la televisión. Tengo puesto en mute el match por el título mundial entre Carlsen y Neponiamchitchi. Ella lo ve todo claro mientras barro. Él no tanto. Mi hermano se va y los divorciados también. Hoy no han tenido suerte. No ha habido invitación de la casa.

- Me voy a chispar, Kufisto - dice mi amigo el camello - ¿Te queda guiso? -
- Sí-
- Pues ya está -

Me habla de la necesidad de chisparse una vez por semana, cosa con la que estoy de acuerdo.

- El problema sería no poder hacerlo -digo. Y me da la razón-

Le llaman al teléfono. "Vengo ahora" Se va sin pagar. Vuelve. "Ponme de comer, Kufisto"

Come mientras recojo. 

- Un café, Kufisto. Y un whisky - Un Glenlivet de 12 años sin hielo -

Abro un tercio, me siento y charlamos. Hablamos del tabaco que fumo, uno a granel que me pasa un colega. Se lo comento un poco y se rula un pito. Salimos para afuera a fumar.

- Hace frío -digo-
- Sí. Y más que va a hacer en cuanto se vaya el sol -responde-
- Y todavía queda un mes de bajada -
- Vaya -
- ¿Sabes que lo del nacimiento de Jesucristo es por eso? -
- ¿Por qué? -
- Porque el sol permanece estable del 22 al 24. Y sólo a partir del 25 vuelve a ir para arriba- 
- Me cago en Dios -
- Sí, viene de antes, es una cosa muy antigua, de los babilónicos y todo eso...Voy a mandarte un vídeo donde lo explican -
- Me cago en Dios, sí, mándamelo -

Lo busco y se lo envío.


Pasamos adentro. Pide otro whisky de lo mismo. Mi hermano está a punto de llegar para el relevo. Quito el mundial de ajedrez del televisor. Hablamos de whiskys. Me cuenta de uno excepcional, el mejor que he probado en mi vida (y tengo en el bar) que está a muy buen precio en un mayorista del pueblo. Tomo nota y le digo que mañana iré por una botella a modo de homenaje por Navidad.

- ¿Quieres tú una? -le digo-
- No, pero si tiene "Old Parr" me lo dices. Es imposible encontrarlo -
- Tranquilo que me acuerdo -


Supongo que la tercera partida también habrá sido tablas. O al menos eso parecía cuando dejé de mirarla.


Me voy al chino a pillar otra de Johnnie.





jueves, 25 de noviembre de 2021

MALA SANGRE

 No llegué a frotarme con ajo machacao porque ya tenía que volver al bar.

Y no es que la cosa haya reaparecido de un día para otro, no, qué va: lo menos hace mes y medio que empezó a avisar. Pero como uno vive en su nube ve los síntomas como si fuera otro quien le mira desde el espejo: una leve picazón en las aletas de la nariz, bajo las bolsas de los ojos, tras los lóbulos de las orejitas, en el esternón...todo ello adornado por un leve tono rojizo que la socorrida pomada anti eccemas no conseguía curar. Y no sólo eso; hará como tres semanas, tres, que en la despejadísima parte frontal de mi calavera, como media cuarta más allá, ahí donde todavía no se ha batido en retirada mi desgraciadísimo pelo, hicieron acto de aparición las consabidas irritaciones indicativas de que algo ("algo" jodido Kufisto) volvía a no ir bien. Pero nada, mejor no pensar en ello y salir a andar en busca de la inspiración necesaria para el estelar despegue de mi carrera literaria (once años van ya en la pista de salida y contando); o sentarme en el sillón a ver vídeos de Youtube (ahora ando con los de un fraile cocinero); o tumbarme en el sofá para leer libros de divulgación que ya no puedo entender y que cual remolino de aguas negras en el water me devuelven sin remisión a los exhaustos pozos de los de siempre. 

Hasta que hace tres días llego don Dolor y ya no hubo manera de mirar hacia otro lado: "su brote de dermatitis seborreica, don Kufisto." Y entonces, las prisas.

Del bálsamo de Fierabrás que guardaba en el frigorífico no quedaba ni la muestra, lo que no me extrañó pues recordaba perfectamente haberle pasado su contenido hará como dos años a un amiguete que andaba desesperado con el mismo problema. Ya entonces estaba caducado, pero menos es nada. Algo le hizo, no mucho pero algo, aunque siguió (y sigue) tan desquiciado como lo ha estado toda la vida. Algún día saldrá en los periódicos.

Llamé un amigo médico (que debe estar hasta los cojones de todos nosotros) pidiéndole por favor una receta del bálsamo, que es una fórmula magistral para hacer en farmacia, un ungüento maravilloso que un doctor palestino me recetó hará como veinte años y a quien siempre le estaré agradecido hasta las lágrimas. Mi amigo se hizo cargo, lo dejé en sus manos y un rato después me envió un wasap indicando que ya estaba solucionado...¡a finales de la semana que viene! ¡Ay Dios, no me jodas! ¿y qué hago yo todos estos días con mi puta cabeza?

