domingo, 19 de diciembre de 2021

FUERA DE CONTROL

 Entraron al bar y pidieron dos copas. Enseguida, por el oído, vi que iban puestos. A estas alturas uno no habla de esa manera sin haberse metido cocaína. Uno de los nuestros, se entiende. Cogieron las copas y se fueron al ventanal. Eran las tres y cuarto de la tarde. La madura pareja de progres con la que había estado hablando de alcoholes durante los últimos quince minutos se marchó poco después tras apurar sus copas de vino. Él empezó con ello al mostrar interés por una de las botellas que tengo en el mueble expositor, un coñac, un brandy superior; de ahí había derivado hacia todo lo demás, bastante previsible para un profesional. Ella es maestra (me he enterado hoy al oírla hablar con otra clienta de su mismo gremio) y no le queda mucho para jubilarse; él está en Cultura, creo, y por otra conversación de barra con un amigo que no tuve más remedio que oír sé que ha publicado algún que otro libro de poemas. Por cierto que fue a este y en esa misma ocasión a quien le oí hablar de Thomas Mann y su Montaña Mágica en términos laudatorios, cosa que fue casi un shock para mi pues por entonces andaba colgado de ella. Sentí ganas de entrar en la conversación pero me contuve. Yo era el camarero y un camarero no está para entrar en charlas ajenas. Esto es así y así me lo enseñaron desde pequeño.

Uno de aquellos dos, un viejo y buen amigo, hablaba por teléfono casi a gritos conminando a su interlocutor para que viniera. Llegaron poco después, también conocidos míos. Venían de trabajar y estaban frescos. Pidieron dos copas y se fueron con ellos. Terminé de recoger y me senté en un taburete a esperar el cercano cambio de turno.

Mi viejo amigo llevaba la voz cantante. Se le nota un montón cuando se pone. No es que de ordinario sea un tipo callado no, sino que no lo hace con esa pasión. Hablaba de sentimientos y enfermedades ajenas, de amados muertos a los que en vida nunca les dijo lo que sentía por ellos, de amigas todavía jóvenes y sin embargo próximas a desaparecer del juego por lo mismo, de la puta mierda que es la vida. Uno de los recién llegados corroboraba lo dicho en la figura de su padre y en el diferente cuidado que le diera el hermano mayor con el que aún hoy sigue sin hablarse. De ahí el asunto pasó a recientes historias de violencia, de capullos capataces en sus brutales trabajos, de idiotas madrileños que te miran de arriba a abajo como si ser manchego fuese una deshonra, hablándote como si fueras un negro hasta que te acercas a ellos y les voceas que una vez más y le arrancas la nuez de un bocado. 

En esas andaban cuando salí a calzar la puerta para que corriera el aire.

Pero allí había un tío en chancletas vestido de hospital. Lo vi de refilón mientras ajustaba el zoquete de madera en el quicio de la puerta pero sí, era un chico joven vestido con la ropa de paciente. Y entró detrás de mi y vino a la barra, justo tras el grifo de cerveza.

Lo primero que balbució fue que se había escapado del hospital y que necesitaba dinero para comprar tabaco y tomarse una copa. Yo lo miré, vi que no estaba nada bien y suavemente le dije que no mientras me iba a la cocina para coger la escoba con la que barrer los últimos restos de basura que había visto al salir de la barra para calzar la puerta. Y entonces el chico, ofuscado, le dio un manotazo al grifo yéndose hacia la puerta y la cerveza empezó a correr. Sin decir ni media palabra ni mirarle lo cerré y salí a barrer con él todavía mirándome desafiante. Se fue. Menos mal que no se habían dado cuenta los de dentro.

Los dos últimos en venir se fueron tras beberse el último trago en la calle mientras fumaban. Y entonces los dos primeros volvieron a entrar.

- ¿Qué, Kufisto, nos pones dos copas de Navidad por una puta vez? ¡Ya está bien, no!

Bueno, sólo se habían tomado una pero qué más da; las puse, me eché una cerveza y salieron a relucir los viejos tiempos, las viejas historias, los viejos colocones, lo viejo todo: éramos tres solteros cuarentones hablando de cosas que pasaron décadas atrás. Me eché otra cerveza.


- Vámonos por ahí, Kufisto -dijo cuando mi hermano llegó para relevarme.
- No, tío. Tengo que hacer cosas...
- ¡Venga, no jodas, qué tienes que hacer un puto domingo!
- Poner lavadoras, limpiar...

"Una más y la cago"


Empezamos demasiado pronto, ese fue el primer error, pero gracias a las consecuencias que iban trayendo llegaron los intervalos en los que durante meses me recluía en casa a leer libros y ver películas. Y de la tara nació el peso. Tan sólo cuando muchos años después me quedé solo recaí con toda la fuerza que seguía esperándome tras la esquina. Y entonces, ya muy cerca de no rebotar en el suelo, empecé a escribir.


Los caballos ganadores se ven en la línea de salida, sí...Pero la carrera es larga y al final todo consiste en llegar a la línea de meta antes del fuera de control.


Y ahora, a mis años, después de tantas historias, tengo la impresión de que tampoco es eso.







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