sábado, 28 de diciembre de 2019

CUADRO ABSTRACTO

En realidad él y su novia eran los auténticos Adán y Eva. Toda la historia, tan conocida, no había sido otra cosa que engaño de reyes y de iglesia católica. Me habló, excitándose cada vez más, de largas eras de tiempo circular. Y ahora, desde hacia 33 años, le había tocado regresar aquí para reclamar su trono, pues era él y no Jesús, "ese pederasta", el auténtico Salvador. Él como Señor de la Muerte y su novia como Señora de la Vida.

El asunto había comenzado una media hora antes con otro café a cuenta. Parecía el mismo de estos últimos meses en los que hemos tenido un cierto contacto a través del bar, nada fuera de la pura formalidad. Resultaba evidente que era un tío con problemas pero al menos no te daba la brasa con ellos. Frases sueltas y sentenciosas cuyas respuestas se dan por sabidas sin esperar otra contestación que una palabra o corta frase ya mil veces oída. Una mera cuestión de cortesía.

Poco a poco, como de costumbre, fueron otros que lo conocían quienes me contaron al menos parte de sus problemas. Era un golferas que entre juergas, viajes y coches se había pulido un gran capital durante el último año y ahora estaba viéndole las orejas al lobo. Un buen chico, claro, un buen chico de esa manera, por supuesto: nadie es tan malo entre nosotros. Después de todo ninguno de los que andamos por aquí hemos salido perfectos.

Hará un par de semanas que empezó a pedirme al debe. Hasta entonces había sido buen pagador y no me importó. No era más que un café, quizá un zumo, y eso no se le niega a ningún cliente que te lo pida con educación. "Me muero de vergüenza, Kufisto", "no tiene importancia, déjalo"

Esta mañana, al mediodía, llegó con una cara peor de la habitual. Le puse el café y no tardó mucho en dar buena cuenta de él. El zumo no se lo hice porque ya estaba liado y no podía entretenerme, algo que entendió, aunque le ofrecí un trina de naranja que no aceptó. Y un rato después se fue con su mochila a otra parte tras despedirse.

Eran las cuatro de la tarde cuando, cosa rara, regresó por otro café. Apenas había gente y charlamos algo. Yo le notaba más nervioso. Oí de su propia voz lo que ya había escuchado en la de otros aunque presentado de diferente forma. Y empezó a hurgar en la mochila, sacando cosas como cuadernos y lapiceros. Al final se decidió y me mostró un dibujo que había quedado claro quería enseñarme.

Pura abstracción. Un gran triángulo invertido con muchas líneas de colores vivos y chillones que salían desde su centro hacia los márgenes. Lo miré con atención y no me dio tiempo ni a preguntarle qué representaba. Dijo que era él y su novia. Habló de como al instante de conocerla la reconoció de otras vidas y lejanas eras. Y a partir de ahí, como dique que se rompe, llegó todo lo demás.

Durante quince o veinte minutos escuché imperturbable las mayores barbaridades que he oído en mi vida, dichas eso sí con tan apropiado vocabulario que llegó a sorprenderme. Todo el mundo estaba tras él, todos querían evitar que él recuperara su legítimo trono, ese desde el cual haría tal escabechina entre tantas cabezas que este infierno volvería a ser el Paraíso que en realidad es. Era una especie de delirio no del todo caótico. Extrajo una enorme tablet de la mochila para enseñarme más material gráfico, algo que hacía con increíble agilidad dactilar. Entremedias le dejé el teléfono para que llamara a su gente en Madrid, sin éxito. Estaba sin coche y necesitaba irse a Madrid. Un par de veces, con un leve gesto, le dije que bajara el tono, pues estaba excitándose cada vez más y sus tremendos desatinos ya casi podían ser oídos por los clientes que iban entrando al bar, un tanto moscas por el extraño aspecto del individuo en mi esquina. Yo atendía y volvía con él para no dejarlo solo, pero llegó el momento en el que la marea ya no permitía la marcha atrás. Y justo entonces apareció un buen amigo de la casa y también suyo y fue que aquel lo saludó y yo respiré un tanto al ver que no podía caer en mejores manos.

