sábado, 28 de diciembre de 2019

CUADRO ABSTRACTO

En realidad él y su novia eran los auténticos Adán y Eva. Toda la historia, tan conocida, no había sido otra cosa que engaño de reyes y de iglesia católica. Me habló, excitándose cada vez más, de largas eras de tiempo circular. Y ahora, desde hacia 33 años, le había tocado regresar aquí para reclamar su trono, pues era él y no Jesús, "ese pederasta", el auténtico Salvador. Él como Señor de la Muerte y su novia como Señora de la Vida.

El asunto había comenzado una media hora antes con otro café a cuenta. Parecía el mismo de estos últimos meses en los que hemos tenido un cierto contacto a través del bar, nada fuera de la pura formalidad. Resultaba evidente que era un tío con problemas pero al menos no te daba la brasa con ellos. Frases sueltas y sentenciosas cuyas respuestas se dan por sabidas sin esperar otra contestación que una palabra o corta frase ya mil veces oída. Una mera cuestión de cortesía.

Poco a poco, como de costumbre, fueron otros que lo conocían quienes me contaron al menos parte de sus problemas. Era un golferas que entre juergas, viajes y coches se había pulido un gran capital durante el último año y ahora estaba viéndole las orejas al lobo. Un buen chico, claro, un buen chico de esa manera, por supuesto: nadie es tan malo entre nosotros. Después de todo ninguno de los que andamos por aquí hemos salido perfectos.

Hará un par de semanas que empezó a pedirme al debe. Hasta entonces había sido buen pagador y no me importó. No era más que un café, quizá un zumo, y eso no se le niega a ningún cliente que te lo pida con educación. "Me muero de vergüenza, Kufisto", "no tiene importancia, déjalo"

Esta mañana, al mediodía, llegó con una cara peor de la habitual. Le puse el café y no tardó mucho en dar buena cuenta de él. El zumo no se lo hice porque ya estaba liado y no podía entretenerme, algo que entendió, aunque le ofrecí un trina de naranja que no aceptó. Y un rato después se fue con su mochila a otra parte tras despedirse.

Eran las cuatro de la tarde cuando, cosa rara, regresó por otro café. Apenas había gente y charlamos algo. Yo le notaba más nervioso. Oí de su propia voz lo que ya había escuchado en la de otros aunque presentado de diferente forma. Y empezó a hurgar en la mochila, sacando cosas como cuadernos y lapiceros. Al final se decidió y me mostró un dibujo que había quedado claro quería enseñarme.

Pura abstracción. Un gran triángulo invertido con muchas líneas de colores vivos y chillones que salían desde su centro hacia los márgenes. Lo miré con atención y no me dio tiempo ni a preguntarle qué representaba. Dijo que era él y su novia. Habló de como al instante de conocerla la reconoció de otras vidas y lejanas eras. Y a partir de ahí, como dique que se rompe, llegó todo lo demás.

Durante quince o veinte minutos escuché imperturbable las mayores barbaridades que he oído en mi vida, dichas eso sí con tan apropiado vocabulario que llegó a sorprenderme. Todo el mundo estaba tras él, todos querían evitar que él recuperara su legítimo trono, ese desde el cual haría tal escabechina entre tantas cabezas que este infierno volvería a ser el Paraíso que en realidad es. Era una especie de delirio no del todo caótico. Extrajo una enorme tablet de la mochila para enseñarme más material gráfico, algo que hacía con increíble agilidad dactilar. Entremedias le dejé el teléfono para que llamara a su gente en Madrid, sin éxito. Estaba sin coche y necesitaba irse a Madrid. Un par de veces, con un leve gesto, le dije que bajara el tono, pues estaba excitándose cada vez más y sus tremendos desatinos ya casi podían ser oídos por los clientes que iban entrando al bar, un tanto moscas por el extraño aspecto del individuo en mi esquina. Yo atendía y volvía con él para no dejarlo solo, pero llegó el momento en el que la marea ya no permitía la marcha atrás. Y justo entonces apareció un buen amigo de la casa y también suyo y fue que aquel lo saludó y yo respiré un tanto al ver que no podía caer en mejores manos.

De vez en cuando, entre servicio y servicio, les echaba un ojo y un oído. Esperaba ver en cualquier momento la cara de estupefacción de mi sensible amigo ante el brote psicótico que estaba sufriendo el suyo. Pero no fue así, ya que con él se limitó a hablar casi que desesperado de la urgente necesidad que tenía de ir a Madrid. Mi amigo se ofreció a pagarle el billete de tren pero él no quiso, necesitaba llevarse sus bultos, sus cosas, y eso no podía meterlo en el tren. Vi a mi amigo devanarse la cabeza para ver como podía ayudarlo, pues estaba claro que él no podía hacer el trayecto ante sus múltiples compromisos. Al final salieron y no los volví a ver.


Luego todo fue gente que hablaban, reían y bebían bajo el potente sonido de la música del bar.

sábado, 21 de diciembre de 2019

...Y VEREMOS ÁGUILAS

Era temprano cuando llegó. Pidió lo habitual y se olvidó del café mientras miraba algo en el teléfono, cosa muy normal en él. Apenas había nadie más en el bar, puede que el ciego, no sé. Al rato se acercó a la otra esquina para enseñarme lo que estaba viendo. Esto era raro. Gustavo suele estar en lo suyo y cuando no lo está es que algo vuelve a ir muy mal en su cabeza.

Con cierto entusiasmo no preocupante me contó lo que había visto y grabado poco antes: águilas. Había salido con el coche al campo, a una parte de él donde dice que las águilas se dejan ver. Le pregunté a qué hora, pues apenas eran poco más de las nueve, y respondió que no lo sabía. En el vídeo grabado se distinguían como unos pájaros volando en círculo bajo el cielo nublado. Conté tres o cuatro puntos móviles. "Águilas, Kufisto, águilas" dijo emocionado dentro de un orden. Le devolví el móvil antes del final no sin antes decirle lo flipantes que eran.

- Tienes que venirte un día a verlas -dijo-

Esto me sorprendió bastante. Y todavía más al ver que lo decía en serio. Gustavo no es un tipo que haga bromas y tampoco uno que vaya por ahí buscando compañía. Siempre solo, a veces lo he visto andando con otro parecido a él. En el bar hay gente que aún le saluda más para calmar su mala conciencia que otra cosa, pero la mayor parte de las veces todo queda en eso y a Gustavo parece no importarle, como si lo diera por descontado. Pero yo soy el que está tras la barra y aunque sólo fuera por eso siempre le saludo y converso con él cuando puedo y quiere, que no es siempre.

Le dije la verdad. Este lunes sería casi imposible con todos los preparativos de fiestas y demás pero que sí, que le llamaría cualquier otro día y quedaríamos para ir a ver águilas.


La mañana transcurrió como si en lugar de estar a las puertas de la Navidad lo estuviéramos a las de la delegación de Hacienda. Poca gente y una sensación como de estar incubando algo, sin duda consecuencia de la borrachera de antes de ayer, eterna madre y parturienta de muchos de mis malos días, que una vez pasada la peor parte de la resaca iba dejando sitio a algo parecido a enfermedad. Aumenté la dosis de vitamina C en polvo y de ajos crudos y con suerte todo quedará en poco.

Gustavo regresó a eso de las tres de la tarde. Una pareja en el ventanal y otra en una de las mesas completaban el cuadro. Esta vez fui yo quien se acercó a su esquina de la barra.

Y volvimos a hablar de águilas.

Una vez vio una muy de cerca yendo junto a su padre y un compañero en la locomotora del tren. Había tenido el pálpito de que precisamente allí, en aquel lento tramo arbolado, iba a aparecer un águila. Gustavo estaba seguro de ello, se concentró y aguzó la visión cerrando los oídos todo lo que pudo. Pero su padre le había dicho algo y justo en ese instante, al mirarlo, fue cuando el águila esperada desplegó las alas y salió de entre las catenarias sin que permitiera ver más que la sombra de su majestuosidad. Tuvo una enorme discusión con su padre.

Sólo faltaba por irse la pareja del ventanal. Él tiene pintas de personaje, de actor de teatro, de fácil acomodo en bares guarros, ruidosos. A mi me habla de un usted forzado sin motivo alguno para ello. Quizá crea que soy de derechas. La gente confunde la seriedad en el trato, la ausencia de conchabeo hacia el primero que llega, con la antipatía.

Cuando viene no es raro que lo haga en compañía de alguna atractiva mujer. Esto es algo bastante común entre este tipo de hombres. La de hoy era especialmente atrayente, al menos así me lo pareció cuando dijo lo que quería. No quedaría nada mal en uno de esos dramas de Almodóvar, uno de esos en los que las mujeres miran a la cámara como si tuvieran una barandilla un poco alta para su barbilla. Y la segunda vez que salí a llevarles las cervezas vi como ella, de espaldas, hacía un gesto con el pelo tal que si en lugar de ese barbas estuviera junto a Bibi Andersson mirándose en un espejo.

Gustavo y yo estábamos hablando del halcón peregrino y su increíble velocidad. Yo tiré de mis conocimientos enciclopédicos y él de sus experiencias con ellos, pues conoce a una mujer dedicada a la cetrería y a veces los ha visto en acción. El pavo barbado pidió la cuenta y, oyéndonos, metió baza no sin hacerlo de una manera un tanto política para alguien tan suspicaz como yo. Habló de águilas y halcones como lo haría un interesado. Gustavo, desde su esquina, decía algo pero este sólo me miraba a mi, ignorándolo. Hubo un momento en el que pensé decirle algo, no sé: "Eh, tío, que no soy yo quien está hablando" Me jodió como lo ignoró. Era como si lo conociera y no quisiera saber nada de él. Pero Gustavo parecía no darse cuenta.


- Bueno, Kufisto -dijo Gustavo ya solos los dos- Entonces quedamos un día de estos y te vienes a ver águilas.

Y volvió a sorprenderme. Yo creía que ya no se iba a acordar.

- Claro, tío.
- Veremos águilas


Un cielo gris lleno de nubes a medio emborrachar me recibió al salir del bar. El viento soplaba tan fuerte que antes de subir al coche pensé en extender los brazos por ver si era el suficiente para hacerme volar.

jueves, 19 de diciembre de 2019

KESZ AZ EGESZ

Hubo una leve interferencia casi al final del turno pero en general la mañana pasó tan plana como es de desear, si es que un deseo puede ser plano, cosa que cada día que pasa creo más.

Siempre que despierto y estoy atándome las botas pienso que pronto llegarán las cuatro de la tarde y podré volver a mi sitio. No es tristeza, ni depresión, ni resaca, ni nada de eso. Prefiero estar aquí, solo en casa con mis cosas, que ahí fuera entre la gente.

Y no es que aquí haga muchas cosas. Estas últimas tardes, por ejemplo, las he pasado entre leves intentos de escribir (no llegué a poner ni una letra en la blanca pantalla), pensar en leer algo y ver vídeos de Youtube o viejas películas jamás vistas que por una u otra razón raramente dejaba pasar más de media hora. Ayer lo intenté con una que en otro tiempo no tan lejano fue una de mis favoritas; pues bien, ya a los dos minutos tuve ganas de quitarla de lo falsa y ridícula que ahora me parecía. Incluso aquella larga secuencia sin palabras que tanto me subyugara iba desarrollándose ante mis ojos de manera tan forzada que precisamente ahí dejé de verla. No pensé mucho en ello. Ya me ha pasado muchas veces. El resto de la tarde la gasté viendo vídeos de un festival de música llamado Obscene Extreme en el que la gente, drogada, parecía pasárselo tan bien que te lo contagiaba. Las bandas eran horrorosas, sólo hacían ruido, pero el buen rollo era generalizado aún entre los seguratas que de cuando en cuando desalojaban el frontal del escenario de frenéticos fans (la mayoría disfrazados de cosas absurdas) que una y otra vez volvían a subir para seguir haciendo el subnormal delante de todos los demás. Yo sonreí bastantes veces, fumé algunos cigarrillos y acabé la copa que me había servido una hora antes al ponerme ante la blanca pantalla del ordenador.

