jueves, 25 de enero de 2018

TARDE DE ECOS

Oíamos la lluvia en el cristal de la ventana mientras jugábamos a las cartas. La abuela se unía cuando lo hacíamos por parejas; dejaba de leer la novela, o la revista o de rezar el rosario o a santa Bárbara si los truenos eran muchos y cogía sus cartas con aquellas manos tan pequeñas. El abuelo repartía y los demás cortábamos. Ellos hacían trampas para que las victorias estuvieran repartidas y así pasábamos aquellas tardes de lluvia. Luego venía nuestro padre y nos íbamos a casa.

Era aquel un saloncito de imposible planta y complicada área. Estaba tan recortado, tenía tantos ángulos, que parecía el intento de un niño por lograr que las tijeras hiciesen un círculo de su cartulina. A la izquierda un aparador de madera lleno de cajones con tiradores dorados, de esos colgantes; sobre él algunas fotos de la familia; a continuación la tele y el frigo; el acceso a la cocinilla, el balcón con la jaula del periquito, la bancada donde se sentaba el abuelo y la mesa con las sillas de esparto y los cojines para los demás. Un brasero de picón nos calentaba en invierno. Y una bombilla nos iluminaba desde la lámpara que colgaba del techo. Bajo ella, por orden del abuelo, nos poníamos cada vez que íbamos a verle cuando empezamos a dejar de hacerlo a diario. Él nos miraba y midiendo los dedos que faltaban para que nuestras cabezas tocaran la lámpara veía como estábamos creciendo.

El abuelo apagaba la tele cuando había tormenta, cosa que no entendíamos como tantas otras, como esa de cortar el pan con cuchillo. "Pídemelo y yo te lo corto, pero no lo partas así" decía al vernos partir pedazos con las manos. El mando de la tele, cuando lo hubo, no era para jugar, es decir, para utilizarlo de cualquier manera. El mando lo tenía él y lo accionaba con sumo cuidado, nada de a tontas y a locas. Tampoco había muchos canales por entonces, creo que apenas había llegado la segunda cadena, pero de vez en cuando tenías que darle más voz, o brillo, o color y a veces lo cogíamos nosotros acostumbrados como estábamos al de nuestra casa y era cosa buena ver la cara de preocupación que se le ponía. La abuela, siempre más condescendiente, le decía que nos dejara, hasta que la cosa se iba un poco de las manos y se acababa el mando e incluso la tele, porque eso sí, comiendo no se veía la tele.

Cuando ya las cartas no eran suficientes la abuela nos contaba algunas historias pasadas o cuentos tradicionales del pueblo. El abuelo sacaba las gafas y se ponía a leer el Marca. Si el cuento era un poco truculento la miraba por encima de ellas sin decir nada y ella cambiaba de tema. "Abuela, ¿por qué te dan miedo las tormentas?", "porque cuando yo era chica...", "Abuela, ¿qué es ese collar que sujetas en las manos cuando rezas?", "esto es el Rosario", "¿y para qué sirve?", "para ir contando..."

La calle iba oscureciéndose tras el ventanal. Poco a poco la tenue luz anaranjada de los farolillos entraba en funcionamiento. Era aquella una luz triste de mirar. Si estabas jugando en la calle con los amigos no le hacías ningún caso, pero si la veías desde la casa de los abuelos te embargaba una cierta sensación de tristeza y pesadez, como si aquella pobre luz fuera a apagarse en cualquier momento.


Entonces oíamos el claxon del coche de nuestro padre y salíamos disparados escaleras abajo.

lunes, 15 de enero de 2018

EL GORRO PERDIDO

- Hola, quería un gorro
- No me quedan -dijo poco menos que riéndose la dependienta, una chica joven, bajita y de grandes tetas.
- Nooo, nooo
- Lo siento, se han acabado...Hemos pedido más esta mañana. También bragas. Llegarán la semana que viene. Lo siento.

La semana que viene...Claro que podría haber ido a otra tienda, sin ir más lejos a dos o tres que hay un poco más arriba, pero son demasiado grandes para mi, me pierdo, me siento estúpido allí dentro entre tanto personal moderno, no sé ni como pedir lo que quiero. Fui una vez y terminé llevándome unas zapatillas que no me gustaban con tal de salir cuanto antes. Esa calefacción a tope, esa música horrorosa, esos dependientes que cuando te miran lo hacen como si fueras una cassette de Manolo Escobar...no. Bastante me costó acoplarme a la otra aunque sólo fuera para quince minutos cada seis meses. En una ocasión no aceptaron mi pretendida devolución de unas zapatillas que me quedaban pequeñas. Ya había andado por la calle y no podía ser. Yo no podía entenderlo. Conocía al dependiente, era cliente mío:

- No puede ser, Kufisto -dijo muy serio
- Pero hombre...si han sido cinco minutos

No pudo ser. Me las llevé y miré en Internet por algún sistema para darles de sí. Las rellené con trapos empapados y así se quedaron durante una semana. No hubo manera. Era imposible caminar con eso. Y así fue como cambié de tienda por una vez. Luego volví y el otro acabo marchándose poco después. Hace tiempo que no le veo por ningún sitio. Ninguno pierde nada con ello.

De vuelta a casa pensé otra vez por un momento en pasar por los chinos. Seguro que tendrían algo de eso. Pero joder...ponerme una cosa de los chinos con lo psicópatas que son, ¡y encima en la cabeza! No, no, no. Era mejor esperar. O puede que encontrara el gorro de repuesto que hace poco vi de casualidad en un cajón y hoy no he encontrado por más que he buscado. Sólo me ha faltado mirar en el congelador. ¿Como puede ser si lo vi hace cuatro días, coño? ¡Tenía que estar ahí, en ese cajón, en el de los calzoncillos de reserva o en el de esa cosa que no sé lo que es! Pero no, no estaba ahí. Cuatro veces he mirado. "Quizá ahora..." Quizá un brujo estuviera riéndose de mi y en ese momento hubiera decidido que ya era suficiente...

Rendido decidí ir a comprar uno. Cogí las cosas para salir a la calle y no vi los auriculares. Recordaba habérselos quitado a la gata de los dientes cuando regresé a casa este mediodía tras perder el gorro de la Real Sociedad que un colega me regalara hace años. Me lo había quitado al salir a las afueras por disfrutar un poco del raro sol que hacía, algo maravilloso después de tanto tiempo. Luego, al regresar, fui a ponérmelo y no lo encontré. Estaban los gordos guantes que no me había puesto en ningún momento pero no así mi querido gorro. Fui a casa y pillé el coche. "Bah, seguro que lo encuentro, no tiene perdida...¿y además quien va a querer un gorro de la Real tirado en el suelo" Aparqué extrañado de no haberlo visto cuando no pude ir más allá y andando volví a hacer el corto trayecto que poco antes había hecho. Entonces recordé que había meado en un matorral. "Seguro que está allí" Tenía una cierta idea de cual era pero iba mirando en todos, por imposible que fuera. Llegué donde más o menos suponía que debía estar y no estaba. Había desaparecido. Lo había perdido. Alguien se lo había llevado. No me lo podía creer. Recordé aquella noche de verano que saqué el contenedor de basura del bar a la calle. Olía que apestaba y le eché un litro de salfumán y otro de amoníaco mezclado con veinte litros de agua. Aquello podría derribar a un elefante desprevenido si se le hubiese ocurrido mirar lo que había dentro. A la media hora salí a por él y vi como dos gitanillas se lo llevaban calle arriba. "¡Eh, ehhh, EHHH! ¡PERO DONDE VAIS CON MI CONTENEDOR!" Dijeron que como estaba junto a los de la basura habían creído que no era de nadie. Otra vez alguien se llevó el cenicero metálico que teníamos atornillado en la puerta del bar, una especie de lata con un simple agujero en medio que no valía ni el esfuerzo de desaflojar los tornillos. Pero se lo llevaron. Igual que hoy mi gorro.

Tampoco encontré los auriculares. No sé qué hice con ellos después de quitárselos a la gata. Estuve a punto de estrellarla por la mala leche que traía encima. ¿Pero como es capaz de subirse ahí? El otro gato que tuve jamás fue capaz de llegar ahí y esta en cinco meses de vida ya no tiene más tierra incógnita que el chisme que aguanta las cortinas. Hace unos días la vi trepando por ellas ante mi más absoluta estupefacción. Se quedó a medio metro de hacer cima. La estatuílla de la negra que una tía nos trajera hace siglos de Tanzania y que no sé por qué la tengo yo tiene los días contados. Cualquier tarde llegaré del bar y la encontraré reventada en el suelo. De momento se conforma con olerla en las alturas del mueble más alto del salón. Que haga lo que quiera. No me importará. Además, puede que rompiéndola cambie mi suerte. Después de todo, ¿qué hace eso en mi casa?

Ya lo tenía todo (es decir, nada) para salir y en el último momento dejé los guantes. Cogí las bolsas de basura y al tirarlas temí haberlo hecho también con los dos libros que saqué de la biblioteca y pensaba llevar a devolver de paso. Miré pero enseguida me di cuenta que no, que también me había olvidado de ellos. Sólo faltaba que tuviera que abonar el coste de esos dos libros de mierda. ¿Pero y mi cabeza? ¡si los había dejado en la encimera para atar la puta bolsa de basura y había bastado con eso para olvidarme de ellos! ¿Y los guantes? Ahora que hacía frío no los llevaba. Tampoco la gorra de invierno que me regalaran en la apocalíptica nochevieja pasada y que por comodidad decidí no sacarla en vista del nuevo gorro que iba a comprar, un gorro estupendo, invernal, un gorro que pudiera cubrir todo el cabezón, cogote incluido, y no esa cosa tan cool como poco práctica cuando aprieta el frío. Tenía tanto que estuve a punto de pasar de la tienda para ir al cercano chino...


Aterido entré a la frutería de la mora.

- Te cojo una bolsa -grité al no verla tras la caja
- Vale -gritó ella desde algún sitio

Compré naranjas, granadas, manzanas, plátanos y, en el último momento, dátiles. No compré ni kiwis ni judías de bote, como estaba previsto.

- ¿Quieres el ticket de los dátiles?
- No.
- ¿Y el gorro? Tú siempre vas con gorro, o gorra en verano, jajaja...
- Lo he perdido esta mañana. Vengo de no comprar otro.
- Ah, no entiendo...
- Ni yo tampoco.




domingo, 14 de enero de 2018

GRACIAS POR SU VISITA

El primero en llegar fue Paco el ciego. Todavía no habíamos acabado de fregar el bar pero dejé que se sentara en un taburete de la barra. Le puse su café con hielo mientras Josemari dejaba un momento la chacha para decirle a grandes y entrecortadas voces el frío que hacía, como si Paco, siendo ciego, no lo sintiera como los demás, cosa que muy bien puede ser pues hay que tenerlos cuadrados para quedarse sentado junto a la puerta abierta de par en par en una helada mañana de enero. Paco no le hizo mucho caso y menos aún cuando le pidió el cigarro acostumbrado. El viernes le quitaron cuatro dientes de abajo y le colocaron un molde provisional con la advertencia de que no fumara al menos durante tres días, algo que luego por la tarde comprobé que no está haciendo con todo rigor. Josemari se rindió pronto y Paco pidió dos magdalenas. Poco después su vendedor particular vino a por él y se lo llevó en el coche a jugar rascas de la ONCE donde ningún conocido les viera.

Josemari sólo tiene un diente; una muela, creo recordar que me dijo. "¿Y qué comes?" le pregunté un día, "habichuelas, patatas, pan...¡todo eso!" Le gusta el café con leche del tiempo y doble de azúcar, algo que da gusto vérsela echar en la taza por el cuidado con que lo hace, como si estuviera midiendo la dosis aunque luego los eche enteros. Yo creo que lo hace así porque le gusta ver como el azúcar va hundiéndose poco a poco entre la crema del café. La chocolatina que pongo de cortesía la prefiere blanca, "por la leche...¡está más rico!" Tiene sesenta y un años y es como un chico. Hoy mismo lo ha dicho no sé a cuento de qué. Se pone muy contento cuando está en confianza. De suyo tímido, le da por cantar fandanguillos buenos mientras está a la tarea, aunque hay que dejarlo: como se te ocurra decirle que cante algo no le sale. Por eso yo no le digo nada. Pero a veces, entre el rumor de las cámaras frigoríficas, le oigo cantar bajito desde el fondo del bar. Y cuando acaba le digo que está muy bien cantao y él sonríe avergonzado.

El gordo de las máquinas es un chico aún joven pero ya con pinta de pureta que sólo viene los domingos por la mañana. Llega, pide un café con leche y doble de azúcar, paga y se va a la tragaperras. No sé lo que jugará; desde que funcionan los monederos de billetes ya no es como antes que podías calcularlo según los que fueras cambiando, pero sí suele tirarse cerca de media hora dándole buenos manotazos a los botones. La que tengo ahora es de fantasmas y monstruos y funciona bastante bien, al menos para mi. Yo creo que por las maneras este es de los que pierde. Y media hora con estas máquinas dan para perder bastante. A veces pienso que ahorra durante la semana para darse el gusto de esa media hora de libertad lejos de la mujer y el hijo con quienes lo vi en una rara ocasión.

Tomás es de diario y desde siempre. Ya es viejo y lleva mucho tiempo jodido, aunque ahora lo está todavía más. El otro día me contaron que lo vieron en la quimio. Puede que por ello esté un poco más simpático estos días. El miedo hace que queramos ser buenos, como si de esta manera pudiéramos conmoverlo. Hoy ha ido dos veces al servicio en los apenas cinco minutos que dura su parada en el bar, la segunda de ellas un tanto precipitada y dramática por lo que le cuesta caminar. Después le ha dado el pequeño sorbo con el que despacha su caña, se ha comido tembloroso el pinchito que le he puesto y ha salido del bar encendiendo un cigarrillo para seguir haciendo lo mismo por otros. Tal vez así, haciendo lo de siempre, la cosa vaya más despacio con la ayuda de los médicos.

Uno de estos es Julio, aunque no exactamente. Él se dedica a analizar sangre, tejidos y cosas aún más raras. Después ve los resultados y se los envía al médico correspondiente. No sabe de quien son pero sí lo que pueden significar si no están dentro de los parámetros. Luego el médico decide y el paciente acata. Más o menos como él cuando hace casi treinta años tuvo que acatar el accidente de tráfico que dejó tetrapléjica a la mujer que sigue cuidando. Acatarlo o no está en tu mano, pero el hecho no va a cambiar hagas lo que hagas. Quizá sea por esto que acata muy pocas cosas más. Gusta de estar a su aire sin que le molesten. Llega con los auriculares puestos, saluda y pide lo de siempre; coge el periódico que lee con atención mientras desayuna y después paga, pide un poco de sifón y se va sin saludar si no estás cerca. Una vez, un domingo, le pregunté por algo para el callo que me estaba jodiendo y amablemente me indicó lo que necesitaba. Pero enseguida me di cuenta de que tendría que llamar a la mujer de Josemari para que le dijera que viniera al bar a hacerme un recado.

Hay gente que conoces de muchos años y de la cual sólo sabes su nombre y gente que conoces de muchos años y de la cual no sabes ni el nombre. Suelen venir solos, piden lo suyo, cogen un periódico y se quitan de la barra. Después pagan, se van y hasta otro día que será lo mismo. El de hoy es un hombre discreto y silencioso que está casado con una mujer aún más discreta y silenciosa que él. Esto lo sé porque hay días que se pasa por el bar cuando está pagando, supongo que tras quedar con él por teléfono. Como hoy, que hablando en un susurro mientras le cobraba han salido del bar para entrar en el frío y oscuro mediodía de la calle con pocas ganas de despedirse de nadie.


La tarde cayó a plomo y yo me quedé solo una vez más. Salí de la barra y me senté en un taburete frente al ventanal. Una bandada de palomas echó a volar de un tejado. Hicieron un círculo alrededor de él y enseguida volvieron a posarse en el mismo lugar, como si un hilo invisible las mantuviera atadas de las patas. Algunas rezagadas que no pudieron frenar a tiempo tuvieron que dar una vuelta más. Luego cogieron sitio y allí se quedaron con las demás.


Paco llegó y pidió su café de la tarde. Esta vez lo acompañó con un par de platillos de paella que había sobrado, sin recalentar.


- Está mejor que este mediodía -dijo


No le dije nada cuando entorné la puerta de la calle y lo vi encendiendo un cigarrillo de vuelta a casa.


¿Qué voy a decir yo?

viernes, 5 de enero de 2018

CABALGATA

El estruendo de la cabalgata podía oírse desde la otra punta de la avenida. "¿Por qué es tan mala la música festiva?" Entré en el coche, lo arranqué y tiré para casa. El primer stop fue tan largo que me sacó del ensimismamiento. El desfile no había hecho más que comenzar y hacia allí se dirigían aquellos últimos rezagados con sus hijos pequeños. Llegué a ver entre ellos a una pareja que poco antes había estado en el bar en compañía de otra más habitual y que ahora tiraban sonrientes y excitados del carrito de un bebé. Supongo que lo habían dejado con los abuelos mientras ellos se iban a comer por ahí y a echarse una copa con los amigos. Él pidió café y gin tonic y ella café y crema de orujo que no me quedaba. Al final le puse un Bayley´s y poco después otro café para mezclarlo. "Con lo malo que es el azúcar...¿pero esta gente no sabe lo malo que es?" Recordé al último grupo del mediodía, una cuadrilla familiar, hermanos y primos con sus respectivas mujeres, supongo, yo sólo tengo por cliente a uno de ellos, un tío de unos cincuenta años, educado y simpático, que es quien lleva la voz cantante. Se reúnen siempre por Navidad, desde Nochebuena hasta Reyes pasando por Nochevieja. Algunos trabajan fuera y sólo vienen por estas fechas, de vacaciones. Tendrán profesiones de esas. Uno de ellos, el más joven y sonriente, uno de mi edad que conozco de toda la vida y de quien no sé ni su nombre, hablaba de cuando estuvo en Venezuela hace diez o doce años y la brutal inflación que ya había por entonces; otro terció a cuenta y puso sobre la barra el tema del bitcoin, de las criptomonedas; alguien sacó a relucir la cabalgata de travestis...Era como un episodio de esos de Jordi Hurtado en el que este va sacando temas de actualidad y los concursantes van contando lo que han aprendido sobre ellos. Luego una voz en off de un desconocido dice quien lo ha hecho mejor y ese es el que gana más, porque ninguno pierde del todo mientras se atenga a las respuestas correctas y no haga preguntas a quien cocina las preguntas.

El segundo stop fue más llevadero, aunque me dio tiempo para ver a un repartidor de bollería refrigerada, uno que veo subir y bajar todos los días por la avenida como donuts sin agujero; un tío cincuentón, medio calvo, delgado y de ojos hundidos, que no puedo imaginar de otra forma que no sea conduciendo a todo lo que se pueda su furgoneta granate. Ahora estaba descargando un par de cajas de esa mierda venenosa en una pizzería. Le di un toque al claxon para que cruzara la calzada. Vi sus ojos y me recordaron los de un hombre que se está cagando. Lo agradeció con un nervioso cabeceo y paso para adentro. Llegar, entregar, firmar albarán y salir disparado otra vez. La desesperada cabalgata de todos los días. Al menos todavía no le hacen ir disfrazado de Rey Mago. Aunque puede que el día que lo haga sea para sacar la escopeta.

En el tercer stop sólo tenía a uno delante. Una mujer se bajó de la puerta del acompañante y echó a andar, pero el coche seguía sin moverse, a pesar de que nadie venía por ningún lado. Quince segundos después lo hizo al ralentí. Y entonces pude ver que había estado esperando a que la mujer quitara la valla que cortaba el acceso a la calle de enfrente para pasar él con su coche. Quizá viva ahí y tenga derecho a eso; quizá sólo fuera un cara en busca de aparcamiento. No lo sé y no es cosa que me importe. La gente hace cosas que no entiendo y que yo jamás haría. Torcí a la izquierda y a lo lejos me pareció ver una ambulancia con las luces de emergencia, pero yo ya estaba tan cerca de casa que sólo caí en ella cuando ya la tuve encima. De todas formas había espacio suficiente para los dos, aunque un tanto justo. Un poco menos y hubiera tenido que darle a las sirenas para que la viera.

La entrada a la cochera estaba tan justa por un coche mal aparcado que quien saliera por ella no hubiese podido hacerlo, cosa que estaba por ver para quienes accedieran a ella, como demostré sin dudarlo ni un segundo. Accioné el mando de la portada y no respondió. Lo hice por segunda vez y nada. Y a la tercera, apretando el botón hasta poner el chivato más allá del rojo, oí como se descorría el cerrojo. Y aquello sonó a música celestial.


Claro que diez minutos después, ya con el pijama puesto, me di cuenta de que había olvidado el tabaco y tuve que volver al bar a por él.


La cabalgata sólo se acaba cuando no recuerdas haber olvidado nada.