De vez en cuando, entre servicio y servicio, les echaba un ojo y un oído. Esperaba ver en cualquier momento la cara de estupefacción de mi sensible amigo ante el brote psicótico que estaba sufriendo el suyo. Pero no fue así, ya que con él se limitó a hablar casi que desesperado de la urgente necesidad que tenía de ir a Madrid. Mi amigo se ofreció a pagarle el billete de tren pero él no quiso, necesitaba llevarse sus bultos, sus cosas, y eso no podía meterlo en el tren. Vi a mi amigo devanarse la cabeza para ver como podía ayudarlo, pues estaba claro que él no podía hacer el trayecto ante sus múltiples compromisos. Al final salieron y no los volví a ver.


Luego todo fue gente que hablaban, reían y bebían bajo el potente sonido de la música del bar.

sábado, 21 de diciembre de 2019

...Y VEREMOS ÁGUILAS

Era temprano cuando llegó. Pidió lo habitual y se olvidó del café mientras miraba algo en el teléfono, cosa muy normal en él. Apenas había nadie más en el bar, puede que el ciego, no sé. Al rato se acercó a la otra esquina para enseñarme lo que estaba viendo. Esto era raro. Gustavo suele estar en lo suyo y cuando no lo está es que algo vuelve a ir muy mal en su cabeza.

Con cierto entusiasmo no preocupante me contó lo que había visto y grabado poco antes: águilas. Había salido con el coche al campo, a una parte de él donde dice que las águilas se dejan ver. Le pregunté a qué hora, pues apenas eran poco más de las nueve, y respondió que no lo sabía. En el vídeo grabado se distinguían como unos pájaros volando en círculo bajo el cielo nublado. Conté tres o cuatro puntos móviles. "Águilas, Kufisto, águilas" dijo emocionado dentro de un orden. Le devolví el móvil antes del final no sin antes decirle lo flipantes que eran.

- Tienes que venirte un día a verlas -dijo-

Esto me sorprendió bastante. Y todavía más al ver que lo decía en serio. Gustavo no es un tipo que haga bromas y tampoco uno que vaya por ahí buscando compañía. Siempre solo, a veces lo he visto andando con otro parecido a él. En el bar hay gente que aún le saluda más para calmar su mala conciencia que otra cosa, pero la mayor parte de las veces todo queda en eso y a Gustavo parece no importarle, como si lo diera por descontado. Pero yo soy el que está tras la barra y aunque sólo fuera por eso siempre le saludo y converso con él cuando puedo y quiere, que no es siempre.

Le dije la verdad. Este lunes sería casi imposible con todos los preparativos de fiestas y demás pero que sí, que le llamaría cualquier otro día y quedaríamos para ir a ver águilas.


La mañana transcurrió como si en lugar de estar a las puertas de la Navidad lo estuviéramos a las de la delegación de Hacienda. Poca gente y una sensación como de estar incubando algo, sin duda consecuencia de la borrachera de antes de ayer, eterna madre y parturienta de muchos de mis malos días, que una vez pasada la peor parte de la resaca iba dejando sitio a algo parecido a enfermedad. Aumenté la dosis de vitamina C en polvo y de ajos crudos y con suerte todo quedará en poco.

Gustavo regresó a eso de las tres de la tarde. Una pareja en el ventanal y otra en una de las mesas completaban el cuadro. Esta vez fui yo quien se acercó a su esquina de la barra.

Y volvimos a hablar de águilas.

Una vez vio una muy de cerca yendo junto a su padre y un compañero en la locomotora del tren. Había tenido el pálpito de que precisamente allí, en aquel lento tramo arbolado, iba a aparecer un águila. Gustavo estaba seguro de ello, se concentró y aguzó la visión cerrando los oídos todo lo que pudo. Pero su padre le había dicho algo y justo en ese instante, al mirarlo, fue cuando el águila esperada desplegó las alas y salió de entre las catenarias sin que permitiera ver más que la sombra de su majestuosidad. Tuvo una enorme discusión con su padre.

Sólo faltaba por irse la pareja del ventanal. Él tiene pintas de personaje, de actor de teatro, de fácil acomodo en bares guarros, ruidosos. A mi me habla de un usted forzado sin motivo alguno para ello. Quizá crea que soy de derechas. La gente confunde la seriedad en el trato, la ausencia de conchabeo hacia el primero que llega, con la antipatía.