Anoche no podía resistir la tirantez y el picazón. Recordando las loas hacia el jabón Lagarto de una amiga y sus hongos cogí una pastilla que tenía por ahí y me duché y lavé la cabeza con ella. Eso me desveló, no iniciáticamente como cuentan en otros de los vídeos que veo en el sillón, sino que no me podía dormir, aunque verdad es que el dolor disminuyó un tanto, más quizá porque hacía cinco días que no me lavaba el pelo que otra cosa. Desperté mal, me fui a trabajar, regresé a eso de las diez y, tan desesperado como para pedir otro favor, llamé a la farmacia donde el médico había hecho mi encargo para que por favor, por favor, por favor adelantaran el proceso de elaboración.

Por una feliz coincidencia el propietario fue compañero de estudios, un chico de familia bien con el que aún hoy mantengo algún contacto en forma de sus esporádicas visitas al bar en compañía de su esplendida mujer y sus dos preciosas hijitas. No estaba pero tomaron nota del recado con la promesa de devolverme la llamada en cuanto llegara y de hacer todo lo posible para tener mi cura cuanto antes. Me metí en la cama y me arropé en posición fetal con "El caso de Charles Dexter Ward" sonando bajito por el móvil, no sin antes echarme una mezcla de bicarbonato y agua sobre las heridas que tras veinte minutos aclaré "con abundante agua tibia" tal y como decía un vídeo de una furcia en Internet.

A eso de las doce sonó el teléfono. Tan sobresaltado como Ward al encontrarse en la biblioteca de casa con el gilipollas de su padre lo cogí y vi, cosa extraña, que era mi madre, que parece que huele mis problemas. Hablamos de brócolis y de los gases que le producen y al acabar dijo: "¿Estás bien?" Yo le había dicho que me había despertado, lo cual era casi verdad, pero con todo a ella le salió el estás bien. Es increíble lo de las madres. Qué miedo dan a veces.

Desconcertado y dolorido me levanté. La una estaba a la vuelta de la esquina con su regreso al bar. Comí algo viendo un vídeo del fraile. Sopa Minestrone. Es de mi edad y también de mi tierra. Habla como un niño grande, con esa candidez típica de quien tiene de buen grado la líbido por los suelos. Casi que dan ganas de cortarse los huevos.

Google. Remedios naturales. Ajo machacado. Aplicar. 

Gracias a Dios que ya no me quedaba tiempo.

Regresé no muy mal a eso de las cuatro. La última media hora del lánguido mediodía la había pasado en compañía de mi amiga la del Lagarto y los hongos. No le dije nada y ella tampoco se dio cuenta. Hablamos de cuando éramos jóvenes y nos drogábamos; más ella que yo, mucho más. 

Y mi "amigo", el pijo de la farmacia, sin llamar.

Fue estar solo y sentir el dolor. Es como grapas estampadas en la cabeza. Dos veces me he abierto la cabeza y esa es la sensación. Pero en toda la extensión del maldito melón. 

Consciente de que sudar quizá no fuera la mejor opción, y tras descartar ponerme a beber y a escribir o a echar a andar, me puse con la tabla de ejercicios y después me encerré en la habitación a golpear el saco.

Estaba duchándome con Zaratustra y el calentador de fondo, lavándome el pelo con el jabón de glicerina habitual, cuando creí que Zaratustra calló. Terminé y el mago persa seguía hablando. Desconfiado, tal y como aconsejó, cogí el móvil y vi una llamada perdida de la farmacia. "¡Dios Santo, lo han hecho ya! ¡Bendito seas, amigo mío! ¡Vivan los Hombres G! ¡Muerte al heavy metal! ¡Sí!" El capullo de Zaratustra andaba entre viejecillas y jovencillas cuando le tapé la boca.

- Hola, soy Kufisto, acabo de recibir una llamada vuestra y...-
- Ah, sí, espera...Te paso con Javier -

¡Javi! ¡amigo mío! ¡Santo Dios! ¿Te acuerdas, te acuerdas cuando éramos chicos, yo jevi y tú pijo, y nos sentábamos en el mismo pupitre y tú te reías de las fotos de culos caídos de las chicas jevis que yo llevaba pegadas en mi carpeta? ¡Joder, qué razón tenías! ¡Estaba equivocado! ¡Estoy equivocado! ¡Mira tú, gran pìjo, ya entonces acariciador de prietas y turgentes nalgas de niñas de colegio privado! Sí, guapo pero soso, que también yo me hice algunas. "Me gustó tu manera de llegar tarde al examen" me dijo uno de ellas después de sobarla un buen rato en un callejón oscuro, el de Santa Ana, "entraste como quien no tiene miedo" ¡Oh, Dios mío, pero ahora tengo casi cincuenta años y vivo en una nube! No tengo mujer, no tengo hijos, no tengo amigos, no tengo nada como decían Salvatore de la Rosa y Bob Dylan; no tengo más que un piso hipotecado y una amiga que se lava el coño con jabón Lagarto; y un coche mayor de edad y una madre rayos gamma; y una gata que recogí de la calle porque se empeñó en que la recogiera; y un kindle con muchos libros que no puedo entender y ni un sólo escritor nuevo que leer...¡Oh, Javi!

