Era a la luna a quien el sol había estado mirando. Caí en ello al darle la espalda. La luna, aún sin su mejor cara, despertaba hacia una nueva noche. Un viento frío venía con ella; y el dorado azul del otro extremo del cielo iba transformándose en un oscuro violeta. Me abroché el abrigo, ajusté la bufanda y ya con el gorro de lana sobre la cabeza miré a la tierra que iba pisando, tan llena de guijarros y pequeñas piedras como antes pero que sólo ahora veía y sentía. Deseché encender el medio cigarrillo prometido; lo haría más adelante, cuando anduviera sobre cemento y bajo el paravientos de las que entonces serían las primeras casas del pueblo. Alcé la mirada y vi la luna un poco más alta. Pensé un poco en ello mientras no le quitaba ojo. Parecía quieta, parada. Mi sombra se hizo tan larga que tuve que fijarme en ella. Noté otra acercándose a la mía hasta superarla. Y cuando nuestros cuerpos estuvieron a la misma altura del camino torció la cabeza como para asegurarse de cual era la cara de aquellas espaldas. Era un niño que ya cansado corría de regreso a casa. Vi temor y desconfianza en su infantil mirada. Demasiado tiempo viendo unas espaldas.
Y la luna más alta y más blanca y la noche tras ella y mi oblicua y gigantesca sombra oscureciendo vides secas al otro lado del camino.
Llegué a las primeras casas del pueblo, las últimas, y encendí el cigarrillo; tres caladas después dejé que se apagara entre mis dedos antes de volverlo a guardar en algún bolsillo.
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