Cuando viene no es raro que lo haga en compañía de alguna atractiva mujer. Esto es algo bastante común entre este tipo de hombres. La de hoy era especialmente atrayente, al menos así me lo pareció cuando dijo lo que quería. No quedaría nada mal en uno de esos dramas de Almodóvar, uno de esos en los que las mujeres miran a la cámara como si tuvieran una barandilla un poco alta para su barbilla. Y la segunda vez que salí a llevarles las cervezas vi como ella, de espaldas, hacía un gesto con el pelo tal que si en lugar de ese barbas estuviera junto a Bibi Andersson mirándose en un espejo.

Gustavo y yo estábamos hablando del halcón peregrino y su increíble velocidad. Yo tiré de mis conocimientos enciclopédicos y él de sus experiencias con ellos, pues conoce a una mujer dedicada a la cetrería y a veces los ha visto en acción. El pavo barbado pidió la cuenta y, oyéndonos, metió baza no sin hacerlo de una manera un tanto política para alguien tan suspicaz como yo. Habló de águilas y halcones como lo haría un interesado. Gustavo, desde su esquina, decía algo pero este sólo me miraba a mi, ignorándolo. Hubo un momento en el que pensé decirle algo, no sé: "Eh, tío, que no soy yo quien está hablando" Me jodió como lo ignoró. Era como si lo conociera y no quisiera saber nada de él. Pero Gustavo parecía no darse cuenta.


- Bueno, Kufisto -dijo Gustavo ya solos los dos- Entonces quedamos un día de estos y te vienes a ver águilas.

Y volvió a sorprenderme. Yo creía que ya no se iba a acordar.

- Claro, tío.
- Veremos águilas


Un cielo gris lleno de nubes a medio emborrachar me recibió al salir del bar. El viento soplaba tan fuerte que antes de subir al coche pensé en extender los brazos por ver si era el suficiente para hacerme volar.

jueves, 19 de diciembre de 2019

KESZ AZ EGESZ

Hubo una leve interferencia casi al final del turno pero en general la mañana pasó tan plana como es de desear, si es que un deseo puede ser plano, cosa que cada día que pasa creo más.

Siempre que despierto y estoy atándome las botas pienso que pronto llegarán las cuatro de la tarde y podré volver a mi sitio. No es tristeza, ni depresión, ni resaca, ni nada de eso. Prefiero estar aquí, solo en casa con mis cosas, que ahí fuera entre la gente.

Y no es que aquí haga muchas cosas. Estas últimas tardes, por ejemplo, las he pasado entre leves intentos de escribir (no llegué a poner ni una letra en la blanca pantalla), pensar en leer algo y ver vídeos de Youtube o viejas películas jamás vistas que por una u otra razón raramente dejaba pasar más de media hora. Ayer lo intenté con una que en otro tiempo no tan lejano fue una de mis favoritas; pues bien, ya a los dos minutos tuve ganas de quitarla de lo falsa y ridícula que ahora me parecía. Incluso aquella larga secuencia sin palabras que tanto me subyugara iba desarrollándose ante mis ojos de manera tan forzada que precisamente ahí dejé de verla. No pensé mucho en ello. Ya me ha pasado muchas veces. El resto de la tarde la gasté viendo vídeos de un festival de música llamado Obscene Extreme en el que la gente, drogada, parecía pasárselo tan bien que te lo contagiaba. Las bandas eran horrorosas, sólo hacían ruido, pero el buen rollo era generalizado aún entre los seguratas que de cuando en cuando desalojaban el frontal del escenario de frenéticos fans (la mayoría disfrazados de cosas absurdas) que una y otra vez volvían a subir para seguir haciendo el subnormal delante de todos los demás. Yo sonreí bastantes veces, fumé algunos cigarrillos y acabé la copa que me había servido una hora antes al ponerme ante la blanca pantalla del ordenador.

