viernes, 10 de febrero de 2023

RIQUINODERMO

El cabrero de la sierra de Gata cabreaba el nuevo día sobre inhóspitos canchales para espanto de todo aquel que estuviera viéndolo. Con el cayado en una mano y el móvil que retransmitía en directo en la otra uno tenía la sensación de estar inmerso en una de esas partidas maestras de un videojuego jugado por otro. A la búsqueda de las vacas, entre silbidos y voces vaqueras, resuellos y toses, maldiciones y enseñanzas del camino para sus televidentes, Jesús Manuel hacía por echarlas abajo de la sierra. Desperdigadas durante la noche y apurado de tiempo, la labor adquiría trazos taumatúrgicos, casi mágicos. 

Media hora más tarde y sin haber pegado un sólo palo bajaba de aquel Orodruin con la mayor parte del rebaño en fila india y a buena marcha. Las cuatro remolonas de arriba, su amada "Pantoja" entre ellas, ya bajarían solas. No tenía más tiempo para las vacas.

Subió al coche, colocó el teléfono en el trípode, arrancó, se puso el cinturón y aprovechó el regreso al pueblo para hablarnos de sus cosas, de la ruina del campo, de la envidia que le tienen algunos personajes de su pueblo, de los jipis desastrados que están "infectando" la sierra de Gata (no todos pero sí la inmensa mayoría) y del cabreo de los autóctonos hacía sus alcaldes por el trato preferente que les dan, algo que ha llegado a un punto tal que familias rojas de toda de la vida han decidido votar PP en las próximas elecciones.

- En las generales no -decía el cabrero- En las generales PSOE...¡Pero ya verás qué sorpresa se van a llevar estos! Aunque yo como no voto...Por eso digo lo que me da la gana.

Es rojo. Dice que no vota pero es rojo. Tampoco dice que sea rojo pero se nota. Y esto es algo que se entiende cuando le oyes hablar de la vida que le ha tocado en suerte.

Ya en su desierto cuartel general arrambló de hercúlea manera con un fardo de alpaca que entre bromas cargó en el pequeño remolque con destino a sus queridísimas vacas avileñas. Muy venido arriba, alabando su alimentación a base de tocino, nos dijo que era capaz de levantar ciento cincuenta kilos y que algún día nos lo demostrará.

- Y si estoy cabreao...¡Joé, vuelco un coche, me cago en dié!"

Tiró hacia hacia la finca donde pastan las vacas de su corazón y les echó de comer. Antes de irse le dio una golosina a su preferida, "Caraguapa"

Otra vez al pueblo. Otra vez al cuartel general. 

Ahora había que desmontar una especie de chamizo metálico que ya no hacía falta. Siempre con el trípode de la cámara en el sitio lo vimos desmontarlo y cargar con él para echarlo en el remolque y llevarlo a otro lugar. Y entonces, antes de recoger la cámara, vio un mensaje de uno que decía que estaba haciendo el número y que poco menos era un vago gordaco de mierda. Y se cabreó; sonriente e irónico como siempre, pero se cabreó. Con razón. 

- Bueno, tengo que irme, autóctonos -dijo- Nos vemos.

Miré el reloj. Eran las doce. Todavía me sobraba casi una hora.


Fue muy al principio del tonteo. Aquel mediodía dominical ella vino sola, sin su marido. Por entonces se llevaban bien, quiero decir, no mal. Ella acababa de salir de trabajar y vino a verme y a tomar algo. Y dio que estábamos hablando y entró al bar un viejo de derechas, muy de derechas, que ya era el último que quedaba de una cuadrilla a olvidar. Y se puso junto a la mujer y, como siempre, no podía dejar de hablar de la maldita política, fuera quien fuera quien estuviese a su lado. Y este imbécil, este idiota que ya hará cuatro años está muerto, no tenía ninguna delicadeza. Y la chica, la mujer, mi amiga, una madre sin más educación que las cuatro reglas, le aguantó el tirón por el cariño que me tiene y porque también ella, con lo mal que lo ha pasado, sabe como funciona el sistema. Pero no olvida. No es tonta, no ha podido permitírselo. 


Hoy, a eso de las tres, con el bar casi vacío, vino al bar después de unas semanas sin hacerlo. Bebimos unas cervezas, hablamos, reímos, pregunté y la escuché.


- ¿Quieres una? -le dije cuando me pagó.
- No. Tengo que irme a por los chicos.

Alguien entró en ese momento y fui a atenderles. Ella todavía estaba en mi esquina, csperando.

- ¿Un pito? -dijo-
- Venga.

Salimos a la puerta. Hacía un frío del copón. Me habló de lo que le quedaba por hacer, de lo cansada que estaba...

- ¡Qué frío, Kufisto!


Y la besé.


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