La Navidad empezará esté fin de semana, como el año pasado. Desde la lotería hasta nochevieja. Como decía hoy un satisfecho, "es la tradición" Hubo años en los que diciembre era un mes casi completo para los bares, pero eso se acabó con la crisis. Ahora la gente aguanta hasta el 22. Aquí se prefiere salir a tope que hacerlo con miedo. Sí, La Mancha es un poco Obscene Extreme. Es tierra extrema, de obscena meteorología; de gente parada que cuando empieza no sabe como parar a no ser por causas de fuerza mayor. Pero de momento no hay ni rastro de Navidad más allá de las conversaciones sobre los diferentes preparativos, todos relacionados con la comida y la bebida.

Hablé con una clienta. Más bien la escuché. Le encanta hablar de ella misma. En verdad todo el mundo prefiere hablar de sí mismo. Basta decir algo tuyo para que el otro te diga aún más de lo mismo, pero suyo. Y entonces es una competición no declarada de haber quien cuenta más cosas de sí mismo, como si al oírte contar tus cosas estas cobraran una mayor importancia, una especie de paga extra, algo así como una dorada jubilación que a nadie que no seas tú le importa. Pero el eco de las palabras ajenas es tan débil como todas las canciones de bar y pronto todo se difumina en una especie de ruido blanco. Hasta la próxima historia. El tiempo se acaba y hay que hacer la comida o ir a por los chicos al colegio, o hablar nerviosa por teléfono con tu anciana madre en un aparte frente al ventanal del salón del bar. Hoy llevaba los pantalones de cuero y lucía un culazo estupendo, un culo de Navidad con Reyes Magos.

Cigalas, jamones, percebes y champán del bueno pasaban de voz a voz por el cielo del bar como nubes de finales de septiembre. Era como ver a Carpanta sin hambre y ninguna excusa delante del escaparate de un restaurante.

El chico del otro día vino hoy con su madre, una señora mayor que iba en una silla de ruedas motorizada. De unos treinta y pico años, pronto caes en la cuenta de su evidente desequilibrio mental que va esparciendo por donde pasa. Aquella mañana pidió un anís que no tenía y sin más (no hay bebedor de anís que beba otra marca que no sea la suya) se decidió por una copa de Bayleys. Apenas eran las ocho. Habló de su madre que estaba en el hospital. Habían pasado la madrugada en Urgencias y sólo entonces había podido salir de allí para tomar algo. Yo lo conocía de otras veces, de alguna rara mañana de fin de semana en compañía de un par de amigos, todo pasados de drogas y alcohol. Un poco de mano izquierda más la amistad que en otro tiempo le uniera con uno de mis hermanos conseguían que aquello acabara pronto y sin problemas. Era él quien pagaba (es hijo de familia adinerada) y lo hacía con billetes que parecían higos de lo espachurrados que estaban; ya no con forma de rulos sino como servilletas de papel.

Sin preguntar nada personal les puse de comer allí mismo, en la barra. Ni intenté decirle que tomaran asiento en una de las mesas. Vi como apalancaba a la madre y fue suficiente señal. Esta tenía la voz débil y una mirada de total resignación. Ella se decidió por las alcachofas con jamón y él por las albóndigas.

Eran las tres y pico de la tarde y empecé a recoger y salí a barrer (la madre casi me atropelló en un movimiento extrañísimo) y a colocarlo todo para el ya próximo turno de mi hermano, precisamente el que este conocía y de quien había sido amigo. Por él me preguntó y de esta forma, no sé como, llegó a hablarme de otro pintas al que desde hace algún tiempo le ha dado a venir por aquí, uno que de unas semanas a esta parte parece estar en estado de tensión permanente aún dentro de su evidente impostada educación, como no podría ser de otra forma en un bar como el nuestro.

- Se ha pulido un piso de Madrid en dos años -me contó- Hace unas semanas se pegó un hostión con el coche. Siniestro total pero a él no le pasó nada.

Y entre risas, casi carcajadas, me relató la odisea del traslado de los restos del vehículo, pues fue a él a quien llamó.

Pagó con un billete que parecía llevar dentro otro poema fallido y se fueron.


La tarde estaba gris total cuando lo hice yo. Una lluvia fina, fría, sueca, como de peli de Bergman, me acompañó hasta el coche. Hace dos tardes empecé a ver una húngara de los años ochenta y todo el rato que no estaban bajo techo era llover a cantaros. Una vieja bastante follable, una que hacía de encargada del guardarropa del club, le recitaba al protagonista un largo pasaje del Antiguo Testamento protegida por un ridículo paraguas bajo un diluvio. El otro, de espaldas a la cámara de caracol (sello de la monumental obra según las calificaciones que había visto), parecía oírla como quien oye a una vieja bajo un monumental diluvio mientras espera que el coche peligroso vuelva a entrar en la circulación dejando vía libre para el culo que él desea con todo lo que le queda de alma.










sábado, 14 de diciembre de 2019

BERGMAN

Iban de comida de empresa y casi todas estaban estupendas. Los cuatro tíos tocaban a 3 por cabeza, aunque las matemáticas tengan poco sentido en esto. Yo diría que uno de ellos (el único conocido, uno de mi edad con quien tuve una leve amistad de pequeños) se las podría follar a todas, dos a unas cuantas y el otro a ninguna. Trabajadores del hospital, casi todos cuarentones, simples enfermeros, no pararon de hablar durante el rato que estuvieron en el bar, sobretodo ellas que incluso reían. El plan, oí, era ir al restaurante y después al karaoke. No pude menos que sonreírme cuando me di la vuelta en busca del pincho de la última en llegar, la más vieja de todas: no sé qué vio en mis ojos pero pidió la cerveza como si estuviésemos solos en un ascensor. Me acordé del Joker.

Se fueron sin acordarse de despedirse, recogí sus restos y un rato después ya estaba en casa sin más idea en la cabeza que ver otra de Bergman.

La noche anterior (pues fuera del trabajo todo es casa y noche en estos meses fríos), no recuerdo por qué, puse una de Bergman. Por fin he conseguido abrasar al Joker y la Novena Puerta...¡Ah, sí! Me acordé de un telefilme de un asesino en serie pero al cabo de casi una hora lo quité de puro aburrimiento, asco y depresión. Creo que de allí salió el enlace a Bergman.

En la peli, una joven enfermera se hacía cargo de una madura actriz que había entrado en estado de shock tras una representación de Electra. La jefa (una tía muy parecida a la del ascensor) le encarga su cuidado en una casa de campo de su propiedad. Y allí transcurre toda la historia. La guapa enfermera habla sin para y la actriz escucha sin decir nada. Bibi Andersson cuenta su vida y orgías y al final se enfada por la terquedad en no hablar de la otra y casi le tira un cazo de agua hirviendo. Ahí fue cuando la otra habló.

La de ayer era de otra actriz, la primera musa de Bergman, la de Monika, Harriet Andersson, la primera película que vi después del Séptimo Sello. Hacía de golfa y lo hacía estupendamente, lo recuerdo bien. Quizá por esto la dejé y no busqué más enlaces hacia pelis que tuvieran a Bibi dentro.

En esta volvía a estar bien, extraordinaria. Era una esquizofrénica que se había casado con uno de los médicos a su cargo, Max von Sydow en el papel de hombre bueno y enamorado. Con todo, me fui a la cama pensando en el rostro de Bibi Andersson.

Desperté con la imagen de mi ex chupándome la polla hasta el final, hasta enseñarme la lengua con mi esperma en ella. Luego se lo tragó como si no le importara, al igual que la mamada. No le oí decir ni una palabra durante todo el proceso. Había otra tía ahí, a mi lado, la cabeza sobre mi pecho, mirando, que mientras tanto decía cosas que no recuerdo.

Ya en el bar, a eso de las siete y media, no paré de preparar las cosas hasta más allá del mediodía. Luego hubo mucho menos de lo esperado. Y al final, cuando estaba a punto de recoger los aperitivos, llegaron cuatro, se pusieron en mi rincón y empezaron a beber cerveza.

Eran andaluces, currantes, albañiles y encofradores como luego supe. Me tostaron la cabeza, me la tostaron de veras...


Yo podría haber estudiado algo, nada más que yo me lo impidió. Hubiera podido ir a la universidad y vivir mis años de juventud rodeado de jóvenes en lugar de los viejos del viejo bar. Habría estado entre ellos, en una ciudad, en una gran ciudad donde nadie conoce a nadie, y habría ido a fiestas, conocido muchas chicas y estudiado algo de lo mío para ir sacándolo. Parecido a como hizo mi ex. No sé como aguantó tanto conmigo. No me extraña que no quisiera saber nada de mi después de romper. Supongo que pensó que hizo la gilipollas por quererme tanto durante todo ese tiempo. No la culpo por ello. Creo que pensará que perdió el mejor de su tiempo conmigo. Después de todo lo pasado espero que esté bien, la verdad.

Pero no. Una mañana desperté y sin siquiera ceñirme un riñón viendo al sol salir tras oscuras montañas le dije a mi madre que no estudiaba más. Y no estudié más. Perreé durante algún tiempo y luego al viejo bar, a la todavía taberna fantástica. Aquello sólo era circunstancial, bien lo sentía. Pero no, me equivocaba. Para cuando llegué al nuevo y joven bar de mis hermanos pequeños yo ya era casi viejo para él. La mejor parte de mi juventud la había pasado entre las legendarias ruinas del viejo bar.

Luego...trabajadores gritones como yo, borrachos cuando los demás descansan, consumidores, cerradores de garitos y buenos tíos hasta que llega la mirada extraña.


No sé lo que es una cena de empresa. Lo más cerca que estuve fue en mi primera juventud, cuando trabajar los veranos en el viejo bar era poco menos que un juego. Llegaba la feria del pueblo, el día grande, el de la orquesta en la plaza, y cuando al amanecer acababa con su repertorio nos salíamos a la terraza ya con todo recogido y cenábamos. O desayunábamos. Aquello era pantagruélico. Después nos íbamos a otro bar de siempre para tomar café "y una copita de mistela" Era la tradición. Y casi borracho pero orgulloso por el trabajo bien hecho, y en compañía de tu padre, volvías a su casa para dormir en la habitación compartida con uno de tus muchos hermanos.


Mi padre nunca me dijo nada, ni cuando en una de esas cenas de verano, una de las noches normales, solos los dos, yo apenas con quince años, le confesé a trago de relajado cubalibre que de vez en cuando fumaba canutos. Y en verdad los fumaba a diario. Pero él no dijo nada, aunque sí vi un cierto rictus de dolor y decepción al mirarle de reojo. Él me conocía mejor que nadie y nunca supo como tratarme.




domingo, 8 de diciembre de 2019

DÍA AGRIO

La reconocí nada más verla entrar al bar. La barra estaba ocupada y sólo quedaba sitio en el extremo donde yo me siento mientras espero. Ella vino y la saludé mirándola como si la conociera. A ella le costó un poco más.

Había sido una mañana extraña. Amaneció con el cielo en el suelo, como siempre lo hace cuando llega la Navidad. Las farolas del camino lo iluminaban formando diáfanos trapecios con su luz. La noche todavía tenía que ser cerrada en su final pero no tanto como la de hoy. Cuando el cielo cae en el suelo parece como si uno andara a tientas bajo el agua.

Todo lo preparé tal y como lo había pensando poco antes de dormirme. No hubo sorpresas, no hubo problemas. Todo estaba listo y en su lugar aún antes de la hora prevista. Tuve tiempo para sentarme un rato en el extremo de la barra en la que espero.

Luego vino la gente, no tanta como había esperado, y sobró la mitad de mi trabajo.