La Navidad empezará esté fin de semana, como el año pasado. Desde la lotería hasta nochevieja. Como decía hoy un satisfecho, "es la tradición" Hubo años en los que diciembre era un mes casi completo para los bares, pero eso se acabó con la crisis. Ahora la gente aguanta hasta el 22. Aquí se prefiere salir a tope que hacerlo con miedo. Sí, La Mancha es un poco Obscene Extreme. Es tierra extrema, de obscena meteorología; de gente parada que cuando empieza no sabe como parar a no ser por causas de fuerza mayor. Pero de momento no hay ni rastro de Navidad más allá de las conversaciones sobre los diferentes preparativos, todos relacionados con la comida y la bebida.

Hablé con una clienta. Más bien la escuché. Le encanta hablar de ella misma. En verdad todo el mundo prefiere hablar de sí mismo. Basta decir algo tuyo para que el otro te diga aún más de lo mismo, pero suyo. Y entonces es una competición no declarada de haber quien cuenta más cosas de sí mismo, como si al oírte contar tus cosas estas cobraran una mayor importancia, una especie de paga extra, algo así como una dorada jubilación que a nadie que no seas tú le importa. Pero el eco de las palabras ajenas es tan débil como todas las canciones de bar y pronto todo se difumina en una especie de ruido blanco. Hasta la próxima historia. El tiempo se acaba y hay que hacer la comida o ir a por los chicos al colegio, o hablar nerviosa por teléfono con tu anciana madre en un aparte frente al ventanal del salón del bar. Hoy llevaba los pantalones de cuero y lucía un culazo estupendo, un culo de Navidad con Reyes Magos.

Cigalas, jamones, percebes y champán del bueno pasaban de voz a voz por el cielo del bar como nubes de finales de septiembre. Era como ver a Carpanta sin hambre y ninguna excusa delante del escaparate de un restaurante.

El chico del otro día vino hoy con su madre, una señora mayor que iba en una silla de ruedas motorizada. De unos treinta y pico años, pronto caes en la cuenta de su evidente desequilibrio mental que va esparciendo por donde pasa. Aquella mañana pidió un anís que no tenía y sin más (no hay bebedor de anís que beba otra marca que no sea la suya) se decidió por una copa de Bayleys. Apenas eran las ocho. Habló de su madre que estaba en el hospital. Habían pasado la madrugada en Urgencias y sólo entonces había podido salir de allí para tomar algo. Yo lo conocía de otras veces, de alguna rara mañana de fin de semana en compañía de un par de amigos, todo pasados de drogas y alcohol. Un poco de mano izquierda más la amistad que en otro tiempo le uniera con uno de mis hermanos conseguían que aquello acabara pronto y sin problemas. Era él quien pagaba (es hijo de familia adinerada) y lo hacía con billetes que parecían higos de lo espachurrados que estaban; ya no con forma de rulos sino como servilletas de papel.

Sin preguntar nada personal les puse de comer allí mismo, en la barra. Ni intenté decirle que tomaran asiento en una de las mesas. Vi como apalancaba a la madre y fue suficiente señal. Esta tenía la voz débil y una mirada de total resignación. Ella se decidió por las alcachofas con jamón y él por las albóndigas.

Eran las tres y pico de la tarde y empecé a recoger y salí a barrer (la madre casi me atropelló en un movimiento extrañísimo) y a colocarlo todo para el ya próximo turno de mi hermano, precisamente el que este conocía y de quien había sido amigo. Por él me preguntó y de esta forma, no sé como, llegó a hablarme de otro pintas al que desde hace algún tiempo le ha dado a venir por aquí, uno que de unas semanas a esta parte parece estar en estado de tensión permanente aún dentro de su evidente impostada educación, como no podría ser de otra forma en un bar como el nuestro.

- Se ha pulido un piso de Madrid en dos años -me contó- Hace unas semanas se pegó un hostión con el coche. Siniestro total pero a él no le pasó nada.

Y entre risas, casi carcajadas, me relató la odisea del traslado de los restos del vehículo, pues fue a él a quien llamó.

Pagó con un billete que parecía llevar dentro otro poema fallido y se fueron.


