¿Cuantos años le llevaré? No más de siete en cualquier caso. Cuando nos conocimos él era poco menos que un crío con el que a veces cargaba su hermanastro, unos tres años mayor. De padres diferentes (una completa excentricidad por aquel entonces) se llevaban a matar aún de adolescentes, cuando los odios y envidias infantiles entre hermanos ya debían haber quedado atrás para dar paso a la camaradería propia de tan complicada edad. Pero no era así entre ellos. Casi treinta años después el odio no ha desaparecido sino que ha llegado a tal extremo que no pueden verse. Se ha dado el caso de estar uno de ellos en el bar, entrar el otro y dar media vuelta al verlo. Y una vez que fue el grande quien vio al pequeño ya dentro se dirigió hacia él y no le pegó porque estaban mi bar. Le cantó la gallina sin alzar mucho la voz pero en tal estado de alteración que hubiese bastado una réplica cualquiera para que se liara el trompo. Sin embargo el pequeño calló, pagó y se marchó. Pasó mucho tiempo antes que volviera a verlo por el bar.
Lo vi llegar en su coche a través del ventanal. Pasé a la barra y me puse la mascarilla. Entró, nos saludamos y pidió un poleo que le serví con la típica pregunta de qué tal iba todo. Contestó que acababa de pasar el covid y que con la excepción de los dos primeros días (por otra parte nada del otro mundo) había sido cosa de poco. Las dos hijas también habían resultado positivo pero la mujer no, aunque se hace el test a diario antes de ir a trabajar y ya se ha puesto la tercera vacuna. Él va por la segunda. "Eso habrá sido lo que ha hecho que sea leve" No contesté nada y a su pregunta sobre qué tal habían ido las Navidades en el bar respondí con generalidades tendentes a darle razones para su precaución, lo cual también era la pura verdad. Uno aprende a adaptarse al medio cuando está detrás de una barra.
- Dame un chupito de whisky, Kufisto. Uno bueno. Uno de doce años.
Miré en la vitrina y le ofrecí un Glenfidich que aceptó con el añadido de una piedra de hielo. Pidió otra para el poleo que tan largo se le haría y mientras escanciaba el malta recordé una anécdota que le conté sin darme cuenta de que podría haber resultado incómoda.
Precisamente ese fue el primer whisky de alto nivel que conocí. Y también precisamente fue durante unas navidades de los primeros noventa del siglo pasado en las que trabajé como extra en las barras de un cine reconvertido en sala de fiestas para la ocasión. El concejal de cultura y festejos, un tipo bajito y con cara de pocas bromas, follador impenitente, la tenía reservada para él. Era su botella y nadie podía beber de ella. Lo tomaba sólo, con hielo, otra excentricidad en aquellos tiempos. Fue entonces cuando probé la cocaína por primera vez. Y recuerdo que su hermano mayor también estuvo trabajando allí, aunque me resulta difícil situarle como camarero. Vivíamos cerca y mi hermano y yo quedábamos con él para ir andando a trabajar mientras nos fumábamos unos canutos. Sin lugar a dudas tenía que acordarse de aquello, aunque él tuviera que quedarse en casa con mamá y papá. Pero no, lo vi en su mirada. Se ha metido demasiada cocaína desde que creció. Y todavía se mete. Y por no pagársela a su hermano mayor y algunas jugarretas a un gran amigo de este es que quieren verse muertos.
Recordamos los viejos tiempos tan distintos a estos. Habló de los años que lleva sin salir por la noche. Pero yo le conozco y aunque es muy posible que tal cosa sea cierta también lo es que sigue pillando tema, tanto para él como para su mujer, aunque ahora sea a uno de los camellos oficiales del pueblo, un gran amigo mío que el otro día me envió un wasap de información acerca de la tercera vacuna que este fin de semana despacharán sin cita previa a todos los mayores de 40 años, algo que me dejó estupefacto aún sabiendo que él, siempre tan antisocial y tan anti-todo, ya lleva dentro las dos primeras.
Alabó el whisky del que no dejó ni gota y dejando a medias la infusión se fue a trabajar al negocio de su
padre que ya, en la práctica, es el suyo.
Era un buen chico cuando lo fue, siempre sonriente, tan distinto a su hermanastro, aunque siempre ha sido a este a quien he considerado mi amigo. Era el típico chaval inofensivo y un tanto despistado que no sobra pero tampoco resulta indispensable. Y se ve que se cansó de serlo.
Todos nos cansamos de ser para siempre el sueño de otro. Todos no, pero sí unos cuantos. Desde allí llegan las drogas: el alcohol, el tabaco y todo lo demás. Es un sentimiento muy fuerte y complicado de esquivar sin perder la propia personalidad naciente. Puedes conseguirlo, ¡claro que puedes conseguirlo!, aunque a veces el precio a pagar es como una retención de líquidos, pero en el joven espíritu que se ahoga. Y vives una vida que es la eterna proyección de un Batman contra un Joker medio gilipollas. ¡Y puedes quedarte ahí sentado en la cómoda butaca, claro que puedes! El tren necesita de las vías que otros colocaron con el sudor de sus frentes y el dolor de sus vientres. Pero todo tren de largo recorrido necesita hacer algunas paradas. Y a estas alturas de mi vida creo que tampoco ha sido tan malo bajarse entre las estaciones para estirar un rato las piernas, tomar algo en la fonda y pasar el rato con el paisanaje del que tanto te advirtieron. A veces parece tan estimulante que no oyes el aviso de partida, ¡pero qué importa! La vía no lleva sobre ella a un único tren.
Y si empezaste el viaje en segunda clase tampoco es tan malo acabarlo en tercera. La cuestión es no caer tirado en medio del desierto.
La sed sólo es insoportable cuando ya no queda ninguna fuente para tus piernas.
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