- ¿Sí...Kufisto? -
- ¡Hola, Javi! -
- ¿Kufisto? -
- Sí, Kufisto, el del bar -
- Ahhh...sí -

La madre que me parió. ¿Será posible?

Y empezó a hablarme de tal manera que, como mi madre, supe que tenía a alguien delante; quizá la suya, o su hermana. 

En resumidas cuentas, todo había sido un error, ellos no hacían nada de eso y adiós muy buenas.

Y yo que había pensado en llevarles un décimo de lotería de Navidad del bar como agradecimiento volví a cagarme en Dios por mi ingenuidad. Hijo de la gran puta.

Con todo, se dignó a decirme dos farmacias en las que hacían tales fórmulas. Y yo le di las gracias y salí disparado hacia ellas.

Me vestí, y agarrando todo lo necesario (bote del frigo con la fórmula pegada), cogí el coche y me lancé a la aventura, pues bien sabía que sin receta nanay. Pero quien sabe.

En la primera de ellas, en el viejo barrio donde me crié cuando todavía no había tal, me despacharon pronto. Y eso que iba con la melena recogida, precaución tomada en vista del tema, que me lo conozco bien. De todas formas tuvieron la amabilidad de indicarme la otra, la misma del otro.

Allí fui. Amplia y luminosa, moderna, con tres mostradores atendidos por tres chicas jóvenes, una farmacia donde uno se bebería a gusto un cubalibre. 

- Ya, pero te hace la falta la receta -dijo una de ellas-

Llamé a mi médico. A mi gran amigo médico pensando que se había equivocado de farmacia.

- Oye, Enrique, me ha pasado esto...

Y se lo conté. 

- Joder, Kufisto -
- ¿Qué? -
- Que no era esa la que te dije. ¡Era la otra! ¡Del mismo apellido pero la otra! La de debajo de tu bar -
- Bueno, de todas formas...¿Puedes hacerme otra receta para llevársela a estos? Estoy fatal y dicen que la tendrían pronto -
- Venga, claro que sí. Ven para acá y te la doy - 
- No te preocupes por la otra, no diré nada y me la llevaré -
- Venga, anda, vente para acá -

No sé qué habré hecho por él en otro de esos infinitos universos paralelos.


Regresé a la farmacia guay con la receta. Me atendió un tío. Nervioso, llegué a enseñarle las heridas de la cabeza.


Gloria eterna para mi doctor palestino:


http://elblogdekufisto.blogspot.com/2012/02/viva-palestina-libre-in-memoriam.html





domingo, 21 de noviembre de 2021

¿COMO LO VES?

 - ¿Tú como le ves? -
- Bien - mentí -
- Pues yo no -

Removió un poco más el azúcar en el café, mirando con fijeza la espiral que estaba creando. Echó un sorbo y levantó la vista al frente, hacia las botellas de whisky. Era una mirada que estaba viendo otra cosa. Era la mirada de alguien que rememora un tiempo mejor, un tiempo en el que no era viejo.

Habló de la juventud compartida en Madrid junto a su hermano mayor. Dos chicos de pueblo en el Madrid donde el príncipe Juan Carlos acababa de ser designado sucesor con título de Rey por el General Franco. Un piso para cuatro; un piso de una habitación con dos camas y un saloncito con sofá y catre que iban turnándose a la semana. La juerga, las chicas, el cachondeo, el Santiago Bernabéu. Él era un recién llegado y su hermano llevaba dos años trabajando en Madrid. No había día que no anduvieran chicas por allí. Era Madrid, la capital de España. Y el poco dinero que ganaban les duraba aún menos en los bolsillos.

No aparecían por el pueblo. Hasta que su padre, un divisionario azul, les dijo que al menos uno tenía que ir cada fin de semana para ayudarle en las labores del campo, pues el que quedaba allí aún era demasiado pequeño. Pero la muerte le sorprendió pronto y todo quedó en nada. Una muerte traumática y evitable por la que siempre guardaron rencor hacia el despreocupado médico. Y la vida cambió. Recogieron a la madre y al hermano y se los llevaron a Madrid.

- Más que otra cosa porque mi madre no cogiera la escopeta y se cargara a la querida de mi padre que vivía en la casa de enfrente -

Pero sin embargo se hicieron novios aquí. Una fuerte lesión en la rodilla jugando al fútbol postró en cama durante un año al hermano mayor y durante la convalecencia regresaron al pueblo. La chica con la que estaba lo dejó y conoció a otra del mismo barrio, la hermana pequeña de mi padre. Luego las bodas, los hijos y la lucha constante por ganar más dinero en aquel Madrid ya dejado de la mano del Caudillo por gracia de Dios.

