miércoles, 26 de enero de 2022

¿QUÉ MÁS DA?

¿Como fueron las tardes como esta de hace sesenta años, cuando todo lo más había una radio en el populoso hogar y la televisión era cosa de ricos y americanos? Semanas, meses enteros de enormes cielos encapotados, la lluvia y las heladas en las oscuras calles y el frío en las casas, los braseros de picón, la mortecina luz de la lámpara del techo, una baraja quizá, todos juntos pierna con pierna bajo las sayas, el runrún del parte, la animosa voz del locutor, el tazón de leche previamente hervida y unos trozos de pan, tal vez alguna galleta, los silencios y las campanas a muerto de la iglesia, el toque de las horas en el reloj de la plaza, compartir cama con hermanos y primos, allí vivían todos juntos, todos revueltos, el calor de los cuerpos, los gases y las risas, ¡qué frío!, ¡déjame poner mis pies sobre los tuyos!, como animalillos, el padrenuestro previo al sueño, ¡a dormir!, la oscuridad, las risas ahogadas, reprimidas, el sofoco y al fin el sueño.

Aquellas grandes familias llenas de adolescentes y niños pequeños estaban tan unidas por la pobreza. Luego cada cual se buscó la vida, los más atrevidos en la capital, el país fue progresando y la vida cambió. La familia empezó a dejar de ser imprescindible, hubo quienes ya en Madrid optaron por quedarse solteros, sobretodo las mujeres, y hasta hoy, que cada día son más los que prefieren vivir solos. 

Conocí algo de todo aquello. No recuerdo la casa sin televisión. Sí compartí cama con alguno de mis hermanos, también rezábamos en voz alta el padrenuestro antes de que nos mandaran apagar la luz, pero eso era más una superstición que otra cosa: nuestros padres ya no eran tan religiosos como los suyos, ni mucho menos. Si algo tengo claro de todo aquel tiempo que no vi es que la gente joven estaba mucho más harta de la iglesia que de Franco. Y después de todo se le rezaba al buen Dios, no a los curas, esos metomentodos de las narices.

En la casa del abuelo todavía se usaba el brasero de picón. Pasó tiempo hasta que accediera al cambio por uno eléctrico. Quizá algún susto, no lo sé. Su televisor era en blanco y negro, no como el de casa. Luego compró otro a color donde veíamos los partidos de fútbol. Supongo que con lo economizador que era lo compró por nosotros, para que no dejásemos de ir a ver el fútbol con él. Se ponía verde al vernos coger con despreocupación el mando a distancia, algo totémico para él. Que cortáramos el pan con las manos era algo que le sacaba de quicio. "¡Dádmelo a mi y yo os lo corto!" decía. Y sacaba su navaja y cortaba el pan. Ver restos de comida en el plato era algo imperdonable. Y dejar la grasa aparte poco menos que un pecado. "¡Pero si eso es lo mejor!" A nosotros ya nos habían enseñado de otra manera. A veces yo protestaba por el sonido de las campanas a muerto de la cercana iglesia, algo que siempre me ha deprimido. "Ten un respeto" respondía.

La gente de Madrid seguía viniendo para las fiestas pero con los años esto también se fue perdiendo. Apenas conocimos a los primos nacidos allí. Hoy no podría reconocerlos. Ni siquiera recuerdo sus nombres excepto el de una, por lo extraño.

Los abuelos murieron, también mi buen padre. Él fue quien durante su enfermedad me contaba con una sonrisa la vida antigua, a veces hasta las lágrimas de las carcajadas compartidas. Todo, hasta lo de aquel cura del colegio que en confesión le preguntó si ya se tocaba obteniendo como respuesta una huida a todo correr de la iglesia a la que ya no volvió. "¿Pero quien le pregunta eso a un niño?" decía. Y no le hizo falta ningún cura para seguir creyendo en Dios durante toda su vida. Un padre necesita a un Dios, a un buen Dios por la salud de sus hijos, no a un cura que nada sabe de la vida viva.

Y aquí estoy yo, solo y calentito, en mi piso de tres habitaciones y dos cuartos de baño, salón con amplias vistas a la calle, cocina, trastero y cochera, un televisor desconectado de la red desde hace diez años y alguna radio sin pilas por algún sitio. Pero con conexión a Internet. ¿Qué diría el abuelo de Internet? ¡Ay, Dios...!

El pueblo sigue creciendo, barrios nuevos en los que uno se siente como un intruso. Ahora es una pequeña ciudad con todo lo necesario para una vida cómoda, segura y a una hora de Madrid. Cada año hay más gente que no nació aquí. Hace mucho que las iglesias están más para los funerales que para los bautizos, y no digamos de las bodas. Cada año hay más quejas ciudadanas por los cohetes que al amanecer se disparan durante las dos semanas dedicadas a las ancestrales festividades de San Antón y San Sebastián. 

Pero a esas horas yo ya estoy despierto y en el bar. Y tampoco creo que a mi gata le importe mucho, aunque ahora que lo pienso puede que sí. Bueno, uno no puede tener todo lo que quiere, como decían los Stones. También quienes tienen todo lo que se puede comprar lo pasan mal a veces. Algunos hasta se quitan de en medio. Otros se dedican a joder al personal por alguna razón que no entiendo.


Aunque si pidieran mi firma para algo sólo la estamparía en una petición para prohibir el toque de las campanas a muerto.


Al menos para las tardes como esta, encapotadas, lluviosas y heladas por el ululante viento que se mete hasta los huesos.


O no. ¿Qué más da ya?


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