El cielo se había levantado cuando volví a mirar la calle ya desde mi rincón de la limpia barra. El día seguía siendo igual de gris sólo que se veía con más claridad. Los últimos clientes de la mañana estaban a punto de irse y los primeros de la tarde prontos a llegar por sus tranquilos cafés y copas de domingo. Pensé en beber algo pero no lo hice. Había tiempo de sobra y este sí hay que medirlo muy bien.

Fueron dos las cuadrillas que entraron al bar según el signo previsto. Ahora no recuerdo cual llegó antes, aunque estoy casi seguro que fue la de ese chico, la que se sentó en las mesas, la de ese con el que jugué al ajedrez en el viejo bar por mediación de su padre cuando él todavía era un niño, hace ya muchos años también para él. Ahora bebe gintonics premium entre chicos y chicas de su edad que parecen estar muy seguros de como debería girar la Tierra en una tarde de domingo.


- No te había reconocido...-dijo ella, tan tímida y nerviosa como antes, un poco después- Creí que había cambiado de dueño el bar-
- No -respondí sonriendo- Estoy todavía más delgado y un poco más calvo, pero bien-

Según ella habían pasado dos años desde que se fue. Yo hubiera jurado cuatro por lo menos, puede que seis.

Ahora estaba mejor, dijo. Y ajustándose las gafas en los ajados ojos empezó a contarme su triste vida durante estos dos buenos años.

La dejé hablar y al oírla, como a veces pasa con alguna gente en mi rincón de la barra, vi que le hacían falta algunas buenas preguntas para animarla a alcanzar la siguiente farola sin temor a que nadie desde la otra acera la mirara como si lo hiciera pisando huevos de esturión.


La cuadrilla de la barra pidió más bebidas y ella se fue dándome un rápido beso cuando vio que entraba a la cocina para partir limones.




jueves, 5 de diciembre de 2019

CARAMELOS PARA TODOS

Yo estaba esperando a que la mujer de atención al cliente acabara de atender a otro por teléfono cuando él llegó por detrás como sin muchas ganas de que le hicieran ningún caso. Arrastrando los pies, con la cabeza baja y las pupilas altas llegó hasta el otro extremo del mostrador, junto a la garrafa de agua con limón. Cogió un vasito de plástico y se sirvió con cuidado. Me fijé en sus pies, casi desnudos sobre unas chancletas y en la panza colgandera, la típica entre los alcohólicos que retienen líquidos. Llevaba la camisa un poco por fuera, bajo el jersey y el abrigo, dejando los riñones desprotegidos y pensé en el cuidado que suelo poner para que a los míos ni les roce el frío. Un gorro raído cubría su cabeza. El rostro abotargado y los ojos hinchados no hacían sino confirmar que las malas noches habían pasado en gran número sobre él. La pesadez de su mirada denotaba una más que probable enfermedad mental. Recordé que cerca de allí, justo al otro lado, hay una residencia privada de ancianos en la que recientemente han abierto un ala para enfermos mentales que derivan de la sanidad pública. Pensé que quizá fuese uno de los residentes, uno como los que vi las últimas veces que fui a llevar a mi madre en sus diarias visitas a la abuela. Tenían sus habitaciones aparte pero durante el día andaban todos más o menos revueltos por el gran salón de la pantalla de televisión o salían a dar un paseo por las cercanías. Mi madre decía que les tenía miedo, que le dolía mirarles a los ojos: un viejo te ve mal, o nada, o ya no se acuerda de ti, o sí pero ya le da igual porque no hay nada más que temer ni ocultar, pero un enfermo mental te mira como si fueses un obstáculo en un pasillo oscuro y estrecho.

La mujer, una señora de cierta edad, una profesional, una de las gobernantas de personal del centro comercial, terminó su gestión con el teléfono y sin preguntarnos le di el ticket de compra y el número de NIF para la factura. El hombre de las chancletas seguía fijo en el otro extremo, bebiendo sorbitos del vaso de plástico y como mirando a la entreabierta puerta interior del mostrador que separa este de la zona privada. De repente vi como echaba mano a algo para guardárselo en el bolsillo. Y ya con eso dentro se fue tal y como había venido.

Me acerqué y miré: era un recipiente con caramelos a disposición de los clientes. Regresé a mi esquina del mostrador y una de las chicas, una rubia treintañera de gélida mirada con un discreto piercing en la nariz, salió sonriendo tras la puerta para coger algo. Era como si hubiese visto lo mismo que yo sólo que desde otra perspectiva. Volvió adentro después de echarle un rápido vistazo al bote de caramelos y se oyeron risas.


El gran pasillo de acceso ya está decorado para las fiestas. Una especie de globos blancos con doradas luces a modo de adorno cuelgan del alto techo metálico iluminado hasta el deslumbramiento por decenas de focos tan potentes que ocultan las sombras.

martes, 3 de diciembre de 2019

LA CASA TORCIDA

Hice bien en salir con el coche. La tarde, lo poco que iba quedando de ella, seguía igual que antes: gris, fría y ventosa, resultaba ideal para echar el resto del día leyendo alguna novela. Las dos películas que he quemado durante este último mes y medio van dando señales de agotamiento y las dos que vi ayer ya están casi olvidadas. A estas alturas de la vida es difícil dar con algo que te obsesione: todo te recuerda a otra cosa que te gustó más. Pero lo peor es cuando te animas a volver sobre lo andado y descubres que ya no parece tanto. Entonces es como un error doble, pues no sabes si estabas equivocado antes o lo estás ahora. Y esto, inevitablemente, te lleva a pensar en que quizá un tercer error esté esperándote a la vuelta de la esquina; un error más ligero y tal vez menos traumático, pero error después de todo. Como esas viejas máquinas que había en los bares de antes, esas en las que echabas una moneda en la ranura de arriba por donde caía en un laberinto que desembocaba en una plataforma móvil atestada de monedas que parecían desafiar la ley de la gravedad. Era poco menos que imposible que tu moneda fuera incapaz de no hacer caer un buen montón de las que esperaban abajo. Pero esto casi nunca pasaba, probaras la ruta que probaras para tu moneda. Y cuando pasaba, el montón que caía no era tan grande como tú habías esperado. Nada puede escapar de la ley de la gravedad pero son muy pocos los que conocen hasta donde puede estirarse, o al menos intuirlo. Y estos toman la decisión de no jugar o de hacer máquinas para que sean otros los que jueguen.

Eran tres las rápidas paradas previstas. La primera fue en la administración de loterías, vacía cuando entré. Jugué la apuesta semanal, una para hoy y retiré el recibo de la quiniela de la peña. Salí de allí con un gargajo subiendo por la garganta, últimas secuelas del catarro pasado. Y estaba a punto de escupirlo cuando me percaté que un tío subía la rampa de acceso. Miré y vi que era alguien a quien no veía tan de cerca desde hace años, puede que desde aquella noche en la que borrachos estuvimos a punto de pegarnos tras veinte años de una relativa amistad que vista desde la distancia no dejó apenas nada. Hoy nos hemos visto y reconocido y ninguno ha intentado decir nada. Puede que dentro de otros veinte años, cuando seamos viejos que huelan la muerte, volvamos a vernos y nos demos un abrazo y lloremos juntos y tal, ¿pero qué demostrará eso sino miedo?...Subí al coche pensando en lo curioso por fácil que es vivir en un pueblo donde pueden pasar años sin ver a quien no te apetece ver: es como si echaras tu moneda con la mitad del laberinto cerrado.

Aparqué sin problemas junto a la farmacia, detrás de un coche del que bajaba una mujer con su hija pequeña con la evidente intención de seguir el mismo camino yo. Entré tras ellas. Una de las farmacéuticas, una chica nerviosa de cuarentaitantos años, feúcha e insegura, atendía a una mujer de buen culo atrapado en un pantalón de cuero negro a la que saludé al darse la vuelta para marcharse. Era una clienta del bar, una divorciada con una hija mayor que una madrugada de hace años, ya medio borracha, con el bar cerrado y en compañía de una amiga suya con no menos problemas sentimentales, dijo que no le importaría suicidarse, tal cual. Lo dijo con tranquilidad, sin aspavientos, sin drama de ninguna clase, lo recuerdo bien. Fue ella la que dejó al marido, el típico buena persona, el típico tristón de izquierdas. Ahora está con un tío de su edad, otro divorciado, un hombre con pasta, de mujeres difíciles, un sensual, un facha, uno que vive bajo el difícil control de sus huevos.

Sólo quedaba ir al estanco, comprar tabaco y volver a casa para releer una de las tres novelas que ayer saqué de la biblioteca municipal.

Había más gente allí que en los otros dos sitios juntos. También estaba la mujer del pantalón de cuero negro.

- Nos vemos otra vez -dijo-
- Sí -dije yo- Se ve que te estoy siguiendo-

De vuelta a casa, con la noche caída, empezó a llover. Una lluvia fina y bailarina, delicada, caía para descansar sobre el parabrisas del coche. Paré ante la puerta de la cochera y accioné el mando a distancia que la abre. La reja de la puerta fue apartándose con isócrona lentitud por delante de los redondos faroles blancos del patio dándoles en un momento casi todas las formas posibles a las lunas llenas que ahora tenía detrás.


Y el cristal que me protegía de todo aquello todavía tenía espacio para muchas gotas más.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

BLACK LABEL

Ahora que lo pienso tuvo que ser por la caldera.

La había apagado antes de irme a acostar. Tenía sueño y me dormí pronto, poco después de las diez. La primera vez que desperté lo hice con la sensación de haber dormido varias horas, pero miré el teléfono y marcaba las 22:49. Esto me dejó algo extrañado aunque no por mucho tiempo: enseguida volví a coger el sueño. La segunda vez sucedió a eso de las una y media. Fue entonces cuando oí ruido de cañerías, como si la calefacción continuara encendida. Recordaba haberla apagado, sentí que no hacía calor y apenas tardé cero coma en dormirme otra vez. Igual pasó a eso de las tres y media. Y dos horas más tarde, con apenas una más ya de margen, entré en una especie de agradable desvelo en compañía del audio de Zaratustra. La gata llamó a la puerta y la dejé entrar. Así estuvimos como media hora, entre mantas, oyendo discursos desde las Islas Afortunadas y música de cañerías. Al final me levanté, hice correr el agua de la ducha, preparé la ropa y al poner el desnudo pie en el plato casi me dio un infarto: el agua estaba helada. Envuelto en toallas y mil maldiciones fui a la cocina y vi la luz roja de aviso de avería. Otra vez. Quizá llegue el día en el que por mi bien necesite duchas frías, pero hoy todavía no era ese día.

Estaba en la cocina del bar cuando Martín llegó por su desayuno-cena: cerveza y un par de tostadas con tomate.

- Ponme algo mientras salen, Kufisto -voceó- Tengo un hambre negra-

Siempre tiene hambre, él mismo lo dice. Recalenté una brocheta de salchichas del día anterior acompañada por un par de tapas de lomo de orza que devoró.  Pagó con tarjeta y hoy sólo pidió que le añadiera cinco euros para tabaco. Ayer fueron 25 para el medio pollo colombiano mañanero. Llama y entre risas y cachondeo encarga media de patatas fritas. El otro le dice que se pase por ellas en cinco minutos. Luego lleva a sus hijos al colegio y después no sé qué hará, tal vez echarle un par de polvos a su mujer o coger la moto para ir de cross por los caminos, una de sus pasiones, yo qué sé; lo seguro es que no va a hacer nada de lo que no le ha hecho falta hacer en toda su vida, tipo running, o levantar pesas, o ir a la biblioteca para sacar un libro de Camilo José Cela. Él come, folla, conduce camiones, suelta alguna buena hostia de vez en cuando y lee el As. Es increíble la natural fortaleza de este tío, un hombre de acción, uno al que no cuesta nada imaginar embarcado en una Santa Águeda del Espíritu Santo para conquistar América mientras los otros se quedaban aquí podando vides, hablando del tiempo con otros como ellos y soportando esposas y sacerdotes.