- Él -decía hablando de su hermano mayor- que siempre se cuidó tanto, que pasaba una hora en el servicio para arreglarse, que hacía tanta gimnasia...y mira ahora-

Y es que nos acostumbramos a ver de determinada forma a quienes queremos y cuando sin motivo aparente se produce un cambio en su fisionomía es como si fuese otro. Aún recuerdo la vez que siendo niños mi padre se afeitó el bigote: nos enfadamos tanto que no lo volvió a hacer. 

En el caso de mi tío ha sido a causa del pelo, del poco pelo con el que siempre le he conocido ("cuando llegué a Madrid llevaba la melena por los hombros" ha dicho su hermano, algo que no sabía y me ha maravillado) Ha dejado de tintárselo color ala de cuervo y el efecto es devastador. La primera vez que lo vi, una mañana más en el bar, me salvó la mascarilla: no lo podía creer. Claro que yo ya no soy un niño y encima llevo medio año luciendo una hermosa coleta, algo indescriptible para lo que la familia (y él en particular) siempre ha pensado de mi, por lo que no dije nada ni él comentó cosa alguna. Mutis por el foro, como tantas veces en la familia.

Es verdad que la muerte de mi padre le afectó bastante. Tuvieron una relación muy estrecha durante toda la vida, especialmente a partir de su definitivo regreso al pueblo a mediados de los ochenta. Para él era como el hermano mayor de quien nunca ha tenido un hermano mayor. También hizo lo suyo la enfermedad que casi se llevó a su mujer poco tiempo antes de que se le declarara a mi viejo la que terminó con él. Desde entonces mi tía hizo lo que Greta Garbo con la llegada del cine sonoro con la sola excepción de la asistencia a misa, y entre esto y que él nunca fue de tener muchos amigos la soledad y el no tener nada que hacer ni nadie con quien hablar fueron mellándole el ánimo hasta hacerle encontrar alivio en pasatiempos equivocados que le metieron en graves problemas económicos finalmente solucionados con la ayuda de los hermanos y una de las hijas, pues su mayor angustia era que no se enterara su mujer, tan delicada de salud. Esto, a mi modo de ver, junto a su archiconocida hipocondría fue el motivo principal de la aparición de la enfermedad que lleva trastornándole desde hace un par de años, una cosa que "es, pero poco", "que ya no aparece, pero hay que dar algunas sesiones" y en fin, lo habitual entre nosotros.


Está diferente. Por supuesto no hablo con él de nada que pueda alterarlo, no quiero tentar a la suerte: nada de política, ni de fútbol, ni de...yo qué sé. ¿De qué vamos a hablar? ¿de Zaratustra? ¿de ajedrez? ¿del NWO? Hace bueno y qué tal va la cosa, sin entrar en detalles. 

Pero lo veo más condescendiente, menos subyugado por las filias y fobias que tantos malestares le han traído. Hay un aire más suave en torno a él, una cierta placidez en la resignación de la edad, como una serena exultación oculta tras sus dogmas de siempre. Están sus hijas, sus nietos y sus sobrinos, su Real Madrid y su Partido Popular, sus misas y su Dios, su cochecito que lleva de acá para allá, sus pequeñas tareas diarias y sus pequeños dolores de cabeza por ayudar en lo que pueda, como siempre hizo en ausencia de sus demonios. Y está la mujer de su vida, claro.


Aunque lo del pelo blanco como ala de cisne nos ha descolocado a todos.

viernes, 19 de noviembre de 2021

PASE SIN LLAMAR

Como era de esperar, el viento arreció de cara en cuanto alcancé la gran avenida que hasta no hace tanto delimitaba al pueblo del viejo camposanto. Las ligeras nubes estaban tan altas que parecían quietas, blanqueadas por el suave ocaso del sol otoñal, tan inocentes e inofensivas que era como si estuviesen perdidas esperando a alguien antes de la llegada de la noche. En la amplia y despejada acera el viento corría cual chiquillo con su bicicleta nueva lejos del temor de los padres, con toda su fuerza, con toda su alma, henchido por la ilusión de libertad. Cargando mi peso hacia delante y la cabeza baja llegué hasta el final de la casi desierta avenida. Allí me desvié dejando al otro lado el bajo muro blanco y los altos cipreses cimbreantes del cementerio y su crematorio.

Caminé entre pequeñas naves industriales, talleres de coches, gimnasios low-cost, restaurantes de franquicia y casas de putas camufladas de bares. Un poco más allá, a la derecha, la última calle del viejo pueblo, viejas casas de una sola planta y persianas verdes ya habitadas sólo por viejos que esperan mientras todo crece a su alrededor. Un local del final de la calle, un local que ha sido muchas cosas, ahora es un centro de reunión evangélica. "Pase sin llamar" declara una cartulina pegada en el cristal de la puerta. A veces miro al pasar y veo las nucas de gente sentada.

