Hoy dormí bien. Un sueño largo, profundo, fundido a negro, sin interferencias. Ayer al mediodía el cuerpo me pasó factura a la tregua que le había negado un par de horas antes. La gimnasia y el saco acentuaron las molestias previas que aconsejaban dejarlos para mañana. Pero era hoy cuando tocaba descansar, no ayer. Y como tantas otras veces la mente le hizo cara al cuerpo aún a sabiendas. Tuve que tomar un ibuprofeno antes de volver al bar.
Hay algo bello en eso de plantarle cara al propio cuerpo, de no transigir demasiado. El cuerpo entonces se vuelve un tirano, un niño mal criado, un auto con un rodaje tan suave y tan de manual que no se le cae la L de la cara en toda la vida. Hay que forzarlo y, de vez en cuando, violarlo. Por delante o por detrás, para bien o para mal, pero si yo no pedí estas cartas tampoco vas a ser tú quien juegue todas las bazas.
Con todo, a la tarde, después del trabajo y tras hacer algunas compras inaplazables, me recogí en casa y ya no salí de ella. Todavía quedaba una hora de un sol magnífico, luminoso, uno de esos soles de diciembre que tanto amo, un sol ya fresco por la noche cercana, un sol de esos que uno agradece con toda su alma. ¡Cuanto bien me han hecho tales soles! ¡Cuantas nubes ha despejado de mi alma! ¡Cuantas noches oscuras habré podido vadear gracias a la promesa de su luz, de su fuego, de su eterno vaciarse a sí mismo! Lo miré un rato desde la ventana, a punto de ser ocultado por los edificios de enfrente. "Una hora, Kufisto. Una hora todavía"
¡Qué gracia me hizo la viejita el otro día! Llegó al bar con su cuidadora, una chica fuerte que se come las tostadas como dibujada por Escobar, y nada más pisar el bar con su tacatá me dijo a grandes voces: "¡Buenos dias, Kufisto! ¡Dame churros!" Os juro que fue una risión. Qué ánimo con noventa y pico años. Le puse el de siempre, uno grande que parte en tres trozos conforme les dejo todo lo demás.
- ¡Ay qué hambre, hijo!
¡Y qué bien suena esa palabra en la boca de ancianas como esta! En verdad uno se siente querido. Estas mujeres que dieron a luz y vivieron lo suficiente como para ver como alguna se apagaba alcanzan una lucidez terminal en la que no hay claroscuros; todo se reduce a un churro grande, un zumo de naranja y un café con leche, dos azucarillos y sonreír a Kufisto cuando la mira tras recoger alguna mesa para después regresar al piso con la ayuda del tacatá y la cuidadora.
- ¡Mira que eres tozuda! -le gruñó el sábado tras un primer aviso a una niña que andaba aporreando la tragaperras ante la indiferencia de su padre. Qué gracia me hizo. "Tozuda". No lo hizo más y enseguida se fueron.
Todavía no había llegado la noche de ayer y yo ya había llenado el estómago, cosa que me hacía falta. La comida del mediodía había resultado escasa y pronto noté el agradecimiento del cuerpo. Nos sentamos a ver vídeos de Youtube con la gata sobre la manta que cubría sus piernas. A eso de las siete y media me entraron unas ganas horribles de irme a dormir. Un duermevela de quince minutos me despejó un tanto. No era plan de ir a la cama. Luego despiertas a las tres y ya no hay nada que hacer con el día siguiente. Apenas eran las diez y media cuando caí como un bendito bajo el ronroneante manto del audiolibro de Charles Dexter Ward.
La primera parte de la mañana en el bar pasó como casi todas. Vino la chica de la clínica odontológica y un par de médicos del hospital haciendo negocios con el representante de una farmacéutica, un tipo que parece sacado de un promocional de La Tienda en Casa. Creo que Rosa está enamorada de mi. Cuando puedo hablar con ella siempre acaba por sacar al novio. Está buena y es joven.
Hoy sí, hoy no había que entrenar. Llegué a casa y a eso de las once menos cuarto ya estaba comiendo. Tenía hambre y comí bien. Un pito más tarde me fui a la cama y para mi sorpresa no tardé en dormirme; tanto que el despertador del móvil casi tuvo que dar las tres voces en forma del "Custard Pie" de Zeppelin.
Poca gente. Siempre hay poca gente, pocos clientes. Sólo el fin de semana anima esto. Vino mi amiga a eso de las tres, tan asqueada como, inesperadamente, lo había hecho a las nueve y cuarto. Pero yo estaba de puta madre con el cuerpo descansado y la mente aún más fría que de costumbre. Escuché sus cosas y al final se fue. Estaba a punto de largarme cuando volvió con la más pequeña de sus hijas, un solete.
- Dile a Kufisto lo que quieres-
- Patatas -respondió, tímida, la cría con el vaso de mosto entre los labios-
- ¿Qué? -dije yo- No te oigo
- ¡Patatas!
Se las puse en un pequeño cuenco azul marino.
- ¿Qué se dice? -dijo la madre.
- Gracias -dijo la cría.
- ¿Gracias a quien? -dijo mi amiga.
- Gacias, Kufisto.
- De nada, señorita.
Quedaba otra hora de sol cuando llegué a casa; hora de darle fuego a la mente, al alma, al vaso.
Mañana protestarás, cuerpo mío, pero esto es así.
¿Para qué estar bien si uno no puede soportar estar mal?
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