- A las once estaba durmiendo, Kufisto -dijo- ¡Desperté casi a las doce de la noche y a las doce y media tenía que coger el camión! -dijo riendo-
- ¿Doce horas durmiendo del tirón?
- Doce horas, jajaja

- Dos descafeinados de sobre -dijo la mujer- y cuatro churros. Ah, y si va a poner ese -dijo señalando la rosca- ponga uno menos, que el chico es muy maniático- Y triste sonrió al decir esto. Su marido se acercó después a pedir por su café solo-

Vienen al bar con cierta frecuencia, aunque no podría decir cual, algo que supongo dependerá de las revisiones del chico, un tío de unos cincuenta años de mirada perdida y gran parecido al padre, un hombre que apenas habla si no es para preguntar qué debe como si estuviera jugando a los chinos. Hay veces en las que él no viene. La que nunca falla es la madre. Apenas hablan. Desayunan en silencio y después se van dejándolo todo limpio en su humildad, no como otros. Mirar al padre es como mirar a uno que ha perdido toda esperanza, como mirar a uno que hubiera preferido no haber nacido. La madre, por contra, es una mujerona que todavía luce una mirada de fuego por su hijo.

No se habían ido cuando entró al bar uno de esos tíos que no por conocidos dejan de ser difíciles de mirar, uno de esos que enseguida te das cuenta que no están bien con ellos mismos, no hay más que ver su huidiza mirada, signo inequívoco. El otro día, de casualidad, la penúltima vez que vino, me enteré de que es el hermano de un repartidor de bebidas que murió hace algunos años. Dio la cosa que en ese momento estaba en el bar el Gran Jefe de la distribuidora, un señor al que conozco de toda la vida, jubilado ya hace algunos años, viudo, y que ahora se dedica a resolver Sudokus y a hacer como de puente entre él y sus hijos con los distintos comerciales que van ofreciendo sus productos.

- Usted es...-dijo el hombre difícil de mirar-
- Sí -respondió el Gran Jefe, tan tranquilo como siempre-

Y ahí fue que supe lo de su hermano. Y cosa rara y a pesar del buen recuerdo que tengo de él, no por ello dejó de parecerme un tío difícil de mirar. Quizá fuera por ciertos tics de mal bebedor, del típico media hostia que se bebe dos y ya está metiendo la pata, eso se lleva en los ojos...Es como uno que de buena mañana ya va por ahí con una pegatina en la frente que dice "perdón, perdón, por lo que hice anoche"

Hoy vino quizá pensando que yo seguiría el mío otra vez, es decir, mostrando un cierto interés por su parentesco y todo eso. Un poco de charla, un poco de autocompasión, de ensalzamiento por el hermano pequeño perdido...pero yo no tenía ganas y sí excusas en forma de otros clientes. Así que bebió su licor de hierbas y se fue sin hace ruido, como siempre, como antes.

- No te retrases esta tarde -le dije a mi hermano pequeño cuando trajo las tapas al mediodía. Es muy bueno pero lo de los horarios no lo lleva del todo bien. Aparte de eso no lo cambio por nadie-

El lunes llamé para pedir cita con la doctora. Para mi sorpresa me la dieron para hoy a las cuatro y media. Claro que llamé a eso de las ocho y media, justo en su apertura. Estaba en el bar en mi día de descanso con la mujer de la limpieza, esperando al de la recaudación de la tragaperras que fue cero por tercera semana consecutiva, "esta máquina hay que cambiarla ya" gruñí, "sí, no sé..." dijo un tanto asustado el pobre recaudador, un chico joven que ha adelgazado veinte kilos tras ser padre.

La lengua. La notaba como rugosa desde hacía unos días, como de resaca y ya hacía cuatro días desde la última vez. El cáncer está en todas partes, todo el mundo está muriendo de cáncer. Mi padre murió de cáncer. La lengua. Rugosa sin beber, como de resaca que no quiere irse, un tanto seca, un poco como la batería de Lars Ulrich en "And justice for all"

Mi hermano no llegó a su hora pero sí antes que de costumbre. Tenía tiempo de sobra y tampoco lo perdí.

Aquello estaba lleno de tías que esperaban. Di las buenas tardes, alguna respondió y me senté en un rincón. Eran las cuatro y cuarto.

Poco a poco iban pasando los previamente señalados por la doctora. Ella sale, dice nombres y trases, como Metallica en sus buenos tiempos: "tras este tú, tras este tú, tras este tú..." Esa me la perdí, estaba claro, pues nadie protestaba y después de todo yo había llegado con adelanto sobre el horario previsto. No pasaba nada. Miraba el teléfono y a veces la ventana agujereada por esas cortinas hospitalarias. Los trenes se deslizaban rápidos por la vía dejando atrás los inservibles molinos de enfrente, meras caricaturas bien atadas de lo que alguna vez fueron.

Las tías fueron pasando y una muchacha llegó, una chica de esas que a primera vista, tan sólo viendo como saludan, te das cuenta de que es diferente. Se sentó casi a mi lado, en la fila cercana y ya una vez colocada preguntó ingenuamente por una cosa absurda, algo así como quien da la vez. Yo levanté la vista, la miré, sonreí y no dije nada. Una de las pútridas marujas que estaba un par de asientos más allá de mi le respondió que eso lo decía la doctora cuando salía a decir los nombres.

La doctora salió, dijo unos nombres y el mío era el tercero:

- Tras esta señora, Kufisto
- Como el "Motorbreath"
- ¿Qué?
- No, nada.

Pasé y mal que peor le comenté las sensaciones de mi lengua.

- Siéntate aquí. Abre la boca -y me metió un palo de madera- Pues está bien. Había pensado otra cosa después de oírte-

La verdad es que no sé ni lo que digo.

- Ve a la farmacia y enjuágate con esto tras las comidas.

Fui a la farmacia y después a por una botella de Johnnie Walker etiqueta negra: cuando la dejé en la caja miré dentro y vi que había dos botes de Pepsi Cola light

- ¿Qué coño es esto? ¿vienen con la botella?
- No -dijo el gordo- Esto es para que no se deforme la caja. El Johnny negro lo tengo ahí detrás-
- Detrás, claro-


Joder.




jueves, 21 de noviembre de 2019

MI CASA

El chico en el televisor aparecía como una enorme masa amorfa desparramada sobre la cama. Sólo la cabeza daba fe de que aquello era un ser humano. El resto del cuerpo era prácticamente indistinguible de no haber movimiento por medio. Salí de la barra y fui al salón para verlo de cerca.

Era mediodía y apenas tenía cinco clientes en el bar. El de la barra, un jubilado, estaba leyendo el periódico en su sitio de siempre. Llega, coge el País del revistero, serio da los buenos días e invariablemente toma su asiento. A veces, pocas, está ocupado y esto le causa no poca molestia; entonces se coloca lo más cerca posible y en cuanto ve que queda libre se lanza a él, algo que choca ante su parsimonia. Pide un café y un vaso de agua que dejará casi entero, paga, y una hora y pico después se levanta, va al water, mea, se despide y se va. A veces habla a la española de política o de fútbol con otro jubilado algo menos habitual, uno que no cogería el País ni con guantes químicos pero que es del mismo equipo de fútbol, el Madrid, a quien no se cansan de criticar. No hay día que los vea juntos y no tema que acaben a pescozones, pero esto todavía no ha pasado. Resulta imposible no oírlos cuando hablan de política y es como oír la versión hablada de dos periódicos aparentemente opuestos. Ambos abominan de los radicalismos cocidos a la vera de sus respectivos bandos pero no por ello han perdido la vehemencia para con el contrario, aunque la debilidad de la vejez (y no otra cosa) atenúen las consecuencias derivadas en forma de leves auto-críticas hacia sus respectivos con las que suelen acabar la conversación, por llamarla de alguna manera. Y a fin de cuentas ya les va quedando muy poca gente con la que hablar de algo, camarero incluido.

Le di voz a las imágenes. El programa estaba en sus inicios y pude escuchar como el chico de la tele contaba la historia que lo había llevado hasta allí. Un amigo había abusado sexualmente de él a los nueve años y ante sus amenazas de muerte había optado por comer. Los padres estaban muy ocupados y no se dieron cuenta del progresivo aumento de peso. El padre sufrió un infarto y regresó a casa aún más cabreado que de costumbre. Poco después se separaron y él se quedó con la madre y los hermanos, uno de los cuales moriría a los 19 años de un infarto, cosa que le destrozó pues era su hermano mayor. Para cuando alcanzó esa misma edad ya pesaba más de doscientos kilos. Algunas fotos atestiguaban la progresión. Y entre ellas se veía la de una mujer que no era su madre y resultó ser su novia. La historia del chico acababa a los 41 años que tenía en ese momento.

Apenas pude creerlo. Yo jamás le hubiera echado más de treinta. Aquella era la cara de un gordo, sí, la cara de un obeso mórbido, pero ni de cachondeo aparentaba tal edad. Contó la historia con su novia, una mujer de carnes que conoció en la Universidad y había permanecido a su lado desde entonces. Era una chica normal, del montón más grande, bien gorda pero no obesa ni mucho menos mórbida. Empezó a trabajar y al final su madre le arregló los papeles ante la incapacidad manifiesta. Luego la cama y comer hasta casi los 400 kilos. Pero la novia seguía con él.

Pasaron algunas escenas de una comida típica. Salía él, la madre y la novia. Sí, comía como un cabrón pero tampoco me pareció tanto. Claro que a lo mejor esa era una de las diez que hacía al cabo del día.

- Qué lástima de hombre -dijo uno de los dos jubilados que estaban sentados en una de las mesas. Estos son recientes. De hecho uno de ellos se prejubiló porque su mujer estaba enferma de cáncer y quería estar con ella. Murió hará un año. Su amigo y compañero, el hablante, está pendiente de él y lo saca a andar por ahí y a beber unos vinos. Lo vi el otro día andando tan solo como yo y mi alegre y animoso saludo al paso no encontró más que la educada devolución envuelta en papel de estraza-

Alguien pasó y volví a la barra. Activé los subtítulos pero me cuesta leerlos a esa distancia. Tampoco era cuestión de quitar a los Brian Jonestown Massacre para oír ese drama. Con todo, el chico de la tele ya andaba en manos del buen doctor y lo siguiente era bastante previsible: dieta, operación, dieta, casamiento y gracias por todo.

El goteo de clientes se cerró muy pronto pero ya no era cosa de abandonar la barra del bar. Con el jubilado rojo dentro del bar he llegado algún domingo a ir a comprar al chino, dejándolo al cargo y aviso, y alguna cosa más menos confesable. Pero no por ello perdí el interés en el televisor. Sabía el nombre del programa, el nombre del protagonista del episodio y tenía Google a mi disposición. Tecleé las claves y se había muerto durante el proceso.

Salí de la barra a recoger la mesa alta, la de los otros dos de los cinco que había en un principio.

- Este se muere -les dije a los jubilados que ya estaban a lo suyo después del anterior vistazo- Lo acabo de ver en Internet-
- ¡No jodas! -volvió a hablar el hablador- Qué lástima de hombre -Y por un ratito volvieron a mirar el televisor-

En la clínica del doctor, con el chico, sólo estaba la novia. Entre café y café y alguna que otra cerveza vi como las cosas empezaban a sucederse tal y como Internet me había dicho: la bajada de peso por poca dieta que pongas, el buen ánimo, los nervios previos a la vital operación, la declaración de amor eterno del chico a su novia la noche antes de la misma, las emocionadas lágrimas, la promesa de casarse en Dysney World, ella vestida de princesa, para crear una familia...

Y contra mi pronóstico salió de la operación. Le habían quitado 18 kilos de grasa de una de las bolsas colganderas que llevaba atadas a las caderas. Las dos al mismo tiempo, dijo el doctor, hubieran sido imposibles. Con todo y con eso se las vieron y desearon para no dejarlo muerto allí mismo a causa de la anestesia, temible en los casos de obesidad mórbida. Y después pasó que el chico era adicto a los analgésicos desde hacía años y no pudo soportar el dolor por su ausencia.

