Eran dos mozos viejos. Dos mozos viejos de camino hacia el campo de fútbol para ver el partido del equipo del pueblo. Me acordé al verlos andar. Hoy es domingo y a lo lejos se veían más coches de los habituales en aquella zona. Por encima de mis auriculares se oía el típico batiburrillo musical y vocinglero previo al partido. El cielo estaba gris, sin claro alguno, y el fresco viento nos empujaba con fuerza hacia atrás. Dudoso paré. Quizá no debería haber salido a andar. Los mozos viejos me adelantaron con paso característico. Uno de ellos, calvo y de notable estatura, portaba un negro paraguas; el otro, de pelo fuerte y rizado, iba hablando tras las gruesas gafas. Eché a andar no muy convencido y ahora fueron ellos los que se pararon. Algo importante debería estar diciendo, pues acompañaba lo dicho con ligeros toques sobre el cuerpo del otro. Sobrepasándolos me fijé en un camión negro pegado al muro exterior del campo, todo pintado desde hace tiempo de grafittis autorizados. De él provenía todo aquel ruido, al menos en lo tocante a la parte musical. Supuse que al menos el speaker estaría dentro del campo, en la vieja tribuna de cemento. Era difícil de entender.
Doblé hacia la izquierda y el viento sopló aún con más fuerza. Volví a dudar, esta vez sin pararme. El muro exterior de la piscina municipal mostraba un nuevo grafitti inacabado sobre las firmas que unos y otros habían ido dejando allí. Este era oficial, estaba claro. Permitido por la autoridad. Era grande, abarcaba lo menos veinte metros y aún le faltaban otros diez para completarse. Era una cosa infantiloide de toques pachamamescos. Pasada la puerta de acceso a la piscina cubierta, en la otra mitad del muro, los dos niños superhéroes seguían impolutos en el lugar asignado desde hace unos meses. Un niño y una niña. Él riente, con el puño en alto, y ella ceñuda, en posición de ataque. La primera tarde que los vi me acordé del amado presidente Kim y su Corea del Norte. Todas las tardes que pasó por ahí me acuerdo de Kim y Corea del Norte.
El viento era insufrible; y aunque apenas me separaban doscientos metros para alcanzar la gran avenida los vi casi tan lejanos como a la difuminada mujer que parada en el punto más alejado de la gran rotonda ferial parecía estar esperando mi llegada. No había nadie más. Enseguida caí en que era un perro lo que buscaba con la mirada. Alcancé la esquina del desastrado colegio público, doblé otra vez a la izquierda y ya resguardado y decidido me encaminé a casa.
La pobre carece de memoria. Ya no recuerda lo que le pasó. Ve la ventana abierta de par en par pero con la persiana bajada casi hasta su tope y se encarama en su quicio dando un magnífico salto sobre cualquier radiador y maúlla porque alguien suba esas rejillas. Pero es mejor así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario