viernes, 27 de septiembre de 2019

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- Hay diferentes teorías -dije tras darle un buen trago a la cerveza de más que poco antes había tirado a las penúltimas y extrañas petardas de la tarde- Unos creen en la reencarnación y otros en el cielo y en el infierno y en la resurrección del polvo; hay quien piensa que todo esto es una simulación de ordenador fruto de una civilización super avanzada (idea bastante agradable) y quien cree en la nada y en el azar y en el tiempo; también hay que todo esto es una infinita repetición de lo mismo, es decir, que esta conversación que tú y yo estamos manteniendo aquí en el bar, Gonzalo, en esta misma barra, la hemos repetido infinidad de veces sólo que no nos acordamos...

Gonzalo me miraba fijamente con esa clase de ojos que denotan a un enfermo mental diagnosticado y tratado: pesados, muy pesados, como cansados, y que sin embargo no pestañean. La teoría del eterno retorno de lo mismo, desconocida para un místico como él, le llamó la atención por un momento. Enseguida, cambiando de tema, me contó una historia de unas grandes piedras de cuarzo que durante sus paseos por las afueras del pueblo había encontrado entre inquietantes silbidos de invisibles serpientes. Llegó algún cliente más y tuvimos que dejarlo, no sin antes de mi gran risa ante un comentario suyo, una risa que tuvo que oírse en todo el bar, una risa que salió torrencial, como de quien las tiene bajo grandes diques, como de terremoto en Disneyland París. Él no se molestó y sólo se sonrió, quizá admirado por oír esa gran carcajada de su amigo.

Ujo vino cuando Gonzalo todavía estaba allí. No es que hubiera mucha aglomeración en la barra, al contrario, pero la zona más libre era la de Gonzalo y allí, en sus lejanas cercanías, se posicionó. Pidió una cerveza y un pincho, "el desayuno", dijo sonriendo. Eran casi las cuatro de la tarde y se acababa de levantar. Le serví y salí a fumar. Gonzalo vino detrás para irse, hablamos algo más y pasé para adentro.

Eran cerca de las cuatro de la tarde y yo debería estar cerrando el bar desde hace tiempo. Hay una hora de cierre y otra de pre-cierre, pero la conversación con Gonzalo y esa cerveza equivocada habían conseguido el cierto retraso que al final sería grande. Me serví otra para hablar con Ujo.

Por primera vez en treinta años que lo conozco le pregunté por su padre. La cosa empezó por el padrastro, a quien vi bastante asustado y desmejorado hace un par de días. Parece ser que todo no ha ido más allá de una extirpación para quitar el mal.

- Hacía veinte meses que no le veía, Kufisto -dijo-, desde que estoy otra vez por aquí. Pero en fin...fui a verlo. Y mira que lo mandé a la mierda...pero bueno.

Ahí fue cuando le pregunté por su padre real. Él se sorprendió un tanto y me dijo que jamás lo conoció, aunque cree saber donde anda y hasta que tiene hermanas, o hermanastras. "A lo mejor me he follado alguna sin saberlo" Reímos y pasamos a otra cosa saliendo afuera a fumar.

Me fijé en la bici con la que ahora se mueve y alabé sus formas. Él me contó que había llegado a ponerle un motor eléctrico de su propia invención, uno hecho a base de descartes de otras máquinas, pero que aún habiendo salido bien no había sido lo suficiente. Me di cuenta de que estaba fumándose un canuto cuando ya lo llevaba por la mitad.

- Huele bien -dije-
- Pilla -respondió ofreciéndomelo-
- Ni de cachondeo
- Bueno, pues te doy un trozo. Para Navidad -rió-
- No, déjalo

Ya dentro nos bebimos dos cervezas y le puse otro buen pincho. Al par de penúltimas y extrañas petardas se les había unido poco antes el típico gilipollas que cree que con fingida educación se va a todos los sitios y una tía que creí reconocer de otro tiempo por la cara de subnormal que todavía conserva. Ujo pasó al water a meterse una raya de speed no sin antes preguntar si quería y yo empecé a recoger ya decidido a ir echando el cierre cuanto antes.

Ujo se pasó al whisky y yo estuve a punto. Me conformé con otra cerveza. Ujo se fue tras darnos un gran abrazo. Sólo faltaba echar a los petardos.

Apagué parte de las luces y bajé el volumen de la música y las cortinas del ventanal. Ellos no se daban por aludidos. Saqué la escoba y barrí la barra para que me vieran. Tampoco.

Entró una tía de estas apartando la cortina de la entrada como quien pasa al castillo de Drácula. Miró al otro lado, los vio, y allí se fue. El tío, el tontaco, se acercó al rato a la barra, no al momento, a pedirme algo para la recién llegada.

- No tío, ya es muy tarde. Os lo dije en la última que os puse.

Pude sentir la estupefacción en sus ojos. Habituado a los bares con camareros ajenos, de esos que puedes chulear por llevarte bien con el dueño, seguía sin darle crédito a este sin más vueltas. Y menos aún a ese "tío"

- Mientras nosotros terminamos las nuestras...-dijo atrapado por su mierda-
- No, ya es muy tarde. Debería haber cerrado hace media hora.

Se retrasaron hasta más allá de apagar el televisor y la música y al final pagaron y se fueron sin despedirse.


Apagué todo lo que quedaba, cogí unas cervezas y me vine a casa.




lunes, 9 de septiembre de 2019

MAL DÍA

El día había ido mal y salí a andar con idea de estar cuatro horas por ahí. Volvería a eso de las diez y ya sólo quedaría acostarse de cualquier manera y dormir peor. Mañana estaría cansado tras el día de descanso y empezaría la semana con las piernas y las uñas doloridas. Luego diez horas en el bar y después...en fin, lo que fuese.

El viento soplaba con fuerza. De hecho él fue quien me despertó de la temprana siesta. Había dejado entornada la ventana de la habitación y el golpear de la persiana bajada fue lo que me me sacó del sueño casi de un salto. Recordaba que las zapatillas lavadas estaban en la repisa para secarse y temí que ya no estuvieran. Por suerte todavía estaban allí y las cogí todavía húmedas para dejarlas en la del patio interior junto a las gorras y gorrillas. Volví a echarme pero ya no pude dormir. Encendí el teléfono y vi que habría dormido como una hora. A veces una hora te deja nuevo, hablando tan exagerado como siempre hablamos quienes deberíamos haber nacido mudos, pero esta de poco valió. Con todo y con eso volví a intentarlo pero la extrema falta de sueño ya se había dado por satisfecha y sólo quedaba tu cabeza en modo fusta, a todo galope, tal que el carruaje de Drácula hacia su castillo. Me levanté.

El súper estaba casi vacío pero no por ello dejé de oler a ajo en forma de idiotas del pasado. Poco antes, al entrar, por primera vez en mi vida, pregunté en atención al cliente por un producto que han retirado hará un par de meses. La mujer de hoy, por suerte la que mejor me cae, la más preparada, una que se quedó viuda de joven al cargo de dos hijos y que no se ha vuelto a casar, tomó nota y dijo que se lo diría al encargado cuando llegara, cosa de la que no dudé que haría. En ella todo es profesional. Hay otra parecida pero en su caso la mirada inquisitiva no deja de notar una especie de trato de cursillo y comidas en la casa de campo con la familia y los amigos. El resto, más jóvenes pero no tanto como piensan, son directamente estúpidas por creídas.

Bajé al moro de la frutería y estaba la hija.

- Dame una caja de naranjas -le dije conforme entré, un poco cortante. Un tío grande estaba delante de la caja-
- Sólo me quedan de las caras -respondió ella un tanto sorprendida-
- Joder
- Se las han llevado todas los de los bares esta mañana
- Me cago en la puta...-le eché un vistazo a las caras- ¿Cuanto?
- Uno cincuenta el kilo. Para ti -dijo-
- Pues cógeme una caja

Ella obedeció sin quejarse. El tío grande era el vendedor de gusanitos y todas esas mierdas. Vi que me miró raro pero no dijo nada. La caja sobrepasó el peso de la báscula y la morita quitó algunas naranjas hasta que aparecieron los quince kilos.

- Venga, va -dije-
- Y estas de regalo

A esa hora ya estaría abierto el último sitio al que tenía que ir y eso hice. No cogí ni carro y con los brazos arramblé una caja de leche, otra de aceite para el bar y unas latas de sardinas para mi. En las cajas desiertas estaba esa rubita que tan bien me cae. Es como una canción de Scott McKenzie mezclada con un video de Diabolic Pictures.

- ¿Qué tal el finde? -preguntó tan simpática como siempre-
- Bien, ¿y el tuyo? -dije yo-
- Aquí, trabajando como una tonta...-Y sonrió-
- Ya somos dos tontos
- Sí, jajaja...

Fui para el bar, aparqué en mitad del paso de cebra y al ir a echar mano de las llaves vi que me faltaba una, la habitual en los lunes. Recordé haberla recogido al mediodía cuando dejé el tabaco pero entonces iba con otros pantalones. Me cagué en Dios, claro, pero después de todo la cosa no era tan grave. Bastaba con guardar el coche en la cochera y dejar toda la compra del bar en él. A fin de cuentas nada era tan perecedero. Naranjas, leche, aceite y limones bien pueden aguantar una noche en en el coche. Aún en el mío. Menos mal que la vieja todavía no tiene las llaves.

Y salí a andar. Cuatro horas. Y el viento soplaba fuerte.

De primeras puse algo de techno, pero pronto me di cuenta de que no era eso lo que necesitaba. Pasé a mis bandas de rock y después de un rato también me sobraron. Por un instante pensé en Mozart pero fue eso, un instante pensado. Y caminé por las afueras sin escuchar música alguna.

Al poco de entrar al pueblo vi a una muchacha que iba delante de mi. Llevaba unos pantalones negros ajustados y un top verde claro, como de bosque pintado por un niño. Una melena negra y lacia caía sobre su casi descubierta y bronceada espalda hasta llegar a la cintura que se abría en las caderas mostrando dos nalgas perfectas, redondas y musculadas que se balanceaban a su paso. No quería mirar y busqué algo de música. Doblamos la esquina y me quedé en la otra acera. Seguía sin querer mirar todo aquello pero no podía dejar de hacerlo. Ella seguía andando con su teléfono, olvidada del resto, como un huracán, como dos placas tectónicas que despiertan amodorradas justo cuando todo el mundo está entregándose oscars los unos a los otros, como meteorito que cae en planeta muerto, como galaxia que todavía se está formando y no sabe qué hacer mientras tanto...

Ella dobló otra esquina hacia una urbanización y creí haberla perdido de vista. Pero al doblar yo la mía, la de siempre, volví a encontrarla. Y más cerca.

No fue durante mucho tiempo. Enseguida supe que iba a la academia de baile. Un cuerpo así, por necesidad, tenía que acabar su trayecto allí. Una adolescente, una niña, la esperaba tras la puerta con el dedo en la boca, seguro que sin darse ni cuenta. Ella le dijo algo y pasaron para adentro. Yo seguí hacia delante.

Saltó "Child on time" tras desechar algunos temas. "Child on time" siempre ha sido la canción que más me ha gustado de Deep Purple, aún cuando era chico y la oí por primera vez. Es una gran canción. Y más desde que Houellebecq, el único escritor vivo que merece la pena leer, le ha dedicado su pluma en la última novela publicada, quizá la mejor de todas las suyas.

Nacer a tiempo. Nacer bien. Nacer de buenos padres. Nacer de buenos partos. Nacer a buenas educaciones. Nacer con los códigos correctos marcados a fuego. Nacer a la buena familia.

Nacer sin demonios. Nacer como si la vida fuera un premio y no un castigo eterno. Nacer a ella como si no pudiera existir otra cosa mejor. Nacer perfecto y entero. Nacer para bailar. Nacer para ser gloria viva de la vida. Nacer para amar y ser amado. Nacer para no ir mirando por ahí. Nacer para vivir la vida en la Tierra.


Corté las cuatro horas premeditadas cuando sólo había pasado una y media. Recordé que han abierto un chino por ahí cerca y pasé. Cogí unos botes de cerveza y pregunté por el precio del Johnnie Walker.


Es cuatro pavos menos que en la tienda de mis urgencias.


Ya lo sé para otra vez.



viernes, 6 de septiembre de 2019

TOKYO

La cosa empezó por el tresillo de la difunta abuela, que si yo lo quería y tal, que seguro me vendría bien después de tantos años y dos gatos. Dije que sí por no hacerle un feo a mi madre y nada más. Los días, como no, fueron pasando y en vistas de mi falta de noticias volvió a llamarme una y otra vez, que si conocía a alguien con una furgoneta y esto y lo otro, y yo dije que sí, que hablaría con no sé quien y en fin, quizá se olvidaran de mi; tal vez se cansaran de esperar y se lo dieran a otro hijo más interesado, o a una prima, o yo qué sé. Al final, como no podía ser de otra forma, fue la vieja quien se preocupó por dar con uno que tuviera una furgoneta. Estaba claro que quería que el tresillo de los cojones, el tresillo de la difunta abuela, fuera para mi. Y consiguió a un rumano que va haciendo buenas chapuzas por ahí, la casa de mis padres incluida.

El domingo pasado vino al bar. No sabía quien era pero él sí quien era yo. Pidió una cerveza y a la segunda (supongo que viendo que no sabía quien era) se presentó y enseguida llegamos a un acuerdo para el asunto de la hora. Yo había andado de resaca mala malísima y bueno, en vistas de que como de costumbre ya iba estando bastante mejor tras una mañana de jaleo, empecé a dudar un poco en hacerlo aquella misma tarde, quitármelo cuanto antes de encima y tal, no me gusta postergar las cosas cuando alcanzan el punto de lo inevitable, pero al final lo dejé correr hasta el día siguiente, el de mi descanso.

- Bien, perfecto -dije- Yo vivo en...
- Sé donde vives -respondió-
- Joder, ¿y eso?
- Pues porque yo también vivo allí
- Coño, pues nunca te he visto -dije-
- Yo sí -respondió sonriendo-

Y llegó y metió la furgo en la cochera, y bajamos el sofá pequeño, cosa que conseguimos gracias a su experiencia en mover bichos de esos por espacios reducidos, porque lo que es yo ni por casualidad. De hecho recuerdo que el test de inteligencia que de chicos nos hicieron en el colegio lo malogré en el apartado de esas movidas: de haberlo hecho medio bien yo hubiera sido un superdotado pata negra de cursos adelantados y todo eso. Esto es algo que yo achaco a mi mala visión con el ojo derecho, el famoso ojo vago de aquel entonces.

Estábamos abajo, ya con el sofá cargado, cuando tuve un no sé qué de si no estaría haciendo algo incompleto, como de costumbre. Y llamé a mi madre a pesar de que se encontraba en la misa ofrecida a la abuela muerta hace menos de un mes, yo no sé como coño va eso, pensaba que era al mes o algo así...ah, no, ahora que recuerdo es al mes siguiente del fallecimiento, como el de mi padre: puedes morirte el último día del mes que la primera misa de difuntos del siguiente entras en la alineación. En fin, que, como esperaba, la vieja cogió el teléfono (nunca ha sido muy de misas; nada, de hecho) y en susurros me dijo que teníamos que bajarnos el otro, el grande, que los dos iban fuera. Se lo dije al rumano y viendo que no había espacio material para echar los dos de una tiramos con ese hacia las últimas calles edificadas del pueblo. Y allí, en pleno crepúsculo, dejamos abandonado el primero de los sofás como quien se desembaraza de un cadáver olvidado de todos.