Y poco a poco se sumió en una progresiva depresión. "Es tu cabeza la que te dice que te duele -le decía el doctor, animándolo para empezar la recuperación- No te duele, a nadie le duele lo que te hemos hecho después de tanto tiempo. Es tu cabeza, es tu adicción. Y si no te levantas e inicias la rehabilitación, créeme, lo vas a pasar mal"

- Sí, sí...-respondió Richard- ¿Pero no podría darme una pastilla, la última, sólo para quitarme por un rato este dolor?-
- No, no voy a dártela, Richard -dijo el doctor antes de explicárselo otra vez-

La recuperación continuaría en otro centro hasta que Richard estuviera en condiciones de soportar una segunda intervención. Pero allí no hizo nada de lo que debía hacer: permaneció tumbado, postrado en la cama, engañando a su novia con haber hecho los ejercicios recomendados, discutiendo con ella, mandándola a la mierda, olvidando todo lo prometido antes de la falta de analgésicos.

La novia lloraba pero seguía con él. A la madre no se la veía por allí. Habían pasado nueve meses desde que todo empezó.

Una noche le dijo a la novia que no se fuera, que se quedara esa noche con él, que creía que no iba a pasar de allí. A veces ella, agotada, dormía en un hostal. Esa noche se quedó con él, a su lado.

- Te quiero -le dijo a Richard antes de dormirse- Te quiero, siempre te he querido...

A las seis despertó con un dolor en el pecho que le impedía respirar. Su novia despertó en el sillón y le preguntó qué le pasaba. "No puedo respirar" Ella pulsó el botón de emergencia. "Cógeme la mano, Richard, respira, respira, piensa en mi, estoy contigo, amor..."

Y murió.


Eran las tres de la tarde y las cañas y todo lo demás habían pasado como un fantasma más de noviembre, el peor mes para los bares. De pronto comenzó a llegar gente, parejas, extrañas parejas, como de farol de poker, especialmente una de ellas, aunque todas eran raras para mis ojos.

Este, el tío de la última, apareció como el más raro a simple golpe de vista, aún cuando poco antes había entrado uno con rastas, un par de aros en la nariz y una novia vegetariana; eso sí, muy educado, casi de más, cosa esta casi tan desagradable como quien lo hace de menos. Aquel, sin embargo, había llegado solo y empapado por la lluvia, envuelto en bragas, gorros y una incierta mirada al ventanal del bar al que iba a pasar, como mirando, que lo vi llegar desde mi esquina de la barra.

Pidió una cerveza mientras se descebollaba. Venía con el mono de trabajar y eso le dio unos tantos puntos a su favor. Un camarero no es ningún psicólogo, siquiera un cura, quitaros esa idea de la cabeza. Un camarero no sabe nada de nadie, igual que los psicólogos y los curas. Sólo que conoce pautas, vías de entrada a su pequeño mundo y nada más. Y la de este...era rara.

"Este me la va a liar...este me va a joder...este va a dar por culo..." Sí, sí, eso pasa. Lo ves y sospechas como llegan, pero normalmente todo queda en nada. La vida del camarero, del camarero propio, del que nunca ha trabajado para nadie más que él, es hasta cierto punto sencilla. "No me gustas y no vas a tener nadie a quien reclamar" Quieras que no es una liberación. La vida de un camarero es demasiado servil cuando hay un jefe por encima de ti.

Llegó la chica. Horrible, una tía con claros síntomas de un trastorno mental mayor que el de su novio, infollable, muy parecida a una trastornada con la que hace quince años quedé para follar en una desesperada y resacosa noche de domingo gracias a un chat de la tele del Ayuntamiento.

Y al tipo le paso lo mismo que le pasa a todo aquel que está en un sitio raro con una tan chica rara, es decir, que le dio por beber mucho.

En un rato se abrochó tres cervezas, un carajillo y tres chupitos de pacharán. Y ya había llegado medio mamado.

Todo lo pagó y no hubo nada más que otro exceso de educación. ¿Será que lo causo con mi rostro?

- ¿Puedo salirme afuera para fumar?-
- Claro-


Rompió a llover otra vez justo cuando tenía que irme. Menos mal que esta vez había sido previsor y el impermeable estaba en en la bolsa que cual camello me cuelgo por la mañana. Estos días miro la previsión, estoy sin coche, todavía, ya van dos meses y medio, ayer me llamó el mecánico para decirme que, ¡por fin!, ya casi estaba, que había ido a pasar la ITV y lo habían echado atrás por las ruedas traseras, totalmente rajadas y tal, que iba a pillarme dos de las barateras...En fin. Finis terrae, hic sunt leones.


Dos meses y medio sin coche...La verdad es que me hace hasta gracia. De verdad, de corazón. Me da lo mismo. Como si fuesen seis. O un año. O diez.


¿Sabéis lo que hago en este tiempo sin coche?


Ir andando al bar para volver a mi casa.


La gata maúlla, desesperada por comida, agua y una incierta compañía.

domingo, 17 de noviembre de 2019

MIL DÍAS

Ella parecía una de esas universitarias pijas que follan felices delante de las cámaras. Yo estaba hablando de tequilas con su chico pero cada vez que ella me miraba tenía la sensación de que lo hacía como si viera a alguien yendo al water por un poco de papel higiénico. Él es deportista y apenas tiene idea de nada que no sea su deporte. Una vez, como remate de uno de sus raros pedos, se había bebido un chupito de tequila premium que yo mismo le serví. Y de ahí la última conversación de este mediocre domingo de noviembre en el bar.

Poco después salí de allí bien pertrechado de alcohol y hielo camuflado en la bolsa camellera que desde hace dos meses llevo a la espalda. El viernes llamé otra vez al mecánico, volvió a no cogerlo como tantas otras veces pero un rato más tarde devolvió la llamada en un tono que asemejaba casi las lágrimas por lo compungido. Tal fue su soliloquio y tantos golpes de pecho se dio que yo no pude más que acabar por darle las gracias ante su firme promesa de que esa misma tarde lo tendría en la puerta del bar, cosa aquella que me cabreó al instante de decirla.

Eché a andar bien protegido contra el frío. La duda por el hielo que llevaba en mis espaldas pronto quedó despejada de manera satisfactoria. Nada más salir vi a uno que venía en dirección contraria sólo que por la otra acera, como para el bar. Esta mañana alguien (uno que antes pareció amigo y ahora es como si siempre tuviera prisa cada vez que me ve) pasó por el bar para dejarme un rápido recado en forma de bolsa y destinatario. Y era el que ahora venía por la otra acera.

Yo iba tan tapado que no me hubiera reconocido ni mi padre. Pude no haber dicho nada, no había nada que decir, menos aún con ese, pero lo dije. A voces y sin dejar de andar le dije lo obvio y él sólo hizo un gesto con la mano, ni más ni menos.

Iba pensando tanto en esto que ni me di cuenta de la rubia gorda que estaba pasándose a mi acera desde la otra. Yo creo que ella tampoco. Me pidió un pito y reconociéndola le dije que era de liar. "¿De esos que se lían con papel de porro?" dijo acercándose. No le gustan, lo sé por experiencia; sólo los acepta (y liados) cuando está desesperada. Todavía me debe diez pavos, pero la posibilidad de pararme ahí con esa guarra para liarle un cigarrillo cruzó por mi cabeza como una taladradora eléctrica. Dijo que no, me dio las gracias y viéndome más de cerca hizo como que no me conocía, supongo, aunque también es verdad que ve poco. Dobló la esquina y yo seguí adelante y llegué a casa.

El ascensor estaba abajo. Sólo tenía que atravesar esos cuatro o cinco metros que lo separan de la puerta para meterme en él, abrir la de mi piso, una cerveza y ponerme escribir. Era el día perfecto para ello, mañana no trabajo. Pero me dio tiempo a ver como una sombra y algunas voces bajaban el último tramo de las escaleras y se paraban para darse la vuelta ante mi presencia. Yo me metí en el ascensor y subí. Cuando llegué arriba todavía se oían las voces. Puede que estuviesen subiendo en vez de bajando. Dejé la bolsa en la cocina, saqué el hielo, lo metí en el congelador y volví a la puerta para mirar por la mirilla: el ascensor estaba allí. De todas formas, ¿qué probaba que el ascensor todavía estuviera allí?

Abrí un poco la ventana del salón para ventilarlo mientras me cambiaba antes de ponerme a la tarea. No había comido apenas nada desde las nueve de la mañana y la borrachera estaba garantizada. Puse la calefacción, cerré la ventana, le eché de comer a la gata y enseguida vi que no lo iba a hacer. Era algo muy estúpido. Mejor comer algo, ver otra vez La Novena Puerta o el Joker y luego ir a dormir con Zaratustra.

Tenía media lata de magro de cerdo que me sobró de ayer y un intacto lacón en lonchas que devoré como mejor pude ante los repetidos intentos de la gata por echarles mano. Plato en mano iba del salón a la cocina y de la cocina al salón, casi como bailando. Y no era por avaricia: otras veces le he dado y no ha hecho más que olfatearlo, lamerlo un poco y dejarlo. Le atrae el olor, pero no su sabor.

Uno cambia cuando come. Es otro. Había regado el lacon con un buen chorreón de aceite de oliva. Ildefonso, aquel viejo del que una vez escribí y que una mañana se colgó en el parque, me dijo una vez que antes de beber era cosa buena echarse un par de cucharadas de aceite de oliva en el estómago.

La noche estaba a punto de caer por completo y todavía quedaban muchas horas por delante. Ver otra vez a Johnny Depp viviendo una gran aventura por América y Europa entre libros malditos, hoteles de lujo y mujeres excitantes parecíame otra vez la mejor opción, aunque las carreras, los bailes y el cuaderno del Joker no se quedaban muy atrás. De hecho, estas últimas semanas ha habido tardes en las que he visto las dos.


Hoy domingo todo estaba preparado para hacerlo bien otra vez en el bar. No salió. Empezó como esperaba, pero luego se apagó en un momento. Eran las dos de la tarde y ya apenas quedaba nadie. Sólo un par de amigos, uno de ellos todavía mayor que nosotros. Alguien dijo algo y yo respondí con una frase típica de mi padre y entonces me acordé de él y otro, que lo conoció bien y todavía lo llora, preguntó cuanto tiempo hacía de su muerte y yo, al decirlo, pensé al instante que debía hacer algo así como mil días.

- No, no creo...-dijo por decir. Mil días suenan como a muchos días-

Miré en Internet por algo así como distancia entre fechas...Como siempre, Google supo lo que quería decir.

Marqué las dos fechas. Faltan doce para los mil.


Cuando yo era pequeño soñaba con dos cosas: una era un aparato que te metieras en la nariz y te sacara todos los mocos y la otra una máquina que le hicieras cualquier pregunta y te dijera la respuesta exacta.

También tenía un cuaderno. En él apuntaba las películas que empezamos a ver en casa cuando mi padre compró un vídeo. Yo les ponía una nota tan pronto como acababa de verlas. Puede que llegara a escribir alguna frase exultante o despectiva. Las semanas que estaba de mañana solíamos juntarnos toda la familia por la noche para ver una película con las luces apagadas. Recuerdo ahora dos que puse por las nubes: "Acorralado" y "El expreso de medianoche" A él también le gustaban mucho. No sé qué hice con el cuaderno cuando llegué a la adolescencia.


Ya estaba muy enfermo cuando aquella tarde empezamos a ver esa película de Sean Penn. Él era un tío de actores, más que de directores, y Sean Penn le gustaba mucho. No voy a mirar en Google, no...no hace falta.

Era una peli de director, puede que Malick...Era un sindiós.

Yo, kubrickiano como soy, no entendía nada. Sí, las imágenes eran "bonitas" y todo eso pero...De reojo miraba a mi padre, que no hacía más que ajustarse las sayas de la mesa sobre las piernas, como ansioso.