Veo los molinos y me tientan. Podría subir hasta ellos. Tal vez con el tiempo justo, la luz se está yendo, pero todavía tendría tiempo. Y fuerza. Pero no, mañana me harán más falta en el bar. 

Por aquí, casi en el límite de las vías del tren, las casas son aún más grandes, más poderosas. Altos muros y varias plantas, todas con el escudo de seguridad en la puerta. Hay una parcela en construcción y otra cercada a la espera. Tan sólo queda libre la adyacente a las vías y ahí, tras los arbolillos que la separan de las vías valladas, es donde paro a mear. Hoy, casi con la chorra fuera, topé por primera vez con un viejo un tanto despistado que quiero suponer venía de hacer lo mismo. Blasfemé algo bajo los auriculares, eché a andar un poco más adelante y no miré atrás.

Allí, en ese banco de ese parquecillo, frente a ese buen graffiti egipcio, releí este último agosto "La montaña mágica" Había caído una tormenta fuerte y el parque, el gran parque del pueblo, estuvo casi tres semanas fuera de servicio. Un poco más y encendería el cigarrillo.

Tres caladas y dejo que se apague. Mucha gente con la mascarilla puesta, la mayoría mujeres. Algunas llegan a bajarse de la acera. 

Me animo y sigo adelante. Estoy bien. Haré el paseo largo. 

Entre las sombras de los edificios llego al otro lado del pueblo veo que el sol todavía está allí, sobre las naves del polígono industrial, no de todas, pero sí de algunas. Y así voy mirándolo mientras camino. Ahora no hace daño si lo haces. 

Unos pajarillos revolotean sobre un edificio de pisos. Nerviosos se posan en las antenas, empujándose, volando otra vez, pillando sitio. La noche llega. La noche, la noche, la noche...

El sol está capado cuando llego al perímetro del parque. Unas lejanas nubecillas se toman sus últimos rayos de luz. Veo un súper de carretera al que no voy hace desde hace años y entro para hacer la compra de mañana. Unas costillas. Un guiso con patatas. Me sale bien. La gente lo dice.

El carnicero está atendiendo a la única clienta de la nave. Lo que fue esto y lo que es ahora. La mujer ha salido para afuera, "ahora te lo llevo" oigo que le dice, y él no me hace ni puto caso, como si no existiera. Me voy mientras Zaratustra me habla de los sabios famosos. Compraré donde siempre.


Hay un grupo de niñas que entran a mi bloque cuando salgo de comprar. No hace falta llave alguna para entrar al patio interior. Son cinco y se sientan en el poyete enrejado que separa el acceso a las cocheras. Abro la puerta y entro al patio. No las miro ni les digo nada. 

- ¡Hola, Kufisto! -grita una-
- ¡Hola, chicas! -digo abriendo la puerta de mi bloque-

Y ríen nerviosas mientras yo paso para adentro. 




martes, 16 de noviembre de 2021

OTOÑO PRIMAVERAL

 Era a la luna a quien el sol había estado mirando. Caí en ello al darle la espalda. La luna, aún sin su mejor cara, despertaba hacia una nueva noche. Un viento frío venía con ella; y el dorado azul del otro extremo del cielo iba transformándose en un oscuro violeta. Me abroché el abrigo, ajusté la bufanda y ya con el gorro de lana sobre la cabeza miré a la tierra que iba pisando, tan llena de guijarros y pequeñas piedras como antes pero que sólo ahora veía y sentía. Deseché encender el medio cigarrillo prometido; lo haría más adelante, cuando anduviera sobre cemento y bajo el paravientos de las que entonces serían las primeras casas del pueblo. Alcé la mirada y vi la luna un poco más alta. Pensé un poco en ello mientras no le quitaba ojo. Parecía quieta, parada. Mi sombra se hizo tan larga que tuve que fijarme en ella. Noté otra acercándose a la mía hasta superarla. Y cuando nuestros cuerpos estuvieron a la misma altura del camino torció la cabeza como para asegurarse de cual era la cara de aquellas espaldas. Era un niño que ya cansado corría de regreso a casa. Vi temor y desconfianza en su infantil mirada. Demasiado tiempo viendo unas espaldas.

Y la luna más alta y más blanca y la noche tras ella y mi oblicua y gigantesca sombra oscureciendo vides secas al otro lado del camino.

Llegué a las primeras casas del pueblo, las últimas, y encendí el cigarrillo; tres caladas después dejé que se apagara entre mis dedos antes de volverlo a guardar en algún bolsillo.

La gran avenida me recibió en sombras; todavía había sol en el otro extremo. Los últimos rayos refulgían sobre el blanco del nuevo bloque de pisos de grises balcones. Y más allá, en lo alto, los molinos capados del cerro. Ayer estuve allí. Subí hasta ellos como tantas otras tardes, por detrás, fuera del camino alquitranado, mirando donde pisaba, resollante, las duras y afiladas piedras que entre abandonadas canteras guardan sus laderas sombreadas. Luego, arriba, el sol poniente de frente. Y después ninguna sombra, ninguna luna. Todo queda atrás hasta que llegas a la gran sombra del pueblo y sus farolas. 