La tarde estaba gris total cuando lo hice yo. Una lluvia fina, fría, sueca, como de peli de Bergman, me acompañó hasta el coche. Hace dos tardes empecé a ver una húngara de los años ochenta y todo el rato que no estaban bajo techo era llover a cantaros. Una vieja bastante follable, una que hacía de encargada del guardarropa del club, le recitaba al protagonista un largo pasaje del Antiguo Testamento protegida por un ridículo paraguas bajo un diluvio. El otro, de espaldas a la cámara de caracol (sello de la monumental obra según las calificaciones que había visto), parecía oírla como quien oye a una vieja bajo un monumental diluvio mientras espera que el coche peligroso vuelva a entrar en la circulación dejando vía libre para el culo que él desea con todo lo que le queda de alma.










sábado, 14 de diciembre de 2019

BERGMAN

Iban de comida de empresa y casi todas estaban estupendas. Los cuatro tíos tocaban a 3 por cabeza, aunque las matemáticas tengan poco sentido en esto. Yo diría que uno de ellos (el único conocido, uno de mi edad con quien tuve una leve amistad de pequeños) se las podría follar a todas, dos a unas cuantas y el otro a ninguna. Trabajadores del hospital, casi todos cuarentones, simples enfermeros, no pararon de hablar durante el rato que estuvieron en el bar, sobretodo ellas que incluso reían. El plan, oí, era ir al restaurante y después al karaoke. No pude menos que sonreírme cuando me di la vuelta en busca del pincho de la última en llegar, la más vieja de todas: no sé qué vio en mis ojos pero pidió la cerveza como si estuviésemos solos en un ascensor. Me acordé del Joker.

Se fueron sin acordarse de despedirse, recogí sus restos y un rato después ya estaba en casa sin más idea en la cabeza que ver otra de Bergman.

La noche anterior (pues fuera del trabajo todo es casa y noche en estos meses fríos), no recuerdo por qué, puse una de Bergman. Por fin he conseguido abrasar al Joker y la Novena Puerta...¡Ah, sí! Me acordé de un telefilme de un asesino en serie pero al cabo de casi una hora lo quité de puro aburrimiento, asco y depresión. Creo que de allí salió el enlace a Bergman.

En la peli, una joven enfermera se hacía cargo de una madura actriz que había entrado en estado de shock tras una representación de Electra. La jefa (una tía muy parecida a la del ascensor) le encarga su cuidado en una casa de campo de su propiedad. Y allí transcurre toda la historia. La guapa enfermera habla sin para y la actriz escucha sin decir nada. Bibi Andersson cuenta su vida y orgías y al final se enfada por la terquedad en no hablar de la otra y casi le tira un cazo de agua hirviendo. Ahí fue cuando la otra habló.

La de ayer era de otra actriz, la primera musa de Bergman, la de Monika, Harriet Andersson, la primera película que vi después del Séptimo Sello. Hacía de golfa y lo hacía estupendamente, lo recuerdo bien. Quizá por esto la dejé y no busqué más enlaces hacia pelis que tuvieran a Bibi dentro.

En esta volvía a estar bien, extraordinaria. Era una esquizofrénica que se había casado con uno de los médicos a su cargo, Max von Sydow en el papel de hombre bueno y enamorado. Con todo, me fui a la cama pensando en el rostro de Bibi Andersson.

Desperté con la imagen de mi ex chupándome la polla hasta el final, hasta enseñarme la lengua con mi esperma en ella. Luego se lo tragó como si no le importara, al igual que la mamada. No le oí decir ni una palabra durante todo el proceso. Había otra tía ahí, a mi lado, la cabeza sobre mi pecho, mirando, que mientras tanto decía cosas que no recuerdo.

Ya en el bar, a eso de las siete y media, no paré de preparar las cosas hasta más allá del mediodía. Luego hubo mucho menos de lo esperado. Y al final, cuando estaba a punto de recoger los aperitivos, llegaron cuatro, se pusieron en mi rincón y empezaron a beber cerveza.

Eran andaluces, currantes, albañiles y encofradores como luego supe. Me tostaron la cabeza, me la tostaron de veras...


Yo podría haber estudiado algo, nada más que yo me lo impidió. Hubiera podido ir a la universidad y vivir mis años de juventud rodeado de jóvenes en lugar de los viejos del viejo bar. Habría estado entre ellos, en una ciudad, en una gran ciudad donde nadie conoce a nadie, y habría ido a fiestas, conocido muchas chicas y estudiado algo de lo mío para ir sacándolo. Parecido a como hizo mi ex. No sé como aguantó tanto conmigo. No me extraña que no quisiera saber nada de mi después de romper. Supongo que pensó que hizo la gilipollas por quererme tanto durante todo ese tiempo. No la culpo por ello. Creo que pensará que perdió el mejor de su tiempo conmigo. Después de todo lo pasado espero que esté bien, la verdad.