- Kufisto -dijo-
- ¿Qué?
- ¿De qué va esto?

Me descojoné.

- Anda, quítalo...-Y ya nos deshuevamos los dos entre maldiciones e insultos-


Pusimos Castilla La Mancha Televisión. Estaba empezando "Todos a la cárcel", de Berlanga, con José Sazatornil y Torrebruno.


Aquella misma noche, cuando llegó mi madre con mis tíos para que también ellos lo vieran mear sangre, lo llevamos por última vez al hospital muy a pesar suyo, como siempre.


Murió allí, doce días después.




martes, 12 de noviembre de 2019

ANIMALS

La gente de los pueblos mucho más pequeños que este llama buñuelos a los churros. La primera vez que lo oí hubo lugar a la confusión. Era un pequeño grupo formado por tres o cuatro viejas enlutadas,  un viejo alto y erguido de ojos cansados, una mujer como cualquier otra, un chico gay y el chaval retrasado, ya cuarentón o cerca de serlo. Llegaron, algunos dieron los buenos días a media voz y como dudándolo fueron a sentarse en una de las mesas del bar. Apenas eran las once de la mañana y yo ya tenía puestos desde hacía un buen rato a los Brianjonestown Massacre o algo parecido, aunque eso sí no muy alto. En la tele, muda, estaba el canal de Teletienda con el charlatán ese de las sartenes de cobre. Ni rastro de la 1, la 3 o la 5.

La más grande de las viejas fue quien pidió primero, café con leche y dos buñuelos.

- No tengo buñuelos -dije yo
- ¿Y eso de allí qué son? -respondió alzando su gran brazo hacia los churros de la barra-
- ¡Ah, las porras! -contesté-
- ¿Porras? -dijo ella
- Sí...Churros, porras...Buñuelos...
- Pues dos buñuelos
- Dos buñuelos...¿Más?

Todos pidieron lo suyo, buñuelos y café los viejos y tostadas con tomate y zumo de naranja los jóvenes, excepto el retrasado que sacó un enorme bocadillo de fiambre de una bolsa verde.

- Y al chico le pone un café con leche -dijo la que llevaba la voz cantante- Pero descafeinado, ¿eh?-
- Claro, claro...-respondí sin alzar la vista-
- ¡Fanta de naranja! -gruñó él con la boca llena-
- ¿Pero no quieres mejor un café? -dijo la vieja-
- ¡Una naranja! -corrigió-
- ¿Un zumo? -sugerí-
- ¡No! ¡Una naranja!
- Tráigale una naranja -sentenció la abuela-
- Pero...así, ¿entera? -dije yo-
- ¿La quieres entera, verdad, hermoso?
- ¡Sí!

Preparé los desayunos mientras me devanaba los sesos con la manera adecuada de llevarle la naranja. Dudaba entre pelarla y hacerla gajos como para un chico pequeño, o presentarla en un plato con un cubierto al lado, o dejarla tal cual, que fue lo que al final hice. El chico la agarró antes que yo preguntara nada (fue lo primero que dejé sobre la mesa; ya había dado fin al bocadillo) y empezó a meterle el dedo. Nadie dijo nada mientras yo iba cantando los respectivos desayunos. Una media hora más tarde el viejo se levantó y vino a la barra a pagar. Tenía unas manos como dos mías. De joven tuvo que ser una puta bestia. Poco después se marcharon. He vuelto a verlos varias veces por aquí. El chico anda instalado en un centro especializado. Se ve que sus familiares son demasiado mayores para hacerse cargo de todos los cuidados y vienen a visitarlo cuando pueden. La escena sigue siendo la misma con alguna pequeña variante a cuenta del chico que, excepto en la cara, es bastante parecido al viejo.


Apenas eran las nueve de la mañana y ya estaba yo de muy mala hostia. Otra noche de mal dormir por culpa de la puta gata y un extraño comienzo del día por lo ajetreado estaban dando al traste con el reparador almuerzo, mi comida principal. Y entre esto y aquello unido al dolor en la rodilla por hacer el gilipollas de más con una de mis estúpidas neuras saludables, más su ausencia de saludo alguno al ir pasando al bar ("sí, esto parece un bar" dijo uno al entrar) poco faltó para hacerme estallar en forma de "estoy cerrando" o algo parecido. Acababa de irse una joven pareja de idiotas que parecían salidos de un anuncio de telefonía móvil y yo tenía los nervios a flor de piel. Sólo faltaba que pasaran a mi casa pensando que era un ovni o un piso de putas y encima sin dar los jodidos buenos días. Tampoco yo dije nada mientras iban pasando, ni los miré. La puerta no llegaba a cerrarse. "¿Pero cuantos son, me cago en su puta madre?"

Poco menos que mudos fueron instalándose en el salón. Quedaba claro que también a estos se le hacía raro el bar. En la tele, un inglés restaurador de muebles hacía educados tratos con unos y con otros. En el equipo de música, nadie. En La Mancha, un camarero cabreado intentaba controlarse. La imagen del Joker viendo a su jefe echarle la bronca vino a mi cabeza. Ayer la vi por tercera y cuarta vez.

Me acerqué para tomar nota y di los buenos días sin mirar. Eran ocho, seis casi viejos y dos jóvenes, chico y chica. Y quizá fuese por mi presencia y la del bar, el tranquilo hablar del inglés de los muebles que no hablaba de las elecciones o la ausencia de todo lo esperado en un bar churrero con la 1 o la cadena Ser a toda pastilla fue que empezaron a pedir tan apocados como si en verdad hubiesen entrado en un ovni: cafés, buñuelos, zumos de naranja y tostadas con tomate.

Buñuelos. Hay mañanas que me sobran casi todos y otras en las que a las nueve y media me quedo sin ellos. Buñuelos. Buñuelos con tomate. 

Poco a poco, como siempre pasa cuando ya no te necesitan, se fueron soltando. Yo ya pude comer algo tras las quince horas de ayuno y a lo lejos oía sus electorales letanías. Estos eran de derechas. El domingo al mediodía se desbordó el bar todavía más que de costumbre. A lo de siempre se le juntó la venida de un gran grupo de apoderados y eso, lo sé porque en una de esas vi a una pareja de rojos clientes míos entre ellos. Ella es bastante agradable, creo que de IU o Podemos, o como se llame eso en los pueblos de La Mancha, pero roja, que una vez lo oí mientras yo tiraba unas cañas y un amiguete y acólito suyo le hablaba de los resultados en las municipales en los que tan cerca habían estado de pillar una concejalía. Yo no lo sabía. La conozco desde bastante antes de todo eso. Con todo, al primero que llegó de ellos, un tío alto y gordo que casi se acercó arramblando con todos en la atestada barra, le dije que se esperara un poquito. Yo todavía estaba solo y corría en modo máquina total. No hubiera pasado ni a mi padre resucitado. Ese es el secreto para esas situaciones. La verdad es que aún en ese momento de extrema urgencia flipé con las maneras de alguien que jamás en la puta vida había visto por el bar. Se tranquilizó enseguida. No tardé en atenderle. Poco después llegó mi hermano y entre los dos sacamos adelante todo aquello.

Uno de los casi viejos se acercó a pagar. Me recordó al padre de las niñas aquellas que se cargaron en Puerto Hurraco. Entre medias, algunas de las mujeres, habían venido a la barra para, como desconfiadas, pedir un vaso de agua. Al principio, el chico, enfurruñado, un mostrenco, había pedido más azúcar para sus buñuelos. Azúcar. Lo peor que existe después de cagar sentado.


Salí del bar como siempre cuando es noviembre, con la tarde casi vencida. En verdad todavía estaba esplendorosa de luz pero ya le quedaba muy poco, apenas una hora. Esta tarde lo comentaba con mi amigo Gonzalo mientras él seguía dándole vueltas a la sacarina en su café. Gonzalo es el chico que ve ovnis y descubre curas contra el cáncer cuando no se toma la medicación. Cuando se la toma hace fotos del amanecer desde los molinos y me envía wasaps con ellas. También, a veces, quedadas de la Red para una especie de rezo individual conjunto a una hora determinada o cosas así. Yo le devuelvo emoijs o canciones.

- Estas tardes, tío -le dije- me joden un montón. Me joden un montón porque cuando salgo del bar no veo la luz. a mi el frío me importa tres cojones, de verdad, joder...¡Vengo andando todos los días desde hace dos putos meses! Me voy a cargar al mecánico del coche...
- Jajaja...-sonrío-
- ...pero eso de andar de noche...No. ¡Y mira que me gustaba cuando era joven! ¡Yo empecé a salir a andar de noche!...Me gustaba andar en la oscuridad de las calles, ¡mejor incluso con frío! Ir escuchando a Pink Floyd, el "Animals", joder qué disco...Te podría contar de pé a pá un paseo que di hace quince años en esas circunstancias...Fue glorioso, de lo mejor que me ha pasado en la vida. Qué noche más buena, qué claridad, qué sensación de libertad...Fue poco después de irme a vivir solo, lo recuerdo bien...Eso de no tener hora, ni obligaciones para con nadie, ni nada...Incluso llegué a pensar en subir los molinos, ¡te lo juro! ¡Con toda la fría y oscura noche cerrada, joder!...No lo hice, te digo la verdad, no lo hice...Y no por miedo ni pollas de esas, no...¡Qué miedo iba a tener yo entonces! No lo tengo ahora. Quizá lo haga el próximo domingo, quien sabe, o al otro...qué más da...todavía quedan unos cuantos...¿Sabes? Hoy me ha llegado una clienta, una amiga, una tía que está muy buena, una ya cuarentona, de mi edad...y venía asustada, atacada...Tenía que hacerse unas pruebas en el coño, le lleva doliendo un tiempo ahí y su madre murió joven de eso mismo, y ella misma, hace algún tiempo, tuvo síntomas parecidos a los de ahora y resultó que no había nada malo, pero otra vez lo mismo, el mismo dolor, el mismo mal rollo, en fin...tú ya sabes. Pues bueno, ha venido al bar y me ha preguntado si tenía tila, estaba muy nerviosa la pobre, apenas había dormido...Le he dicho que no, que tenía poleo, manzanilla, té..."No te vas a tomar un té, claro...¿Una manzanilla?" Ella ha dicho que sí, que bueno, y cuando estaba por cogerla he visto una infusión de mi hermano que se me llama Relax o algo, una cosa que lleva no sé qué mierdas, y me he dicho, joder, vamos a probar con buna de estas, ¿no? A ella le ha parecido bien y se la he puesto. Enseguida ha llegado su hermana, una mujer majísima, un encanto, una mujer que quizá en otro plano de la existencia es la mía, o en otro Universo, en uno de esos paralelos, tú sabes de lo que estoy hablando...La verdad es que es un encanto...Y creo que ella piensa lo mismo de mi, estoy casi seguro...en fin...Se fueron y volvieron. No han podido hacerle la prueba, lo cual no es una buena noticia. Van a tener que operarla para ver lo que hay...Y han estado ahí, en la terraza, las dos, bebiendo cervezas, cuatro cada una, las he invitado a la quinta, son tan agradables conmigo...Qué gusto me da verlas, Gonzalo...No, no me gusta andar ya de noche. No me gusta desde hace mucho tiempo. Prefiero quedarme en casa, leer y tal...Quizá ver una peli, pfff...Luego está la gata, que me tiene hasta los cojones, no me deja dormir, se quiere meter conmigo a la habitación y se queda ahí entre mis piernas, ¡la muy puta!, y a mi me da una lástima tremenda dejarla fuera, se pone a maullar, y a maullar y a maullar...¡pero es que no puedo dormir con ella encima! ¡No me puedo mover! ¡me da lástima! ¿quien puede tener los santos cojones de interrumpir el sueño de una gata? Y a veces cojo y digo, "mira, no puedo, de verdad. O tú o yo" Pero ayer no hacía más que maullar tras la puerta, ¡era cosa imposible! Claro que no siempre es así, claro que está castrada...Pero a veces le pasa a eso. ¡Y lo mejor de todo es que casi nunca quiere que la toque, sólo estar conmigo! Intento cogerla entre mis brazos para acariciarla y se me escapa. No sé, supongo que cuando estoy pedo le hago alguna perrería y ella se acuerda. Pero casi siempre quiere dormir conmigo, rara es la noche que no, aunque son pocas las que se pone tan pesada como ayer...Ahora mismo está aquí, Gonzalo, sobre la mesa mientras termino de escribir esto. No hace más que observar el ratón. He ido bebiendo desde que empecé y cada vez corrijo más...Y claro, ella ve el movimiento del ratón y le echa mano y entonces tengo que cogerla para quitarla de en medio...Ella gruñe y se va un rato por ahí...aunque parece que ahora se ha dado cuenta y me deja hacer. Sólo mira cuando lo toco. Creo que sabe lo que hay y que pronto me iré a dormir. Creo que también hoy querrá dormir conmigo. Creo que pretende que olvide lo mal que he despertado hoy, mis malos sueños, mi mal despertar, mi mala actitud, mi ausencia de luz, mi noche, mi noche otra vez...Creo que también los animales, Gonzalo, intuyen que es el espacio quien le abre el camino a la luz que llega con el tiempo. 








sábado, 9 de noviembre de 2019

CHORREO

Salí de casa con todo excepto el impermeable: guantes, bufanda, braga, doble par de calcetines, leotardos y la gorra de orejeras. Antes de salir miré la previsión meteorológica en el móvil, algo que también había hecho antes de dormir. Temperaturas un tanto bajas, cielo nublado y nada de lluvia. Lo dice hora por hora y se equivoca poco.