Has sido tú, sol, el que hoy ha trastocado mi camino. Estabas tan radiante y fresco cuando eché a andar que no pude hacer otra cosa sino ir hacia ti. Y me equivoqué.


Parecías primavera pero ahora te toca ser otoño.


Y a mi también.




sábado, 6 de noviembre de 2021

NO ES LA CARRETERA, ESTÚPIDO, ES EL MOTOR

 Topé con ella en la puerta del bar. Yo salía a dejar la bolsa de trabajo en el coche y ella entraba armada de varios apechusques que daban a entender su oficio como azafata de bebidas. Nos dimos el hola en la misma cortina, salí afuera, dejé la bolsa y ya otra vez dentro del bar vacío me preguntó si ese era el bar de Kufisto; respondí que sí y ella suspiró diciendo lo que le había costado encontrarlo, algo que no entendí hasta un ratito después al notar su evidente nerviosismo que pronto confirmó de palabra al confesar que era su primera vez.

Era una chica muy joven, veinteañera, de negra melena rizada, alta a pesar de ir en zapatillas y guapa en lo que permitía ver la mascarilla que no se quitó. El tono de voz era todavía más juvenil, casi colegial. La muchacha no paraba de hablar mientras extraía de los cartones las diferentes partes del tenderete a montar, una cosa de chusco aspecto siendo como era de una ginebra premium. Yo la miraba agacharse para dar fondo a la dudosa forma del mostrador, lo que no logró excusándose con salir otra vez al coche por la cinta americana, los regalos y parte del resto de cosas necesarias. Tenía unas buenas piernas enfundadas en medias. "¡Y me cambio de calzado! -dijo- ¡que así parezco una loca!" No se por qué pero esto me hizo mucha gracia. Todo era tan natural en la chica, todo estaba tan desprovisto de afectación, que era inevitable no sonreírse con ello.

En ese compás de espera llegó mi hermano pequeño a dar el relevo. Le comenté un poco lo que había y ya me iba cuando ella regresaba con los tacones puestos, un plus en toda regla que le sentaban estupendamente.

- Bueno, me voy -le dije- Te dejo con mi hermano. Luego llegará el jefe. Adiós. -
- ¡Adiós! ¡Gracias!

Sonriendo subí al coche. Y pensé en la buena pareja que hacían y en la que iban a montar hasta tener en orden todo aquello. Confieso que casi llegué a reír.


Todo el mundo tiene problemas. Todos los días alguien me cuenta los suyos. A veces son cosas serias, enquistadas en el tiempo y cada vez más complicadas de tratar sin hacerse más daño del ya hecho. A veces, muchas, la gente sigue con sus problemas de puro miedo por no darse de frente con la solución a ellos. Con la edad, con el paso de los años y la pérdida de la juventud, se hacen más grandes los problemas. Y no porque sean más grandes, no, sino porque nosotros los hacemos más grandes. Nunca tiene uno más problemas que cuando es joven pero, por así decirlo, se resuelven solos, tal que ese muñeco que aprietas, retuerces y deformas al extremo pero que le basta con que, cansado de hacer el tonto, lo sueltes para recuperar su forma.


- Vaya noche ayer, Kufisto...-me dijo un buen amigo este mediodía- 
- Ya te estoy oyendo la voz...-
- Anda, ponme un vino blanco bien frío -

Se lo acompañé con una pulga de chorizo que mordisqueó mientras me contaba lo poco que podía recordar.

- Ya no estoy para esos trotes. Ponme otro. Pero no me pongas pincho-

Seguía sin sentirse en su cuerpo.

- Me vas a poner un chupito de ginebra, Kufisto. A ver si así...-

Se lo bebió de un trago, acabó con el vino, pagó y dijo que se iba a por el pan.

"¿Qué tal estás?" me ha dicho la mujer al despertarme hace un rato. "Bien" le he contestado. Es lo mejor, hacer somo si nada. Y encima hoy toca comida familiar...Ay, la hostia.


La chica debutante ya estará tras el frágil tenderete ofreciendo la mercancía con su mejor disposición a los clientes del bar. Mi hermano andará de acá para allá, puro nervio, poniendo copas. Quizá fallé algo, tal vez se desmorone el reutilizado cartonaje de la marca con las risibles consecuencias, pero no pasará de un ay, una pequeña vergüenza y a seguir adelante. Unos pedazos de cartón no podrán con ellos, inocentes del todo. La noche es joven.