Pero no. Una mañana desperté y sin siquiera ceñirme un riñón viendo al sol salir tras oscuras montañas le dije a mi madre que no estudiaba más. Y no estudié más. Perreé durante algún tiempo y luego al viejo bar, a la todavía taberna fantástica. Aquello sólo era circunstancial, bien lo sentía. Pero no, me equivocaba. Para cuando llegué al nuevo y joven bar de mis hermanos pequeños yo ya era casi viejo para él. La mejor parte de mi juventud la había pasado entre las legendarias ruinas del viejo bar.

Luego...trabajadores gritones como yo, borrachos cuando los demás descansan, consumidores, cerradores de garitos y buenos tíos hasta que llega la mirada extraña.


No sé lo que es una cena de empresa. Lo más cerca que estuve fue en mi primera juventud, cuando trabajar los veranos en el viejo bar era poco menos que un juego. Llegaba la feria del pueblo, el día grande, el de la orquesta en la plaza, y cuando al amanecer acababa con su repertorio nos salíamos a la terraza ya con todo recogido y cenábamos. O desayunábamos. Aquello era pantagruélico. Después nos íbamos a otro bar de siempre para tomar café "y una copita de mistela" Era la tradición. Y casi borracho pero orgulloso por el trabajo bien hecho, y en compañía de tu padre, volvías a su casa para dormir en la habitación compartida con uno de tus muchos hermanos.


Mi padre nunca me dijo nada, ni cuando en una de esas cenas de verano, una de las noches normales, solos los dos, yo apenas con quince años, le confesé a trago de relajado cubalibre que de vez en cuando fumaba canutos. Y en verdad los fumaba a diario. Pero él no dijo nada, aunque sí vi un cierto rictus de dolor y decepción al mirarle de reojo. Él me conocía mejor que nadie y nunca supo como tratarme.




domingo, 8 de diciembre de 2019

DÍA AGRIO

La reconocí nada más verla entrar al bar. La barra estaba ocupada y sólo quedaba sitio en el extremo donde yo me siento mientras espero. Ella vino y la saludé mirándola como si la conociera. A ella le costó un poco más.

Había sido una mañana extraña. Amaneció con el cielo en el suelo, como siempre lo hace cuando llega la Navidad. Las farolas del camino lo iluminaban formando diáfanos trapecios con su luz. La noche todavía tenía que ser cerrada en su final pero no tanto como la de hoy. Cuando el cielo cae en el suelo parece como si uno andara a tientas bajo el agua.

Todo lo preparé tal y como lo había pensando poco antes de dormirme. No hubo sorpresas, no hubo problemas. Todo estaba listo y en su lugar aún antes de la hora prevista. Tuve tiempo para sentarme un rato en el extremo de la barra en la que espero.

Luego vino la gente, no tanta como había esperado, y sobró la mitad de mi trabajo.

El cielo se había levantado cuando volví a mirar la calle ya desde mi rincón de la limpia barra. El día seguía siendo igual de gris sólo que se veía con más claridad. Los últimos clientes de la mañana estaban a punto de irse y los primeros de la tarde prontos a llegar por sus tranquilos cafés y copas de domingo. Pensé en beber algo pero no lo hice. Había tiempo de sobra y este sí hay que medirlo muy bien.

Fueron dos las cuadrillas que entraron al bar según el signo previsto. Ahora no recuerdo cual llegó antes, aunque estoy casi seguro que fue la de ese chico, la que se sentó en las mesas, la de ese con el que jugué al ajedrez en el viejo bar por mediación de su padre cuando él todavía era un niño, hace ya muchos años también para él. Ahora bebe gintonics premium entre chicos y chicas de su edad que parecen estar muy seguros de como debería girar la Tierra en una tarde de domingo.