El segundo, el grande, era aún más problemático, por lo que primero bajé yo en el ascensor con los almohadones, aunque luego subiría dos de los pequeños para que la gata tuviera algo que rascar. Al volver arriba vi toda la mierda que había quedado abajo, el rumano no dijo nada ni a mi me importó. Y volvimos a hacer lo mismo que con el primero sólo que en otro sitio no muy lejano. Ya sólo quedaba ir a casa de la abuela, coger el tresillo y acabar con todo eso.

Allí ya nos esperaban mi madre, su hermana y un tío. Y cual no fue mi sorpresa al comprobar que el famoso tresillo era eso, tres trastos y no uno como yo pensaba. Un tresillo es un sofá para tres, pensaba yo, pero no: un tresillo es un sofá y dos sillonacos que te cagas. Como pudimos, gracias al genial uso de los espacios del rumano, pudimos meter los tres trastos en la furgoneta. Pero no quedó ahí la cosa: ya que estábamos, podíamos bajar otro sofá de mierda del piso superior, cosa que logramos sin que nadie (yo) se matara en el intento. Finalmente nos fuimos de allí, subimos el material a mi piso y cuando le pregunté qué le debía me dijo que nada. Una hora y pico haciendo el cabrón y no quiso cobrarme un duro. Nos dimos un buen choque de manos y cada uno se fue hacia la puerta que daba acceso a sus bloques respectivos.

Y así lo dejé todo, tal cual quedó. Ni recogí la basura aparecida tras el gran sofá. Allí, después de todo, no parecía verse nada de valor. Y me fui a la cama.

Al mediodía siguiente me llamó mi madre:

- Kufisto, ¿cual es el código de entrada de la puerta al patio?
- ¿Qué haces allí?
- Venimos a traerte una almohada -respondió hablando por su hermana-

No lo recordaba. Yo sólo funciono con las llaves. Nunca se me olvidan.

Consiguieron entrar. Y luego a la tarde me llamó con un tono tal de voz que me recordó a las madres de los asesinos múltiples.

- Kufisto, ¿pero como puedes vivir así? -dijo antes de empezar con una retahíla que tuve que cortar-

Viviendo. Es mi casa. Mi piso. Mi libertad.

A la tarde siguiente, ya miércoles y ya desde la puerta, supe que ella había estado allí. Salón y cocina estaban impolutos. Mi habitación y su pesadillesco baño habían quedado sin hacer no por mucho tiempo. Por cumplir la llamé y le di unas gracias que en verdad no quería darle. Ayer, jueves, todo lo demás estaba a su gusto. La ristra de libros que tengo alrededor de la cama habían desaparecido para formar una especie de cuidado ziggurat en la mesa baja del salón; la montaña de ropa sucia que tenía tirada bajo la ventanilla del water también; el descuajeringado cagadero estaba impoluto (creo que esto fue lo que más le dolió; supongo que todavía no sabe que cago en cuclillas) y el lavabo y su espejo parecían aptos para un comercial de chitty chitty bang bang; un ambientador de tiro automático había sido colocado en la habitación; aquello olía demasiado bien y no me gustaba; ayer, reventado por el trabajo y el exceso de ejercicio, pasé de quitarlo pero hoy ha sido lo primero que he hecho al llegar: no me gusta que huela bien, me pone malo. Esa obsesión, ese empeño por hacer que las cosas huelan bien no van conmigo: basta con no oler mal.

También encontré la ropa limpia y planchada, incluso una camiseta nueva colgada del saco de boxeo "No more parties in Tokyo" ¿Tokyo? Sí, llevo un tiempo pensando en lo bueno que sería para mi ir a Tokyo, pero no se lo he dicho a nadie. A nadie.

Tampoco hoy la he llamado. 


Cuando dentro de dieciséis años tenga sesenta y dos venderé el piso, cogeré la pasta y me iré a Tokyo. Y luego, con el dinero justo para hacerlo, volaré a Egipto para ver las Pirámides.


Ese es el plan.