Era la Nochebuena de, pongamos, mil novecientos ochenta y tres. Nosotros habíamos acabado de cenar en casa y como de costumbre mi padre cogió el coche y fuimos a ver a los abuelos. Por entonces todavía venía al pueblo en esas fechas parte de la familia que se fue a Madrid, sobretodo aquellos que aún no estaban casados. Cada familia cenaba en su casa pero después nos juntábamos todos en la del patriarca, por así decirlo. Era aquella una noche familiar en la que no se salía de copas, eso vino algo más tarde; de hecho no había nada abierto. La gente cenaba, luego se reunían, cantaban villancicos, bebían y de vuelta a casa. Recuerdo, yo era un niño, la alegría de los otros, la algarabía, la sidra El Gaitero, los besos de ellas y los pellizcos en el moflete de ellos, la tele puesta, las risas de la abuela y la proverbial seriedad del abuelo, un tanto descompuesta ante la visión del evidente exceso general, su hijo mayor incluido el cual se divertía lanzándole cariñosas puyas mezcladas con besos que el abuelo rechazaba casi espantado. Él padecía del estómago desde la Guerra y no bebía ni gota alcohol, aparte de una dieta de lo más estricta aún en noches como esa. Yo, el mayor de sus nietos, solía sentarme a su derecha, en la bancada, mientras él partía nueces y me las daba ya limpias del todo. Creo que éramos los únicos en aquel pequeñísimo salón que deseábamos el fin de la celebración.
Aquella noche llegamos aún más tarde de lo habitual. Si normalmente cenábamos tarde (cosas de tener un padre con un bar) esa vez nuestra llegada se retrasó un poco más, y cuando llegamos ya estaba casi todo el mundo. Yo me senté en una silla junto a la mesa (ese año, y a causa de la tardanza, fue mi prima la que ocupó mi lugar) pero con todo no tardaron en llegar las nueces peladas, los besos, los pellizcos y todo lo demás sólo que aumentado ante mi débil posición. Era insufrible pero yo ya entendía que no había otra manera de hacerlo. Pronto volvería a casa y cogería un Mortadelo y Filemón, o una novela infantil ilustrada de Julio Verne o Emilio Salgari y me dormiría leyendo para a la mañana siguiente ir a jugar al fútbol con los amigos. Y en esas estábamos cuando vino el hermano de mi tío con la mujer.
Estaba borracho, hasta yo me di cuenta. El ambiente se tornó un tanto incómodo y él, por la razón que fuera, ofuscado pero intentando ser gracioso ante alguien, la tomó conmigo de manera que sentí como todos esperaban mi estallido, pues sabían como era. Pero, cosa rara, aguanté; incluso le seguí el juego mientras comía las nueces del abuelo entre el paulatino silencio general que iba derramándose por aquella salita llena de gente con rostros preocupados. Cuando poco después nos fuimos para casa, al subir al coche, mi padre me dijo que estaba orgulloso de mi. Fue la única vez que me lo dijo. Sé que, a pesar de todo, lo pensó después en muchas otras ocasiones, estoy seguro. Pero esa fue la única vez que le oí decirlo de su boca.
- Kufisto...-oí decir desde la cocina
- Voy -respondí bajo el estruendo del extractor. Salí y vi que era él- ¡Ah, eres tú!
- Sí, soy yo. Ponme un cortao, anda.
Suele venir al bar los domingos por la mañana, antes de ir a echar de comer a los gatos de su parcelita campestre. Ya está jubilado, aunque sigue sabiéndolo todo de todos. Es lo que tiene haber sido director de banco durante cuarenta años. Si tengo tiempo hablamos, o más bien escucho pues yo no conozco a casi nadie a pesar de decirle a veces que sí para darle continuidad a sus interesantes relatos. Hoy volvió a tocar el tema de su hermano mayor, mi tío, y el problema económico que sigue teniendo ahora añadido al de salud. Yo pensaba que aquel ya estaba resuelto pero no. Sigue en las mismas mientras el otro continúa progresando entre el tradicional y avestrucesco oscurantismo familiar. "No es nada pero me tienen que hacer esto..."
Después pasó a él y volvió a contarme su historia de alcoholismo; como lo dejó con ayuda profesional y en las mierdas que se vio durante el largo proceso hasta volver a recuperar su puesto y, claro está, ajustar cuentas con aquellos que no habían dado un duro por él, padre de cuatro hijos en esas fechas y dos más después.
Me contó las peripecias de aquellos años, algunas no oídas, y celebré interiormente que hubiera sobrado gran parte del guiso del día anterior para poder escucharlas. Estaba abriéndose las venas delante de mi, delante de aquel niño del que su padre le dijo una vez que se sentía orgulloso de él, y en un instante comprendí la razón de todo ello, de todos estos domingos, de todas estas mañanas de domingo de todos estos últimos años jubilados...¡También él se acordaba! ¡No de la noche, no, nadie se acuerda de nada cuando se levanta borracho, sino de después, del día después, de lo que tuvieron que decirle, de lo que tuvo que sentir al oír todo eso...!
Estaba emocionado, a punto de las lágrimas. También era él quien estaba tras su hermano mayor. Y el hermano mayor ya estaba demasiado viejo como para cambiar. Y él estaba sufriendo por ello. El hermano mayor siempre es el hermano mayor, vengan los años que vengan. Y él, también ya viejo, ¡no podía aceptarlo! ¡Eso era! ¡Su hermano mayor! Si él, el mediano, había podido con algo tan jodido como un alcoholismo...¡como no podía él, joder, el mayor, dominarse ante una máquina!
Se fue a echarle de comer a los gatos.
En una mesa del salón dormita mi anciana de todos los días, la madre de mi amigo el médico, el que hace unos años, justo tras la muerte de mi padre, su paciente, se auto-prohibió la entrada a cualquier bar, incluido el mío que en la práctica era el único.
- Si vengo y te pido de beber, Kufisto, no me lo pongas -me dijo- En serio.
Hoy es fin de semana y está sola. La cuidadora no está y su hijo me la ha traído para el desayuno. Luego vuelve y la recoge poco a poco, como quien barre el piso antes de una cita. Cada vez que salgo de la barra para ir a recoger cosas del salón me mira y me sonríe con la sonrisa más dulce que pueda imaginarse.
- Mi hijo mayor era muy bueno -oí como le decía a su cuidadora uno de estos días- Pero le dio por beber y se mató.
Viene mi amiga. Me queda una hora acabar el turno. Le pongo una cerveza y sin pensarlo me sirvo una Voll-Damm.
- Esta cerveza es para tomarla con calma -le digo loándola.
Todavía está Sonia allí, en una de las mesas altas, con sus padres. Hace dos meses de la última vez. Se va.
- Adiós, Kufisto.
- Adiós, Sonia.
Hablo con mi amiga y bebo y a a cada trago hablo más de lo normal. Ha sido automático. En sus ojos veo extrañeza. También en los míos. Salimos afuera para fumar y le hablo de Wagner y la memoria de la sangre.
- ¿Te das cuenta -le digo- que la sangre nunca se para, que siempre circula la misma sangre por nuestras venas? El otro día lo vi en un vídeo. Tu sangre, la mía, la de tus padres y la de los míos, la de lo abuelos y los bisabuelos y más allá se comunica constantemente a través del cordón umbilical. ¡Es increíble! ¡La sangre siempre es es la misma desde hace milenios! ¡Tú eres un montón de sangre! ¡Yo soy un montón de sangre!...
- Joder, Kufisto...
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