martes, 18 de febrero de 2020

UN PASEO DE DOS

El chico se duerme nada más salir de casa. Es mediodía de uno laborable y hay gente por el centro. Me pongo los auriculares y empujo el carrito hacia las afueras. Los peatones se apartan cediéndonos el paso. Sólo un grupito de chicas muy jóvenes absortas en sus móviles no se aperciben de nuestra llegada. Están frente a un centro de educación para adultos que quizá también sirva para jóvenes desorientados; algunas de pie y otras sentadas de cualquier manera junto a la pared. Es un buen momento para volver a disfrutar de la extraordinaria manejabilidad del carrito y sin bajar el ritmo dibujo una limpia ese entre las levantadas y el hoyo del árbol. David no se entera de nada y seguimos adelante, atravesando todos los pequeños pasos de cebra previos a los dos grandes que dan acceso al parque. Miro bien y los cruzamos sin problemas.

Circunvalamos el parque casi en soledad. Apenas tres o cuatro caminantes salen a nuestro encuentro. Tras la reja se oyen los ladridos de los perros que corren en busca de las pelotas lanzadas por sus dueños en la zona acotada. Al otro lado la carretera con el tráfico habitual y en la cercana lejanía los diferentes supermercados y grandes tiendas de chinos. Ahora los árboles sombrean nuestro camino. Ellos están dentro y nosotros fuera pero el sol todavía está detrás de todos. Los pájaros cantan y parecen contentos. Un gran pájaro planea en solitario bajo el cielo azul. Lo miro hasta dejarlo atrás. David duerme con el chupete puesto.

Cruzamos la carretera y entramos en el gran paseo, ya al alcance del sol pero a la contra. Escogemos el camino de en medio, el más estrecho y menos transitado. Hoy es día de mercadillo y prefiero evitarlo. Nuestro camino es estrecho pero la gente es poca; sólo alguna señora con su perrito y algún que otro gran árbol como el magnífico olmo blanco. Un cierto cuidado con el embaldosado no viene mal; las raíces de los árboles hacen que en ciertas zonas sea algo sinuoso. De todas formas llevo el carro bien agarrado.

La parte más complicada es la situada a la altura del mercadillo. Allí tengo que bajar una acera sin rebajar ni paso peatonal que da acceso a una de las vías de la rotonda. Nunca me había fijado en ello hasta hace un mes. Es el momento de mayor atención. Miro bien, bajo con cuidado el carrito y sin subirme a la otra acera que a ninguna parte lleva pero con David muy pegado a ella hago el pequeño trecho que nos separa hasta la mediana. Ahí subo el escalón y ya estamos en el paso de cebra que da acceso al paseo principal ya con el mercadillo atrás. David sigue durmiendo. No se ha enterado de nada. El sol empieza a darle en la carita. Le miro y la luz del sol me revela unos mofletes que parecen melocotones. Sonrío.

Esta parte del paseo está más concurrida pero no importa. La acera es amplia y hay sitio de sobra para todos. Algunos ancianos están sentados en los bancos agarrados a sus garrotas. Por el carril bici hay quien va en ellas, o en patinete eléctrico o en patín normal; también alguna que otra vieja con su carro de la compra; ahí la superficie es lisa y se desliza mejor; nadie parece enfadarse.

Cerca del siguiente paso de cebra noto las vibraciones de los pequeños puntos que lo señalan para aquellos que no pueden ver. Nunca había reparado en ellos. Están como en forma de T. Será para indicarles el camino recto, no sé. Hoy, por primera vez, caigo en que sería bueno evitar el palo largo para no molestar al niño que sigue durmiendo. Allí no hay árboles y el embaldosado es perfecto. La cosa va como la seda. Es tan fácil...

Pronto alcanzamos el último tramo, ese en el que ya voy sospechando que David se despierta al sentir como giro sobre mis pasos. Pero voy a hacer una prueba y hoy vamos a cambiar el rumbo. Tampoco es cuestión de que David siga mis pasos, de ninguna manera.

Giro a la izquierda cuando llegamos al final de la avenida, entramos en la sombra y...el cabrón se despierta igual. Es como si lo tuviera cronometrado. Poco a poco empieza a entornar los ojos y mira a los lados. Me ignora. Cruzamos algunas pequeñas calles abiertas al sol y ahí cierra sus ojillos claros doloridos por el exceso de luz. Así pasamos unas cuantas hasta hacerme reír. Y al oírme por fin me mira, aunque de manera que me hace recordar a su padre y esto hace que ría aún más. "Espera, espera -le digo viendo venir la siguiente claridad- Vas a ver como ahora no me vas a mirar..." Y pasamos otra callecilla y cierra los ojillos, y gira la cabecilla..."Jajaja"

Ya no busco más que sombra. Otra entrada hacia el sol, esta un poco más larga pero necesaria para regresar a casa de la abuela, y ¡mira! ¡ahí esta mi tía! Ella no me ve todavía pero sé que va a hacerlo. Va paseando su perrito. Gira la cabeza. Nos ve. Sigo sonriendo. "¡Ayyy...!" Y viene hacia nosotros, ata al perrete en un banco, me da dos besazos y empieza a hacerle carantoñas a David que, como es normal, no rechaza pero ignora.

Ahí estamos un rato y luego nos vamos. Atravesamos calles y callejas y en una de estas veo a un viejo amigo venir de frente hablando por teléfono. Me ve, sonríe y cuelga. Se acerca y nos saludamos. "¿Ejerciendo?", "ejerciendo" Hace algunos años que la amistad se enfrió por causas ajenas pero imponderables para ambos. Amistad de bar, amistad entre venenos varios, pero amistad comprobada. Le están saliendo canas. Creo que lleva algún tiempo más centrado, al menos eso he oído. A veces lo veo cuando salgo a andar por ahí y sí, nos paramos a saludar y tal pero está claro que ya no es lo mismo. Al despedirnos no puedo evitar que venga a mi mente la palabra "empujacarritos" Sonrío.

Pronto llegaremos a casa de la abuela, David. Ahora no haces más que mirarme mientras te llevo por la parte sombreada de esas callejas. Espera, que ya estamos en nuestra vía de acceso. David mira a la derecha como reconociendo lo que sale, lo he incorporado en la sillita. De vez en cuando, traicioneramente, otra vez la luz del sol. Más risas. Llegamos a casa.

Abro la puerta, entro el carrito, le quito el gorro y la chaquetilla y lo saco del carro. Liberado ya me sonríe con esa boquita vacía de dientes y lo subo por encima de mi cabeza y lo bajo y se deshueva y beso esas mejillas y lo vuelvo a subir y a bajar y también él abre la boca como si también quisiera comerme y me eha las babas y baja mi madre y lo coge y todo se repite.




sábado, 15 de febrero de 2020

TRES CERVEZAS

¿No es mejor caer en las manos de un asesino antes que en las de una mujer lasciva? (Así habló Zaratustra)


La tarde es estupenda para ser una de febrero. Veinte grados marcan todos los termómetros, o casi. Los días ya son más largos a ojos vista, también cuando dan inicio, siempre más perezosos. Ahora me levanto y veo claridad. Todavía pongo las luces del coche cuando voy hacia el bar, pero ya va siendo una cosa de la que podría prescindir. Es más por la costumbre y a quienes encuentras durante el trayecto.

El invierno ha sido largo. La oscuridad que trae noviembre se hace cada vez más pesada, más dura, más difícil de aguantar. Las semanas caen como losas en el ánimo. Y a veces llegan hasta el alma, que destrozan.

La Navidad dejó de tener sentido hace mucho tiempo. No lo hay para nada de todo aquello. Un correr e ir de un lado a otro como a empujones en un sueño; un no saber los motivos que te han llevado hasta allí, hasta aquello por lo que guardas desordenada fila entre la marabunta como uno que ha dejado de desear lo que fuera que hubiese tras las puertas guardadas por enormes y hoscos porteros.

En la primera mañana del año salí a andar por donde siempre paso. Un árbol que parecía tan muerto como todos los demás me esperaba. Los últimos tres años le había hecho una fotografía contra la espesa niebla que casi ocultaba el cementerio que queda detrás. Empecé a hacerlo un día de año nuevo en el que mis losas eran tantas que amenazaban con asfixiarme. Luego, al siguiente, lo recordé. Y volví a fotografiarlo. Y también el año que vino después. Este no, ya no estaba. Volví sobre mis pasos y seguí hacia adelante pero no lo llegaba a ver. Hasta que me di cuenta de que ese sólo tocón era el de mi árbol por el que todos los días paso.

Poco a poco las tardes se han ido transformando en tales para mi. El sol va levantando el vuelo y volvemos a vernos bien en las afueras del pueblo. Él cayendo hacia su ocaso cuando yo empiezo a despertar, pero nos vemos. Luego me empuja con sus últimos rayos de luz en el regreso a casa.

Era una tarde estupenda, una tarde para andar por las afueras del pueblo con mis pensamientos. Las afueras del pueblo caminando bajo el sol que se va son muy hermosas porque no hay nada más.

Pero no ha podido ser. He tenido que beber para soportar su descarado acoso. Quizá sea culpa mía por haberla tratado demasiado bien en estos sus malos tiempos. Con la segunda cerveza empecé a soltarme ante su descaro, lo peor que hay en una mujer. La tercera cayó ya fuera de la barra, fuera de servicio, con ella tocándome el culo en la puerta delante de sus hijos pequeños.


Antes de beber la primera cerveza había mirado la última vez que escribí una historia. Hubiera jurado que habían pasado tres días.


Y sólo han sido dos.



jueves, 13 de febrero de 2020

COÑOS DE HIERRO Y MIEL

La chica de la ONCE ya se había ido cuando volví a salir después de atender a tres clientes del hospital llegados nada más haber encendido los cigarrillos. Recogí su vaso y regresé adentro.

Eran las dos de la tarde y apenas tenía cinco clientes en el bar, todos más o menos conocidos. Uno de ellos, el más que maduro doctor que tanto se parece al protagonista de "Tamaño natural", vino hoy sin su reciente novia, una mujer rubia de cierta edad, mala fama, espléndida figura y mirada retadora de la que se ha encoñado de tal forma que mirarlo es como ver a uno que por fin puede palpar lo que hasta entonces sólo podía ver a través de un microscopio. A ella la conozco de tiempo atrás, todavía casada con uno de buena aunque dudosa posición. Los fines de semana venían tres o cuatro parejas, todas por el estilo, y tomaban copas, la mayoría sin duda bien encocados. A él, al doctor, recuerdo verle pasar hace años por delante del bar con su maletín de camino al trabajo. Algunas cosas quedaban claras en esos solos vistazos: que era médico, que no era de aquí y que seguro era alguien peculiar. Luego, una noche, vi aquella película y casi me levanté del sillón cuando apareció Michel Piccoli. 

La cosa se animó enseguida con la llegada de mis mejores parroquianos, hoy acompañados por uno de sus mayores cofrades en cuya manaza la mía desapareció por completo al saludarnos tras algún tiempo sin vernos, pues es de otro pueblo y a este sólo viene a comer y hacer la procesión para lo demás con vistas a los negocios y ya bien metido en el paso ver los amigos. Y como era de esperar, pronto derivó todo en su mar: rojos de mierda y putas con coños que saben como a metálico, como a hierro, sin pensar por un momento que quizá sea una lengua bañada en décadas de alcohol la que sabe como a hierro. "Boca ardiente" se llama eso, lo miré la otra noche. Y hace mucho que no me como ningún coño. 

Llegó parte del equipo ginecológico del hospital, pidieron las bebidas y se fueron al ventanal con ellas. Chicas jóvenes la mayoría, bien cuidadas todas, muchas atractivas, de mirada tan neutra como la de alguien acostumbrado a ver y palpar cualquier clase de coños sin necesidad de pasar la lengua por ninguno de ellos para saber si le hace falta hierro o zinc. Al rato llegó el jefe, un tío todavía joven, pidió lo suyo y esperó a que se lo pusiera para llevárselo y ahorrarme un viaje.

Me acordé de los viejos tiempos, de los viejos doctores jubilados o a punto de hacerlo, de los de "tráeme un vaso de agua" cuando la tenías al cuello...