- No te había reconocido...-dijo ella, tan tímida y nerviosa como antes, un poco después- Creí que había cambiado de dueño el bar-
- No -respondí sonriendo- Estoy todavía más delgado y un poco más calvo, pero bien-

Según ella habían pasado dos años desde que se fue. Yo hubiera jurado cuatro por lo menos, puede que seis.

Ahora estaba mejor, dijo. Y ajustándose las gafas en los ajados ojos empezó a contarme su triste vida durante estos dos buenos años.

La dejé hablar y al oírla, como a veces pasa con alguna gente en mi rincón de la barra, vi que le hacían falta algunas buenas preguntas para animarla a alcanzar la siguiente farola sin temor a que nadie desde la otra acera la mirara como si lo hiciera pisando huevos de esturión.


La cuadrilla de la barra pidió más bebidas y ella se fue dándome un rápido beso cuando vio que entraba a la cocina para partir limones.




jueves, 5 de diciembre de 2019

CARAMELOS PARA TODOS

Yo estaba esperando a que la mujer de atención al cliente acabara de atender a otro por teléfono cuando él llegó por detrás como sin muchas ganas de que le hicieran ningún caso. Arrastrando los pies, con la cabeza baja y las pupilas altas llegó hasta el otro extremo del mostrador, junto a la garrafa de agua con limón. Cogió un vasito de plástico y se sirvió con cuidado. Me fijé en sus pies, casi desnudos sobre unas chancletas y en la panza colgandera, la típica entre los alcohólicos que retienen líquidos. Llevaba la camisa un poco por fuera, bajo el jersey y el abrigo, dejando los riñones desprotegidos y pensé en el cuidado que suelo poner para que a los míos ni les roce el frío. Un gorro raído cubría su cabeza. El rostro abotargado y los ojos hinchados no hacían sino confirmar que las malas noches habían pasado en gran número sobre él. La pesadez de su mirada denotaba una más que probable enfermedad mental. Recordé que cerca de allí, justo al otro lado, hay una residencia privada de ancianos en la que recientemente han abierto un ala para enfermos mentales que derivan de la sanidad pública. Pensé que quizá fuese uno de los residentes, uno como los que vi las últimas veces que fui a llevar a mi madre en sus diarias visitas a la abuela. Tenían sus habitaciones aparte pero durante el día andaban todos más o menos revueltos por el gran salón de la pantalla de televisión o salían a dar un paseo por las cercanías. Mi madre decía que les tenía miedo, que le dolía mirarles a los ojos: un viejo te ve mal, o nada, o ya no se acuerda de ti, o sí pero ya le da igual porque no hay nada más que temer ni ocultar, pero un enfermo mental te mira como si fueses un obstáculo en un pasillo oscuro y estrecho.

La mujer, una señora de cierta edad, una profesional, una de las gobernantas de personal del centro comercial, terminó su gestión con el teléfono y sin preguntarnos le di el ticket de compra y el número de NIF para la factura. El hombre de las chancletas seguía fijo en el otro extremo, bebiendo sorbitos del vaso de plástico y como mirando a la entreabierta puerta interior del mostrador que separa este de la zona privada. De repente vi como echaba mano a algo para guardárselo en el bolsillo. Y ya con eso dentro se fue tal y como había venido.

Me acerqué y miré: era un recipiente con caramelos a disposición de los clientes. Regresé a mi esquina del mostrador y una de las chicas, una rubia treintañera de gélida mirada con un discreto piercing en la nariz, salió sonriendo tras la puerta para coger algo. Era como si hubiese visto lo mismo que yo sólo que desde otra perspectiva. Volvió adentro después de echarle un rápido vistazo al bote de caramelos y se oyeron risas.


El gran pasillo de acceso ya está decorado para las fiestas. Una especie de globos blancos con doradas luces a modo de adorno cuelgan del alto techo metálico iluminado hasta el deslumbramiento por decenas de focos tan potentes que ocultan las sombras.

