Como era de esperar, el viento arreció de cara en cuanto alcancé la gran avenida que hasta no hace tanto delimitaba al pueblo del viejo camposanto. Las ligeras nubes estaban tan altas que parecían quietas, blanqueadas por el suave ocaso del sol otoñal, tan inocentes e inofensivas que era como si estuviesen perdidas esperando a alguien antes de la llegada de la noche. En la amplia y despejada acera el viento corría cual chiquillo con su bicicleta nueva lejos del temor de los padres, con toda su fuerza, con toda su alma, henchido por la ilusión de libertad. Cargando mi peso hacia delante y la cabeza baja llegué hasta el final de la casi desierta avenida. Allí me desvié dejando al otro lado el bajo muro blanco y los altos cipreses cimbreantes del cementerio y su crematorio.
Caminé entre pequeñas naves industriales, talleres de coches, gimnasios low-cost, restaurantes de franquicia y casas de putas camufladas de bares. Un poco más allá, a la derecha, la última calle del viejo pueblo, viejas casas de una sola planta y persianas verdes ya habitadas sólo por viejos que esperan mientras todo crece a su alrededor. Un local del final de la calle, un local que ha sido muchas cosas, ahora es un centro de reunión evangélica. "Pase sin llamar" declara una cartulina pegada en el cristal de la puerta. A veces miro al pasar y veo las nucas de gente sentada.
Veo los molinos y me tientan. Podría subir hasta ellos. Tal vez con el tiempo justo, la luz se está yendo, pero todavía tendría tiempo. Y fuerza. Pero no, mañana me harán más falta en el bar.
Por aquí, casi en el límite de las vías del tren, las casas son aún más grandes, más poderosas. Altos muros y varias plantas, todas con el escudo de seguridad en la puerta. Hay una parcela en construcción y otra cercada a la espera. Tan sólo queda libre la adyacente a las vías y ahí, tras los arbolillos que la separan de las vías valladas, es donde paro a mear. Hoy, casi con la chorra fuera, topé por primera vez con un viejo un tanto despistado que quiero suponer venía de hacer lo mismo. Blasfemé algo bajo los auriculares, eché a andar un poco más adelante y no miré atrás.
Allí, en ese banco de ese parquecillo, frente a ese buen graffiti egipcio, releí este último agosto "La montaña mágica" Había caído una tormenta fuerte y el parque, el gran parque del pueblo, estuvo casi tres semanas fuera de servicio. Un poco más y encendería el cigarrillo.
Tres caladas y dejo que se apague. Mucha gente con la mascarilla puesta, la mayoría mujeres. Algunas llegan a bajarse de la acera.
Me animo y sigo adelante. Estoy bien. Haré el paseo largo.
Entre las sombras de los edificios llego al otro lado del pueblo veo que el sol todavía está allí, sobre las naves del polígono industrial, no de todas, pero sí de algunas. Y así voy mirándolo mientras camino. Ahora no hace daño si lo haces.
Unos pajarillos revolotean sobre un edificio de pisos. Nerviosos se posan en las antenas, empujándose, volando otra vez, pillando sitio. La noche llega. La noche, la noche, la noche...
El sol está capado cuando llego al perímetro del parque. Unas lejanas nubecillas se toman sus últimos rayos de luz. Veo un súper de carretera al que no voy hace desde hace años y entro para hacer la compra de mañana. Unas costillas. Un guiso con patatas. Me sale bien. La gente lo dice.
El carnicero está atendiendo a la única clienta de la nave. Lo que fue esto y lo que es ahora. La mujer ha salido para afuera, "ahora te lo llevo" oigo que le dice, y él no me hace ni puto caso, como si no existiera. Me voy mientras Zaratustra me habla de los sabios famosos. Compraré donde siempre.
Hay un grupo de niñas que entran a mi bloque cuando salgo de comprar. No hace falta llave alguna para entrar al patio interior. Son cinco y se sientan en el poyete enrejado que separa el acceso a las cocheras. Abro la puerta y entro al patio. No las miro ni les digo nada.
- ¡Hola, Kufisto! -grita una-
- ¡Hola, chicas! -digo abriendo la puerta de mi bloque-
Y ríen nerviosas mientras yo paso para adentro.
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