miércoles, 12 de enero de 2022

DON QUIJOTE DE TRANSYLVANIA

 Decir que era rumana más es una suposición que una certeza. Claro está que nadie pregunta a nadie su nacionalidad cuando uno pasa al bar para comprar tabaco; y menos a las ocho de la mañana. Pero el acento con el que saludó los buenos días estando yo en la cocina resultó característico. La gente del Este habla muy bien el español. Una rumana (esta sí) a la que conocí me contó que era el resultado de ver los culebrones subtitulados. La chica de esta mañana también tenía el pelo rubio y la tez pálida tras la mascarilla. Por un momento me recordó tanto a la idiota del otro día que dudé un instante en atenderla, pero su habla y maneras no dejaban traslucir ningún rencor ni cuenta pendiente. Le cambié un billete de diez tras cobrarle un churro que se le antojó y dando las gracias se fue tras asegurarme que era el único bar abierto a esa hora, algo que aumentó mi sospecha anterior. Es indecible lo que una simple mascarilla puede esconder.

Uno oye Rumanía y lo primero y casi único que le viene a la cabeza es Transylvania y Drácula. Habrá quien recuerde al Steaua de Bucarest, Gica Hagi y la atroz muerte de Ceaucescu, ya lejana en el tiempo; en mi caso hay cierta memoria para algunos ajedrecistas y un caudillo cristiano llamado Codreanu que fue ajusticiado por colaboracionista en la II Guerra Mundial. Pero con todo el recuerdo imaginario más persistente es el de su inmortal vampiro y el de los profundos bosques de aquellas tierras. 

En La Mancha no hay vampiros ni bosques. Aquí, algo como las Lagunas de Ruidera es poco menos que el Amazonas. No hay nadie que vaya y regrese sin decir que aquello no parece La Mancha. Y así es. Agua y árboles en cantidad suficiente como para maravillar a cualquiera que viva en la llanura. Uno sube a los molinos, mira alrededor y sólo ve un inmenso espacio perdido a la vista por la lejanía. No hay lugar para el misterio, todo está a la vista. Y sin embargo si uno se queda mirando el horizonte acaba por sentir un cierto dolor de cabeza con la ayuda del viento que siempre sopla allí. Quizá sea el viento y su empuje más que la visión estática de lo infinito. O la mezcla de ambos.

Un bosque para un manchego es sólo una palabra. Se contarán por millones de nosotros quienes vivieron y murieron sin ver uno en la vida. Tampoco es que nuestra tierra sea un desierto, hay parques, jardines y algunas pequeñas y discretas arboledas en los contornos, pero no bosques. Ni vampiros. Hay hombres del saco que se llevan a los niños y muertos corpóreos que regresan de sus tumbas para cobrarse una venganza, pero no fantasmas.

Pienso en un bosque y veo algo verde, cosa que siempre me ha gustado. Luego vienen las altísimas copas de los monstruosos árboles y sus enormes troncos a los que nunca les llega la luz del sol. Tal vez vislumbre un cervatillo pastando en un pequeño claro y también osos terribles y gruñones que sólo puedes ver cuando ya no hay remedio. Pájaros perdidos entre las oscuras ramas cuyos cantos más parecen avisos que melodías armoniosas y, en fin, todo lo que se supone hay en un bosque donde no puedes ver más allá de tus narices. Allí sería posible creer en seres mágicos, benévolos o terribles, pero extraños. Aquí no; aquí, en la llanura, o se cree en Dios o no se cree en nadie más. No hay lugar para la fantasía en La Mancha. Por eso el Quijote nació aquí y por eso tuvo que meterse en la cueva de Montesinos de Ruidera tras el espantoso fracaso de su primera salida: sólo pasando un tiempo en la más absoluta oscuridad pudo convencerse a sí mismo de que podría hacerle frente al eterno abismo de sol en el que había pasado toda la vida hasta hacerle desear con toda su alma estar loco.

Ahora todo está cambiando y La Mancha también. Poco a poco vienen gente de tierras extrañas con escasas ganas de hablar de sus lugares de origen; y cuando lo hacen no muestran ninguna añoranza, ningún anhelo de volver. Ahora están en La Mancha, en España, la tierra de los toros y los culebrones, la paella y el flamenco, el sol y quizá, sólo quizá, don Quijote.


Y el cielo abierto, azul, inmenso, eterno e inmisericorde abismo de luz al que es mejor dejar a su aire si uno no busca perder la cabeza entre las sombras.


Ya lo irán aprendiendo.

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