La muchacha pidió algo que llevara chocolate y yo no tengo nada de eso.
- Hay porras -dije mirándola-...tostadas...pulgas...
¡Qué color en los pómulos! Daban ganas de acariciarlos. ¿Y las mejillas ocultas por la mascarilla, como serían? Tenía unas gafas redondas, los ojos claros; el pelo largo, rizado y tirando a pelirrojo. Frente a ella, sentada al otro lado de la mesa, una mujer cuyos rasgos trajeron automáticamente desde mi memoria los de mi abuela paterna algunos antes del primer recuerdo que guardo de ella.
La chica dudó un poco.
- Una tostada...¿de jamón?
No, tampoco tenía jamón. El jamón llegaría un poco más tarde.
- No, no me queda jamón...-Olvidé decirle que sí tenía lacón ahumado- De mantequilla...mermelada...tomate...-Que no me pida atún que tampoco me queda.
- ¿Atún?
- No...
Y tontamente le expliqué que ayer estaba cerrado por inventario el súper donde compro todos los lunes. Era verdad. Una verdad tonta, innecesaria. Me acordé de mi madre y la justificación que nos dio ayer en la comida familiar del día de descanso por no haber preparado un cocido: no había apaño en la carnicería a la que va con su hermana en una de sus poquísimas salidas de casa. No sale de ella. Desde que murió mi padre sólo lo hace a cuentagotas. Y no por el virus sino porque se acostumbró a salir con él desde que apenas era una muchacha y él casi un quinto y ahora ni sabe ni quiere hacerlo sin su compañía. Me enfadé. Sospeché algo cuando aún cargado con la mesa desplegable que cogí bajo la escalera poco menos que se abalanzó para besarme. Me conoce. Yo llegué helado, pensando en el tazón de caldo que iba a beber para entrar en calor. "¿Y el chico?" dije por su nieto, casi lo único que la mantiene fuera de la previsible depresión. "Todavía no ha venido" Y entonces supe que no había cocido sino esos jodidos filetes en salsa y me cabreé. No tanto como otras veces pero no por ello dejé de decírselo. No entraba en calor y me hice una infusión mientras empezaba a preparar las cosas en la cocina. Ella se quedó en el salón. Esta mañana en el bar, al mirar la fecha para escribir los gastos cotidianos, caí en la cuenta de que es su cumpleaños. Ahora la llamaré. Cuando acabe esto.
- Bueno, pues...con tomate. Y aceite. Y un café con leche -dijo la muchacha con un tono de color aún más subido. Casi sentí la mirada de su madre, una mujer con voz de fumadora que pidió café y una copa de anís.
Mi abuela gustaba de comer aquellos rosquillos anisados. Yo no puedo soportar el anís desde los catorce años, cuando me emborraché por primera vez. La abuela bebía vino con todas las comidas, eso sí. Recuerdo aquellas tostadas de vino y azúcar que nos daba para merendar. "Poco vino" decía el abuelo, un hombre enfermo desde la Guerra. El anís es una bebida de gente alcoholizada. Al menos esa es mi experiencia durante todos estos años. Se les nota en el semblante. "Verás como pide anís" Y casi nunca fallo. Es así. O al menos así es como yo lo he visto y comprobado.
El primero que entró hoy al bar pidió anís. Sabía que iba a pedir anís porque hace una semana o dos lo pidió. No sé sí llegué a calarlo entonces, da igual. Es un trabajador que esperaba la llegada de la furgoneta. Entró como si fuese mediodía a pesar de que todavía no eran las ocho. No entiendo como alguien puede arrancar el día de esa manera. Alto, fuerte y animoso, de acento andaluz, mentón pronunciado y pelo negrísimo y rizado a pesar de tener más o menos mi edad. Se bebió la copa de un trago después de hablar a borbotones acerca del tiempo en el proceso que llevó coger la copa, la botella y un vaso de agua. Me agotó en dos minutos que estuvo.
Poco a poco fueron entrando los habituales: la simpatiquísima chica de la clínica de abajo, la abuelilla y su cuidadora, alguno de paso...poco más. Así funciona esto. Sobrevivimos. Recuerdo que una compañera de la chica de la clínica, creo que la mujer del jefe, una tía sota que muy pronto dejó de venir, una vez que estábamos solos mientras ella esperaba la llegada de las demás y viéndome sacar de la cocina las pulgas que iba preparando me preguntó que cuando venía la gente. La verdad es que me quedé un poco a cuadros pero le contesté que un poco más tarde. No sé, quizá esperaba una especie de cafetería de hospital y no. Esta funciona así. Las pulgas son para todo el día y muchas veces sobran. Y de la bandeja de churros muchos acaban en la basura al mediodía. Esto es así. No siempre fue así pero nunca muy diferente. Supervivencia. Tengo casi cincuenta años y menos de mil euros en el banco.
La madre de la muchacha pidió una segunda copa de anís que le acerqué. La chica se había quitado la mascarilla. Vi sus mejillas y los labios. Recogí el plato y los cubiertos, los servicios de café y regresé para limpiar la mesa. La madre, callada, miraba.
Luego se fueron.
Y ahora, la llamada.
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