Casi ni sentí el frío durante los siete minutos y medio que yendo a pie separan mi piso del bar. La lengua notábala bastante mejor que estos dos últimos días, sin esa sensación de extraña aspereza, como de herida, algo que me tuvo un tanto preocupado. Pero ayer, pensándolo un poco, probé a dejar de tomar el exceso de zumo de limón de esta semana. Y ha dado resultado. Era cosa de los limones, nada más.

Con todo, al llegar al bar no lo hice de demasiado buen humor. Ahora que voy haciéndome mayor necesito dormir más. O puede que por dormir más tenga ganas de más sueño, no lo sé. Pero la verdad es que no me apetece nada hacer esta prueba. Ahora prefiero dormir.

El sueño es otro problema, y no de los pequeños. Hay días en los que caigo en él antes de lo habitual con la esperanza de alcanzar mis horas y entonces pasa que despiertas bastante antes de lo necesario. Te levantas, fumas algo...y se te va una hora y pico larga (cuando no dos) hasta volver a ser atrapado ya en las proximidades del límite. Y al llegar a él despiertas más quebrantado que antes. ¡Qué raros son los días en los que despierto poco antes de mi hora! En esos días uno se siente tan bien que no puede más que celebrarlo. A mi manera, claro. Nunca he sido bueno en las celebraciones.

Pero es tan automática esa sensación...No sé, hay quienes se jactan de conocer el alma de un hombre a la primera mirada y quienes ven el nuevo día nada más poner el pie en tierra. La ducha, siempre necesaria y fortificadora, no llega a tanto. Es como si atravesáramos desiertos nocturnos y las más de las veces nos quedásemos cortos de agua. Mala cosa es la deshidratación. Somos agua y nos quedamos secos. Bajo la ducha recuperamos algo de lo perdido. Quizá sea que no baste con cinco minutos. Tal vez sea necesaria una hora entera, una hora con el agua casi caliente cayendo sobre tu cabeza. ¿Agua fría, decís? Sí, puede que tengáis razón, de hecho recuerdo ahora que lo hice durante algún tiempo...pero como con tantas otras cosas los resultados no fueron los vendidos. Y te la jugabas. La experiencia me dice que las naturalezas fuertes no necesitan nada de todo eso, que toda mortificación nace de la debilidad. De hecho los fuertes suelen ser unos grandes comodones. ¿Habéis visto al león en uno de esos documentales? ¿creéis que un león se mortifica para ser más león? Lo que sí he conocido de los fuertes es que todos son de fácil y buen dormir y poco dados a cilicio alguno, de los cuales se ríen como de tonterías propias de idiotas.

Martín no pidió hoy un cargo de treinta euros en su tarjeta por el desayuno: una cerveza, un chupito y dos tostadas con tomate. No, el chupito no fue de uno de esos whiskys, no...aunque tengo alguno que andaría cerca de semejante cuenta, si no la cuadraba. El chupito es standard pero los más de veinticinco euros sobrantes son para medio pollo. Cosas de padres de familia casados con mujeres aún más fuertes, peligrosas y, sobre todo, más inteligentes que ellos.

Poco antes, apenas acababa de abrir el bar, un chaval acompañado por su padre se había tomado un colacao. El chico ya llevaba un pendientillo, el pelazo rubio peinadito a la moda, guapete, saludable y tal, el típico macarrilla todavía limpito por mamá que ya habrá follado más que tú con treinta años. Se me hizo desagradable al primer vistazo y la verdad es que me alegré de no tener pan para hacerle la tostada que, resignado y con una mirada impropia de su edad, había pedido ante mi total ausencia de pastelería de cualquier tipo. Pero acto seguido llegó el panadero.

- Joder -dije recogiendo los servicios-
- ¿Qué? -respondió Martín-
- El chico este, el que estaba aquí con su padre. Se ha tomado el colacao con azúcar. Jamás pongo azúcar con el colacao, casi nadie me lo pide, pero sabía que este cabrón iba a echárselo.
- Yo también cuando lo tomo, aunque hace tiempo -dijo Martín-
- Y yo de pequeño, no te jode...¿Pero tú sabes que el 70 % del colacao es azúcar?
- ¿Y qué?
- Joder...

Martín podría matarme con una mano atada a la espalda, puede que incluso con las dos, casi seguro. Feo, fuerte y compacto, puro nervio y decidido, de pelo tan recio que resulta imposible siquiera imaginarlo calvo, lleva metiéndose cocaína desde poco después de conocernos, hará treinta años. Cuando a mi, vencido, me dio por el gimnasio él ya hacía tiempo que había tomado la ruta del bakalao. De esa manera conoció y robó a otro tío chungo su futura esposa, ya desposada, una hembra alfa con la que lleva casado veinte años.

Era mediodía cuando llegó al bar uno que hacía tiempo no veía. Claro que yo ya estoy fuera de la noche y bien podría ser que siguiera haciéndolo en ella con el resto de aquella cuadrilla, pero me chocó. Y también, haciendo un poco de memoria, que la tía con la que venía no era la suya, o al menos la que recordaba, aquella chica tan pizpireta por raruna. Esta otra era más joven y tenía las palas de los dientes un tanto separadas, claro síntoma de ninfomanía según cuentan por Internet. Lo saludé como si recordara su nombre y poco más. La verdad es que jamás supe bien su nombre. El de su ex sí.

Y cual no fue mi sorpresa cuando poco a poco fue llegando el resto de aquella libre y divertida cuadrilla de esos años, clarísimo maricón incluido. Pero ahora ya en modo todos casados o casi y varios hijos pequeños dando por culo. Hubo alguna madre que dijo con pena que ya no estaba el futbolín. Hará dos años que lo quitamos.

La verdad es que nunca tuve ninguna relación con ellos más allá de que mi chica de entonces era amiga de todas ellas o algo así. Esa gente no era la mía, no...Había una tía por ahí suelta, una muchacha que parecía sacada de un cuento de Poe, que era de las pocas que estaban sin pareja y yo miraba. La hubiera mirado igual aún estando con pareja, la verdad; tal vez fuera tan lesbiana como alguno pensará que yo soy maricón después de tanto tiempo solo. Hoy no vino, claro. Supongo que habrá pillado algo por ahí.

¿Y os lo querréis creer? Yo ya sabía que cada uno iba a pagar lo suyo. ¿Pero sabéis quien se fue sin pagar la totalidad de lo consumido? Exacto, la primera pareja. De hecho ella, la clara ninfómana, fue la última en salir, pues estaba en el water y la salida de todos había sido escalonada, cosas de hijos y todo eso, es decir, que no hubo el típico tumulto de todos nos vamos y yo voy quitando y tal...no. Era como si, bueno, nos hemos visto y adiós, aquí ya andan varias extrañas (dos) y tampoco yo iba a darle más vueltas a tres putas cervezas.

- ¡Eh, oye!
- ¿Sí?
- Me debéis tres putas cervezas
- ¿Qué?
- Que me debéis tres putas cervezas, so ninfómana

A las cuatro de la tarde se hizo una calma tan grande que me dieron ganas de cerrar el bar. El cielo se había cubierto de nubes bajas y la oscuridad hizo presencia. Las luces del bar, ya encendidas, cobraron valor.

Una hora más por delante, una hora más hasta poder estar solo de verdad.

Esa última hora es eterna. Yo sería un hombre muchísimo más feliz si pudiera evitarla. Es mi hora silenciosa, la que me habla sin voz desde mi esquina de la barra. Si yo pudiera saltármela evitaría todo lo que llega después. Pero también es verdad que vosotros no tendríais noticia de mi.

En esa hora silenciosa hoy, como todas las tardes de sábado, cambié de música y puse techno. Pronto llegaron los primeros clientes, unos tipos conocidos, tan solubles como una canción de U2, otra pequeña e inútil cuadrilla de majaderos a punto de cumplir de los cuarenta que poco a poco fue transformándose en una especie de película buñuelesca, así eran las tías que venían tras ellos: "¿Pero no se dan cuenta?"

Hubo una cosa muy graciosa un rato después, ya con todos colocados en su sitio. La más tonta, la que se creía que estaba más buena de todas ellas, la que seguro estaban todos por follarse y que no valía ni para una paja en Chaturbate, se acercó a la barra:

- Oye, ¿podrías cambiar el canal?
- ¿El canal de qué? -dije yo previendo el tema musical al que por supuesto no iba a ceder ante nada-
- El de la tele...Es que hay una cosa desagradable...

Y entonces miré y vi que era ese programa de los gordacos extremos, los de más de trescientos kilos.

- Ah, sí...
- Es que nos da asco...
- Ya...

Lo quité por cualquiera, creo que Paramount era el siguiente. Pero ese "asco" me sonó tan bien que di por buenas la mayor parte de las equivocaciones de mi vida.

Tengo un problema con la gente más joven. Y este problema es que la creo más joven de lo que es. A veces veo a gente y digo: "sí, veinticinco..." Y siempre son más.

Hoy, antes que aquellos, llegaron estos. Venían de jolgorio, los oí incluso antes de entrar por mi puerta. Puede que llegara a preocuparme. "¿Serán gitanos?"

Eran tres chavales con una muchacha, la novia de uno de uno de ellos aunque bastante distinta al pasado fin de semana, cuando iban de boda. Las tías, aún las más jóvenes, a veces son irreconocibles de una semana a la otra: de ver a una diosa vestida en rojo largo a una especie de choni loca va un mundo que yo he visto demasiadas veces.

Casi no la reconocí de lo diferente que parecía. Él, sin embargo, sí me reconoció; y como con demasiada sonrisa, como alegrándose, cosa que me extrañó. Yo, la verdad, veía todo aquello y sólo decía por lo que querían: lo mismo me la sudaban de una manera que de otra.

Uno de los otos dos fue el primero en pedir, un gin tonic. Llevaba un arillo en la oreja que dejaba claro que era un tío guay, enrollao, quizá gay con el otro, aunque esto luego se disipara con la posterior venida de otras tías, una negra entre ellas que, estas sí, me pidieron cafés como si yo fuera su abuelo. Apenas veinte años creía que nos separaban. Luego supe que eran menos.

