domingo, 31 de octubre de 2021

¿HABREMOS CAMBIADO?

 Eran dos mozos viejos. Dos mozos viejos de camino hacia el campo de fútbol para ver el partido del equipo del pueblo. Me acordé al verlos andar. Hoy es domingo y a lo lejos se veían más coches de los habituales en aquella zona. Por encima de mis auriculares se oía el típico batiburrillo musical y vocinglero previo al partido. El cielo estaba gris, sin claro alguno, y el fresco viento nos empujaba con fuerza hacia atrás. Dudoso paré. Quizá no debería haber salido a andar. Los mozos viejos me adelantaron con paso característico. Uno de ellos, calvo y de notable estatura, portaba un negro paraguas; el otro, de pelo fuerte y rizado, iba hablando tras las gruesas gafas. Eché a andar no muy convencido y ahora fueron ellos los que se pararon. Algo importante debería estar diciendo, pues acompañaba lo dicho con ligeros toques sobre el cuerpo del otro. Sobrepasándolos me fijé en un camión negro pegado al muro exterior del campo, todo pintado desde hace tiempo de grafittis autorizados. De él provenía todo aquel ruido, al menos en lo tocante a la parte musical. Supuse que al menos el speaker estaría dentro del campo, en la vieja tribuna de cemento. Era difícil de entender. 

Doblé hacia la izquierda y el viento sopló aún con más fuerza. Volví a dudar, esta vez sin pararme. El muro exterior de la piscina municipal mostraba un nuevo grafitti inacabado sobre las firmas que unos y otros habían ido dejando allí. Este era oficial, estaba claro. Permitido por la autoridad. Era grande, abarcaba lo menos veinte metros y aún le faltaban otros diez para completarse. Era una cosa infantiloide de toques pachamamescos. Pasada la puerta de acceso a la piscina cubierta, en la otra mitad del muro, los dos niños superhéroes seguían impolutos en el lugar asignado desde hace unos meses. Un niño y una niña. Él riente, con el puño en alto, y ella ceñuda, en posición de ataque. La primera tarde que los vi me acordé del amado presidente Kim y su Corea del Norte. Todas las tardes que pasó por ahí me acuerdo de Kim y Corea del Norte.

El viento era insufrible; y aunque apenas me separaban doscientos metros para alcanzar la gran avenida los vi casi tan lejanos como a la difuminada mujer que parada en el punto más alejado de la gran rotonda ferial parecía estar esperando mi llegada. No había nadie más. Enseguida caí en que era un perro lo que buscaba con la mirada. Alcancé la esquina del desastrado colegio público, doblé otra vez a la izquierda y ya resguardado y decidido me encaminé a casa.


Una mala salida. Una salida equivocada. Una salida provocada. Una salida causada. No lo habría hecho sin la venida a última hora al vacío bar de esa extraña pareja. Los calé enseguida. ¡Como no calarlos! Tendría que haber estado tan ciego como ellos, tan puesto como ellos. Él se asemejaba a un fraile y ella a una limpiadora de escaleras. Los dos sangraron por la nariz mientras estuvieron allí. Un mal tiro previo de mierda de la peor calidad. Ella le decía a él de viva voz que no era como la "Mamona". Él le hablaba suavemente. Ella me pidió que cambiara de música. Un jazz suave, un jazz mezclado con blues, sonaba discretamente por mis altavoces. Desde lejos le contesté que era lo que había. No insistió. Puede que de haberlo hecho me hubiera dado el gusto de dar forma a una de mis recientes ensoñaciones para estos casos. Lo tengo decidido: las Variaciones Goldberg de Bach. Se marcharon poco antes que viniera a relevarme mi hermano pequeño.


Estoy en casa y el partido está a punto de acabar. Desde aquí a veces se oyen los gritos del público. Creo que los nuestros marcaron un gol, pero no estoy seguro. La gata maullaba, aburrida y desesperada, mientras escribía estas líneas. Cada vez está peor. Daría lo que fuera por escaparse de aquí. A veces me da tanta lástima que tengo la tentación de abrirle la ventana de mi habitación, la que da acceso al tejado del edificio. 


Pero sé que, como la otra vez que se escapó por estas mismas fechas, estará sola, perdida y castrada entre el frío que llega y el salvajismo que siempre nos ronda tras la puerta. Y no siempre encontrará un alma caritativa que tres semanas más tarde, justo antes de la llegada de los primeros y mortíferos hielos, la devuelva a su hogar tras tomarse mil molestias.

La pobre carece de memoria. Ya no recuerda lo que le pasó. Ve la ventana abierta de par en par pero con la persiana bajada casi hasta su tope y se encarama en su quicio dando un magnífico salto sobre cualquier radiador y maúlla porque alguien suba esas rejillas. Pero es mejor así.


Te lo digo yo, pequeña, que todavía, a mi edad, tengo que andar con mucho cuidado. 


Y todavía más cuando creo volver a ver una ventana abierta.





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