Y el día también.

jueves, 4 de noviembre de 2021

4 DE NOVIEMBRE

 Hoy hace veintitrés años que el abuelo se murió. Estaba cerca de cumplir ochenta y un años. Lo hizo al amanecer, en el hospital donde pasó las últimas dos semanas de su vida. La úlcera de estómago que padeció desde la Guerra Civil acabó derivando en un cáncer de estómago, aunque esto nosotros, los chicos, sus nietos, sólo lo supimos tiempo después. Esa palabra, como tantas otras, estaban vedadas en nuestra familia para según quien. "De lo malo no se habla" Nunca oí está frase en boca de ningún familiar pero se sobreentendía. La abuela, tan diferente al abuelo y tan parecida a mi padre, siempre tenía una salida llegado el caso. Tuvo una infancia tan pobre y desgraciada que cuando pudo escapar de las manos de su padre se acabaron todas las penas. "¡Alegría!" decía riendo. Yo a mi abuelo sólo le vi reír y bailar cuando Señor marcó el último gol frente a Malta.

La familia siempre ha dicho que me parezco a él, tanto en el rostro como en el alma. Esto nunca me gustó. Yo quería parecerme a mi padre. Pero me miro en el espejo y veo más a mi abuelo; detrás del espejo ya no lo sé. ¿Quien conoce a su abuelo, a ese hombre que ya era viejo cuando tú naciste? Para su nieto el abuelo nunca será otra cosa que un abuelo.

Jamás hablamos de nada. Tan sólo en la adolescencia, ya alejados del barrio, un domingo de esos que mi hermano y yo íbamos a por la pasta, nos dijo que deberíamos conocer más gente, que siempre andábamos juntos y eso no era bueno. Y era verdad, éramos uña y carne, siempre estábamos juntos, no solos, teníamos amigos, pero donde iba uno iba el otro. Es curioso como él, el hombre de proverbial seriedad, nos incitaba a abrir el círculo de nuestras vidas cuando por el otro lado, por todo el otro lado tan alegre y al mismo tiempo tan cerrado sobre ellos mismos, nos animaban a cuidar el uno del otro. Y ello no tanto por una sentimiento de estar por encima del resto (que creo que también, sobretodo por la rama femenina) sino por un indecible temor a la separación, a la pérdida, a la disolución. Era como si todo contacto con lo extraño, aunque fuese tu vecino, conllevara una amenaza, una espina en esa redondísima burbuja en la que se desarrollaban sus vidas. Y no por falta de sociabilidad, al contrario, todos estaban de cara al público, tanto en el bar, como en la tienda, como en el banco, pero fuera de ahí no había nada más que la familia y las dos o tres parejas amigas desde la juventud.

Vi poco al abuelo en los últimos años de su vida. Yo ya había dejado de estudiar, me emborrachaba, andaba con las tías, me drogaba, mi hermano vivía su vida, trabajábamos en el bar...todo eso. A veces lo acompañaba a comprar la fruta en un mayorista que estaba en la carretera. Hablábamos poco y cada dos por tres nos parábamos a saludar a algún viejo que se acercaba para saludar, algunos con lágrimas en los ojos, algo increíble. Mi abuelo sonreía, decía algo y seguíamos andando. Luego llegábamos a la nave, una cosa enorme, y sin decir nada enseguida se nos acercaba el encargado para ofrecernos mejor material. Yo no podía entender como un hombre que por su enfermedad se había retirado de la circulación a los cincuenta años hasta coger fama de ermitaño podía seguir teniendo veinte después tanta mano a la hora de coger cuatro peras, dos pimientos, tres manzanas y cinco mandarinas.

Cuando cayó tan malo en el hospital iba a verlo todos los días. La abuela estaba siempre con él. Se llevaban apenas cuatro días. Pasaron toda la vida juntos.

La última tarde que le vi, el día antes de su muerte, estaba sentado en el sillón. Tenía los ojos vidriosos, muy oscuros, la tez muy pálida. Me senté sobre su cama y vi a la abuela esforzarse por no llorar. 

- ¿Qué tal, abuelo? -
- Bien, bien...¿Como estás tú, Kufistín? -
- Bien. Me voy para el bar ahora -
- Eso está bien. ¿Qué tal va el bar? -
- Bien, abuelo, bien...-
- Bien...-

Nos quedamos en silencio. La abuela se llevó el pañuelito a los ojos. Hablé al abuelo. Estaba un poco despistado. Me preguntó otra vez por el bar. Le dije lo mismo. Vi como desvió la mirada hacia el cuello de mi camisa blanca.

- Está manchado -dijo-
- ¿El qué? -respondí-
- El cuello de tu camisa- y alargó la temblorosa mano hasta tocarlo-

Miré y no vi ninguna mancha. La abuela se sonó la nariz.

- Ahora me cambio, abuelo -
- Bien, bien...Kufisto-
- ¿Qué, abuelo? -
- No discutas nunca con nadie -
- Claro, abuelo -
- Dame un beso, Kufistín -

 
Estábamos abriendo el bar cuando mi padre cogió el móvil.

- Me voy para el hospital, Kufisto -me dijo- El abuelo ha muerto. Cierra tú con Manolo-

Y cerramos el bar y vi a Manolo llorar como un chico, como el chico que fue cuando su padre, treinta y cinco años atrás, se lo llevó a mi abuelo para ver si podía hacer algo con él.

domingo, 31 de octubre de 2021

¿HABREMOS CAMBIADO?