Y salió la boda y la Gran Bajada que le pegó al novio de la vestida de rojo largo fue tan grande que lo llevaron al hospital.

La verdad es que el chico, un tiarrón de casi metro noventa, estaba un tanto pálido pero también bebía cubalibres, divertido, como si nada hubiese pasado una semana antes. Por lo visto llegaron a creer que se le había parado el corazón. Cocaína, supongo. Se desmayó y pronto recuperó la consciencia:

- Estoy bien -le dijo a un "doctor House" que andaba por allí- Déjame
- No, no lo estás -respondió mientras ayudaba a los de la ambulancia-

Y reían, y reían, y reían mientras lo contaban. Le habían hecho mil pruebas, de cabeza y corazón, y todo estaba bien. Nada era tan raro, nadie había pegado botes encima del suelo, nadie se había mordido lengua, nadie había echado espumarajos por ella, nadie había despertado como si viniera de otro mundo, nadie había pasado nada, a nadie, nunca, al contrario...

Hablaban de si ellos eran millenials cuando estaba a punto de irme. Discutían divertidos sobre si ellos lo eran o no. Todas las tías se habían ido menos otra.


- ¡Oye! -dijo la ex mujer de rojo largo- ¿Qué es esto que suena? Se trata de una apuesta....-
- Boris Brechja
- Jooo...-había tenido razón uno de los otros. Y yo suerte. Es sólo una de las trescientas canciones que tengo ahí. La verdad es que apenas sé quien es Boris Brechja-


Salí del bar. La lluvia caía a manta.


Lo tenía todo menos el impermeable. Me calé bien la gorra y desplegué sus orejeras.


Volví a casa con los pies chorreando.

jueves, 7 de noviembre de 2019

JOLGORIOS

Es portero de iglesia. Lleva años por aquí, no sé cuantos. Moreno, delgado, de cabeza pequeña y gran boca casi siempre desplegada en una servil sonrisa que a pocos engañará, acento como portugués, va por ahí en la bici con sus cuatro pertenencias cuando no son horas de misa. Muchas veces le vi al pasar cerca de la puerta de una de las iglesias del pueblo. Él estaba ahí con otro, un rumano según supe cuando se murió, un chaval que no pudo ser ni albañil de un amigo mío de lo borracho que era. En una de esas se quedó. El portugués recibía solícito a la feligresía compuesta de ancianas en su inmensa mayoría y se apresuraba a abrirles la puerta. Había quien le daba algo. Yo creo que tenía al rumano de comodín lastimero. Este solía estar sentado junto al muro de la iglesia, borracho hasta casi la inconsciencia y puede que también cagado por las numerosas palomas que habían hecho suya la fachada principal. Algún tiempo después pusieron como pinchos metálicos en los alféizares ocupados, lo cual le daba un aspecto particularmente siniestro a otro de los apartamentos de Dios, pero seguían buscándose las mañas. La hermosa fuente que había delante tuvo que cerrarse ante un brote de no sé qué bacteria palomínica. Ahora es como una especie de gran macetero que los chicos usan para practicar el skate.

El portugués viene muy poco a nuestro bar. No hay muchos para él en el pueblo y desde luego este no es uno de ellos. Pero cuando lo hace sabe cuales son las condiciones sin necesidad de hacérselas saber: pide, bebe rápido y se va. Es listo, eso lo ve cualquiera que viva sobre la tierra.

Noviembre es el peor mes para el negocio. La Navidad está a la vuelta de la esquina, el primer frío empieza a recoger en sus casas a la gente sobrante y la eterna canción del sol va transformándose en algo parecido al punk. Noviembre es el mes de aquellos a los que de verdad le gustan los bares. Y este año ha sido algo automático, aunque supongo que los demás también lo fueron: mueren los santos y casi todo el mundo desaparece.

Ayer murió alguien que debía conocer y no pude recordar. Por más que mi hermano pequeño se empeñó en hacerlo no conseguí dar con la clave. Era un tipo que venía mucho por el bar, uno mayor que yo, uno que tenía una mujer que trabajaba en el hospital, uno que bebía cocacola zero, uno que se llamaba...Nada, no podía acordarme de él.

- ¡Sí, hombre! -exclamó mi hermano casi desesperado- Joder...uno que venía mucho cuando tú estabas de noche y yo venía a ayudarte...¿De verdad que no te acuerdas de él?
- No

Mi hermano insistió cuando hoy trajo de casa de madre algunas tapas para el mediodía. Es muy pesado, mucho. Y empezó otra vez.

Yo andaba preparando el sofrito de un arroz que debía estar dispuesto para las dos y cuarto. Y mi hermano pequeño venga y venga mientras colocaba lo traído; que si tal, que si cual, que si esto y que si lo otro. "Joder, me cago en la puta" pensé. Es muy sensible. Y fuerte. No es buena idea mandarlo a tomar por culo.

- No sé, no sé...-dije yo casi a punto de estallar-
- Sí, joder...¡que tenía un hermano que vende cupones!

Y entonces se hizo la luz.

Ya. Sí. Ahora sabía quien era el muerto. Todos los datos proporcionados eran correctos, pero sólo este último, también repetido aunque con mi ayuda, fue el que dio la clave.

Si ha muerto con 57 (como afirmaba la esquela que miré en Internet) quiere decir que cuando lo conocí debía andar cerca de los cincuenta. No bebía alcohol y su  simpática mujer tenía un clarísimo empujón. En su alocada juventud había gustado del hard rock (como la mujer) y a veces hablábamos de ello. Entonces ponía Deep Purple, Led Zeppelin, Rainbow, Barón...todo ese material. Un día que vino solo (estaba jubilado) me contó el problema que había tenido con el alcohol. "Lo dejé por ella" confesó agarrando su cocacola zero, "no podía hacerle eso. Ella fue la que me sacó de allí" Jamás le puse nada de alcohol. Nunca lo pidió. Y luego dejaron de venir.

No pasa nada, que diría un taxista pakistaní. Cuando uno ya está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta se toma todo eso de otra forma, si es que alguna vez se lo tomó de otra. Un buen bar es como una buena puta, los clientes vienen y dejan de venir. Aún con los que tienen años de solera hay que tomárselos así. Vienen y van, ya está. Este hombre que ha muerto estuvo a gusto en nuestro bar durante algún tiempo en el que charlábamos de música y alguna cosa más junto a su potente mujer.

Por un momento pensé en ir a su entierro. La misa empezaba justo cuando acababa mi turno y no había problema en llegar al pésame y aún a la mitad de la homilía de ese viejo cura tan guay, tan vaticanosegundista, tan "todos al cielo", el mismo de mi último pésame, el padre de otro cliente como poco antes lo había sido el de otro...

Estaba limpiando los platos junto a la cacerola donde había hecho el arroz que luego presenté en una paellera (o paella, para los paellanazis) cuando oí que alguien había entrado al bar. Eran las tres y pico y ya sólo estaban los tres de la comida en la mesa del fondo. Alcé la vista sin dejar de fregar platos y vi que el recién entrado se parecía al portugués. Seguí fregando hasta acabar. Tampoco era tanto. Cuando salí de la cocina vi que era el portugués.

Pero no estaba solo. En ese momento uno de los comensales había salido para fumar y vi que desde el quicio puerta estaba hablando con él. Una vez cerciorado a simple vista que no había nada demasiado raro le pregunté qué quería. Su chupito de JB. Se lo puse y él puso los dos euros encima de la barra.

- No -dijo el otro-, apúntalo a la cuenta.

El otro es uno del Opus, uno de esos que hacen su trabajo, votos de castidad y todo lo que ganan se lo dan a la Obra. Es de mi edad. Y cojo. E inteligente, según me ha contado algunos que no lo son. Toda su familia es opusina. Al padre lo conocí en el viejo bar del mío. Era cliente. Era director de una sucursal bancaria. Era un tío un poco menos serio que su mujer. Pero mi padre lo llevaba bien, como hacía con todo el mundo. Mi viejo creía firmemente en Dios a su manera pero pensaba que los curas eran poco menos que mierda. Él era algo así como protestante, aunque esto nunca se lo dije y supongo que de haberlo hecho me habría mirado como a un extraterrestre. Él era un tío español, de derechas abiertísimas y padre de cinco hijos. ¿Qué iba a decirle a él un cura? ¿que si se tocaba, como aquel cabrón que se lo preguntó en confesión cuando era un niño? Salió corriendo de allí para no volver.

La verdad es que este chico del Opus es una de las escasas personas conocidas con las que no me importaría mantener una conversación. Jamás he hablado nada con él más allá del típico saludo. Creo que para poco por aquí, que anda por Roma y todo eso, yo que sé...Pero es tan inteligente.

Apunté el chupito del portero de iglesia en su cuenta. Estuvo un buen rato hablando con él. Iba a llevarles los cafés cuando lo dejaron. El portugués se fue y él me pilló en el camino de vuelta. Y entonces, para mi total sorpresa ante tamaña deferencia, fue cuando me enteré de lo que hacía el portugués.

Era el portero de la iglesia donde van todos estos, la misma en la que un rato más tarde se iba a celebrar el funeral del hardrockero, cosa aquella que ya sabía aunque en la sola condición de pedigüeño. Pero no, era el portero, el que abría y cerraba las puertas de la iglesia. Y el otro día, por lo visto, iba a cerrarlas antes de tiempo, todavía con parte del personal dentro, y este fue a él y le preguntó por lo que estaba haciendo; y como el portugués se puso un tanto violento, quizá ya borracho y sin reconocer la importancia del romano habitual ni siquiera en su más que visible cojera, cruzaron unas palabras hasta que el cura llegó y enseguida puso orden y concierto.

Yo...joder. En ese mismo momento entró una rubia y me llamaron por teléfono. Y lo dejé casi que con la palabra en la boca. Quizá el vino de la comida le hubiese hecho efecto, pero yo qué sé...Y este es el famoso supernumerario, o numerario, o lo que sea eso, el que no folla y da todo lo que gana a la Obra.

La rubia quería un par de cafés para la terraza y la llamada era de mi amiga, la enana de la ONCE.

- ¿Qué? -respondí-

Silencio.

La madre que la parió. No dice nada y cuelgo. Tampoco es que vea mucho. Padeció un cáncer con apenas veinte años. Ahora casi tiene treinta.

Otra vez.

- ¿Qué, coño?

Silencio.

"La madre que la parió"

Salí con los cafés para la rubia de la terraza. Y allí estaba ella, la enana de la ONCE, la de las tetas gordas con culazo incorporado, ofreciéndoles cupones.


- Me has llamado dos veces -le dije cuando entró-
- ¿Me llevas a casa cuando salgas? -dijo ella-
- Sigo sin coche -respondí-
- Joder, estoy agotada...Me espero a tu hermano, ¿te importa?
- No


Dejó todos los decimos que llevaba encima sobre la barra y pasó al water. Le encanta mi water. Siempre que entra al bar pasa a mi water.


Salió.


- Me voy, Kufisto
- Vale -respondí. No tenía muchas ganas de esperar a que mi hermano pequeño la llevara-
- Adiós, guapo
- Adiós, preciosa...¿Cuando te vas a poner el pantalón de cuero del otro día?
- Jajaja...


Mi hermano pequeño llegó y yo cogí mi bolsa camellera. Fui a la mesa del fondo para despedirme de los comensales. El arroz había salido bueno y volveríamos a vernos en Diciembre para los trasceneros cubalibres navideños. Estaban contentos. Di algunas manos flojas a medio coger y pensé en masones y en viejas cocheras.


- Maestro -me preguntó un gitanillo cuando estaba a punto de llegar a casa- ¿Cuando abren esto? -dijo señalando un comercio en construcción.
- Pronto -respondí-
- ¿Y el otro? ¿sigue abierto?
- Creo que sí, aunque menos que a medio gas
- Marqués...


Y entonces un gitano mayor pitó desde su coche sobre el paso de cebra que habíamos dejado atrás y ya todo fue jolgorio para todos.