martes, 3 de diciembre de 2019

LA CASA TORCIDA

Hice bien en salir con el coche. La tarde, lo poco que iba quedando de ella, seguía igual que antes: gris, fría y ventosa, resultaba ideal para echar el resto del día leyendo alguna novela. Las dos películas que he quemado durante este último mes y medio van dando señales de agotamiento y las dos que vi ayer ya están casi olvidadas. A estas alturas de la vida es difícil dar con algo que te obsesione: todo te recuerda a otra cosa que te gustó más. Pero lo peor es cuando te animas a volver sobre lo andado y descubres que ya no parece tanto. Entonces es como un error doble, pues no sabes si estabas equivocado antes o lo estás ahora. Y esto, inevitablemente, te lleva a pensar en que quizá un tercer error esté esperándote a la vuelta de la esquina; un error más ligero y tal vez menos traumático, pero error después de todo. Como esas viejas máquinas que había en los bares de antes, esas en las que echabas una moneda en la ranura de arriba por donde caía en un laberinto que desembocaba en una plataforma móvil atestada de monedas que parecían desafiar la ley de la gravedad. Era poco menos que imposible que tu moneda fuera incapaz de no hacer caer un buen montón de las que esperaban abajo. Pero esto casi nunca pasaba, probaras la ruta que probaras para tu moneda. Y cuando pasaba, el montón que caía no era tan grande como tú habías esperado. Nada puede escapar de la ley de la gravedad pero son muy pocos los que conocen hasta donde puede estirarse, o al menos intuirlo. Y estos toman la decisión de no jugar o de hacer máquinas para que sean otros los que jueguen.

Eran tres las rápidas paradas previstas. La primera fue en la administración de loterías, vacía cuando entré. Jugué la apuesta semanal, una para hoy y retiré el recibo de la quiniela de la peña. Salí de allí con un gargajo subiendo por la garganta, últimas secuelas del catarro pasado. Y estaba a punto de escupirlo cuando me percaté que un tío subía la rampa de acceso. Miré y vi que era alguien a quien no veía tan de cerca desde hace años, puede que desde aquella noche en la que borrachos estuvimos a punto de pegarnos tras veinte años de una relativa amistad que vista desde la distancia no dejó apenas nada. Hoy nos hemos visto y reconocido y ninguno ha intentado decir nada. Puede que dentro de otros veinte años, cuando seamos viejos que huelan la muerte, volvamos a vernos y nos demos un abrazo y lloremos juntos y tal, ¿pero qué demostrará eso sino miedo?...Subí al coche pensando en lo curioso por fácil que es vivir en un pueblo donde pueden pasar años sin ver a quien no te apetece ver: es como si echaras tu moneda con la mitad del laberinto cerrado.

Aparqué sin problemas junto a la farmacia, detrás de un coche del que bajaba una mujer con su hija pequeña con la evidente intención de seguir el mismo camino yo. Entré tras ellas. Una de las farmacéuticas, una chica nerviosa de cuarentaitantos años, feúcha e insegura, atendía a una mujer de buen culo atrapado en un pantalón de cuero negro a la que saludé al darse la vuelta para marcharse. Era una clienta del bar, una divorciada con una hija mayor que una madrugada de hace años, ya medio borracha, con el bar cerrado y en compañía de una amiga suya con no menos problemas sentimentales, dijo que no le importaría suicidarse, tal cual. Lo dijo con tranquilidad, sin aspavientos, sin drama de ninguna clase, lo recuerdo bien. Fue ella la que dejó al marido, el típico buena persona, el típico tristón de izquierdas. Ahora está con un tío de su edad, otro divorciado, un hombre con pasta, de mujeres difíciles, un sensual, un facha, uno que vive bajo el difícil control de sus huevos.

Sólo quedaba ir al estanco, comprar tabaco y volver a casa para releer una de las tres novelas que ayer saqué de la biblioteca municipal.

Había más gente allí que en los otros dos sitios juntos. También estaba la mujer del pantalón de cuero negro.

- Nos vemos otra vez -dijo-
- Sí -dije yo- Se ve que te estoy siguiendo-

De vuelta a casa, con la noche caída, empezó a llover. Una lluvia fina y bailarina, delicada, caía para descansar sobre el parabrisas del coche. Paré ante la puerta de la cochera y accioné el mando a distancia que la abre. La reja de la puerta fue apartándose con isócrona lentitud por delante de los redondos faroles blancos del patio dándoles en un momento casi todas las formas posibles a las lunas llenas que ahora tenía detrás.


Y el cristal que me protegía de todo aquello todavía tenía espacio para muchas gotas más.