 Eran dos mozos viejos. Dos mozos viejos de camino hacia el campo de fútbol para ver el partido del equipo del pueblo. Me acordé al verlos andar. Hoy es domingo y a lo lejos se veían más coches de los habituales en aquella zona. Por encima de mis auriculares se oía el típico batiburrillo musical y vocinglero previo al partido. El cielo estaba gris, sin claro alguno, y el fresco viento nos empujaba con fuerza hacia atrás. Dudoso paré. Quizá no debería haber salido a andar. Los mozos viejos me adelantaron con paso característico. Uno de ellos, calvo y de notable estatura, portaba un negro paraguas; el otro, de pelo fuerte y rizado, iba hablando tras las gruesas gafas. Eché a andar no muy convencido y ahora fueron ellos los que se pararon. Algo importante debería estar diciendo, pues acompañaba lo dicho con ligeros toques sobre el cuerpo del otro. Sobrepasándolos me fijé en un camión negro pegado al muro exterior del campo, todo pintado desde hace tiempo de grafittis autorizados. De él provenía todo aquel ruido, al menos en lo tocante a la parte musical. Supuse que al menos el speaker estaría dentro del campo, en la vieja tribuna de cemento. Era difícil de entender. 

Doblé hacia la izquierda y el viento sopló aún con más fuerza. Volví a dudar, esta vez sin pararme. El muro exterior de la piscina municipal mostraba un nuevo grafitti inacabado sobre las firmas que unos y otros habían ido dejando allí. Este era oficial, estaba claro. Permitido por la autoridad. Era grande, abarcaba lo menos veinte metros y aún le faltaban otros diez para completarse. Era una cosa infantiloide de toques pachamamescos. Pasada la puerta de acceso a la piscina cubierta, en la otra mitad del muro, los dos niños superhéroes seguían impolutos en el lugar asignado desde hace unos meses. Un niño y una niña. Él riente, con el puño en alto, y ella ceñuda, en posición de ataque. La primera tarde que los vi me acordé del amado presidente Kim y su Corea del Norte. Todas las tardes que pasó por ahí me acuerdo de Kim y Corea del Norte.

El viento era insufrible; y aunque apenas me separaban doscientos metros para alcanzar la gran avenida los vi casi tan lejanos como a la difuminada mujer que parada en el punto más alejado de la gran rotonda ferial parecía estar esperando mi llegada. No había nadie más. Enseguida caí en que era un perro lo que buscaba con la mirada. Alcancé la esquina del desastrado colegio público, doblé otra vez a la izquierda y ya resguardado y decidido me encaminé a casa.


Una mala salida. Una salida equivocada. Una salida provocada. Una salida causada. No lo habría hecho sin la venida a última hora al vacío bar de esa extraña pareja. Los calé enseguida. ¡Como no calarlos! Tendría que haber estado tan ciego como ellos, tan puesto como ellos. Él se asemejaba a un fraile y ella a una limpiadora de escaleras. Los dos sangraron por la nariz mientras estuvieron allí. Un mal tiro previo de mierda de la peor calidad. Ella le decía a él de viva voz que no era como la "Mamona". Él le hablaba suavemente. Ella me pidió que cambiara de música. Un jazz suave, un jazz mezclado con blues, sonaba discretamente por mis altavoces. Desde lejos le contesté que era lo que había. No insistió. Puede que de haberlo hecho me hubiera dado el gusto de dar forma a una de mis recientes ensoñaciones para estos casos. Lo tengo decidido: las Variaciones Goldberg de Bach. Se marcharon poco antes que viniera a relevarme mi hermano pequeño.


Estoy en casa y el partido está a punto de acabar. Desde aquí a veces se oyen los gritos del público. Creo que los nuestros marcaron un gol, pero no estoy seguro. La gata maullaba, aburrida y desesperada, mientras escribía estas líneas. Cada vez está peor. Daría lo que fuera por escaparse de aquí. A veces me da tanta lástima que tengo la tentación de abrirle la ventana de mi habitación, la que da acceso al tejado del edificio. 


Pero sé que, como la otra vez que se escapó por estas mismas fechas, estará sola, perdida y castrada entre el frío que llega y el salvajismo que siempre nos ronda tras la puerta. Y no siempre encontrará un alma caritativa que tres semanas más tarde, justo antes de la llegada de los primeros y mortíferos hielos, la devuelva a su hogar tras tomarse mil molestias.

La pobre carece de memoria. Ya no recuerda lo que le pasó. Ve la ventana abierta de par en par pero con la persiana bajada casi hasta su tope y se encarama en su quicio dando un magnífico salto sobre cualquier radiador y maúlla porque alguien suba esas rejillas. Pero es mejor así.


Te lo digo yo, pequeña, que todavía, a mi edad, tengo que andar con mucho cuidado. 


Y todavía más cuando creo volver a ver una ventana abierta.