Salí del bar
para darle el pésame por la reciente muerte de su anciana madre. Me había
parecido al pasar que era ella quien estaba sentada en la terraza con una
pareja que reconocí de otras veces como amigos suyos. Dudé un poco al empezar a
hablar, como uno que se ha equivocado de persona, tan distinta me pareció de
cerca. No entendió bien mis palabras de condolencia, algo que por un instante
me aterró ante la posibilidad de estar metiendo la pata. Pero sí, era ella. Le
conté que me había enterado por su hijo mayor, un buen amigo que bastante
emocionado se pasó por el bar tras la inhumación. También le dije que recordaba
con mucho cariño a su madre de cuando hace muchos años iba al viejo bar en
compañía de otras viudas. Resaltaba entre todas ellas por la dulzura de su
perenne sonrisa, más aún entre los duros rostros de algunas de ellas. Vi la
emoción en sus ojos, a punto de verter lágrimas, y me lo agradeció tan de
corazón como yo se lo había dicho. Me habló de los unidos que habían estado
nieto y abuela, hasta el punto de haber sido ella quien lo crió. Por
primera vez en la vida noté que me miraba de una forma distinta.
Franco había
muerto apenas dos años antes cuando se quedó embarazada sin estar casada. Y
para más inri el padre, que encima era de otro pueblo, se desentendió por
completo. En un pueblo manchego de finales de los setenta aquello debió de ser
un infierno. Hasta mucho tiempo después ver a una mujer en un bar sin la
compañía de su marido fue algo inimaginable. Se fue a Madrid como tantas otras
habían hecho antes que ella sin haber caído en semejante castigo. Y de las que
yo conozco ninguna ha regresado más que para lo absolutamente imprescindible.
Pero ella lo hizo, esta vez casada con un hombre de posibles y ya madre de su
segundo y último hijo. Con todo y con eso la dureza en su rostro por el trato
recibido quedó fijada para siempre aunque los tiempos y costumbres fuesen
cambiando poco a poco hasta alcanzar la aceleración actual con la que tan
incómodos se sienten los últimos guardianes de la vieja moral a los que ya ni
sus viejos sacerdotes hacen demasiado caso. Y para decepción suya ni odio
reciben de vuelta, sólo indiferencia.
Pero ha sido
necesario el sentido pésame por la muerte de su madre para que ella no viese en
mi a mi padre, a su padre, a todos los padres y todas las madres casados a
fuego por la Santa Madre Iglesia ante la muda y cabizbaja presencia de Cristo crucificado.
Y yo en ella
a una mujer que es una buena explicación a tantos malos entendidos heredados.
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