- ¿Qué tal te ha ido hoy? -le pregunté a la chica de la ONCE-
- Ná, mal...¿Y a ti?-
- Parecido. Pero a ti seguro que te ha ido mejor que a mi, pelleja-

Rió. 

- Oye, pequeña, ¿tienes billetes pequeños?- pregunté
- Sí
- Pues cámbiame 


- No te cambiaría por ninguno, Kufisto.


sábado, 8 de febrero de 2020

MAN ON THE MOON

De pronto vi que también había un viejo tras el ventanal del bar; y además cerca, justo al otro lado, mirando arriba y abajo con las manos en la espalda. Apenas le separaban un par de metros del paso de cebra pero no se decidía a entrar en él. Otros viejos, desconfiados, hacen signos y mueven los brazos para que sigan circulando aquellos coches que quieren cederles el paso; pero este no, este guardaba una distancia tan prudencial que nadie podía saber su intención y esperaba. Al final cruzó la calzada hasta la mediana y allí volvió a esperar otra vez como antes, tan lejos y tan cerca, como si no estuviera allí donde estaba. Alguno de los pocos coches circulantes hacían como un intento de cederle el paso y él se daba la vuelta mirando hacia el bar con las manos aferradas a la espalda. El coche seguía adelante y entonces él volvía a mirar, más cerca del paso que había dejado atrás que del que tenía que caminar. Echó a andar, llegó a la otra acera y volvió a darse la vuelta como para ver de donde había venido. Allí, en zona segura, se quedó un rato como dudando, como pensando en volver sobre sus pasos. Pero no, siguió hasta el siguiente paso, uno secundario, del que apenas le separaban veinte metros y vi como lo cruzaba con mejor disposición. Allí, por contra, caminó mirando con cuidado el suelo declinado que da acceso a unas cocheras. Y tan centrado iba en ello que el siguiente paso, uno muy corto, lo hizo como uno que tiene derecho a él. Él mismo se sorprendió, o eso me imaginé, pues al llegar a esa esquinita volvió a mirar hacia atrás con algo que me pareció desazón en sus manos ahora desatadas, como quien se da cuenta de que acaba de hacer algo que no debería de haber hecho. Miró en todas direcciones. Otro paso de cebra, uno de los grandes, estaba a unos pasos de él; un poco más arriba, en el otro sentido, sin duda había otro; tan sólo hacia adelante parecía no haber ninguno. Y hacía allí marchó otra vez con las manos atadas en la espalda.

Era el mediodía de un suave sábado invernal. El sol va recuperando la salud a nuestros ojos y nosotros con él. Un leve manto de nubes, como de primavera, hacía palidecer la escena a modo de gasa en la cámara para una vieja estrella. Todavía es demasiado pronto, o demasiado tarde, quien lo sabe. Llegó mi tío y riéndose preguntó si no le había visto pasar delante del ventanal. Pasé adentro y le puse un café.

Las cañas salieron más que bien e hicimos una buena caja. Hubo de todo: gente con dinero, de derechas y todavía riente, pero ya temerosa por la cercanía de las puertas de la vejez y una parejita de críos con un billete de cinco euros que el chico no dejó caer en la barra hasta que se lo cogí; también un par de golfillos respetuosos con la leyenda del bar y una pequeña familia de circunspectos y educadísimos rojos sentados; tuve gente del lejano y silente pasado que hoy casi se enervaron al contarme una noticia pueblerina de la que han sido testigos y un par de viejas amigas, medio locas las dos por la menopausia, que cuando parecían estar a punto de llegar a las uñas se dieron de besos y abrazos en presencia de la maleducada hijita de una de ellas. También hubo ausencias, ausencias significativas, pero hoy no dio tan poco como para echarlas de menos.

REM tiene muy buenas canciones y yo las escuchaba y cantaba con mi amor cuando era joven, estúpido y enamorado. Hoy las tarareo entre dientes mientras limpio los restos.

Pronto, demasiado, llegó la hora de los cafés y sus copas. Era mi última hora en el bar y estaba claro que iba a comérmela entera. Un numeroso y en su mayoría conocido grupo de maridos sin mujeres entró como si casi todos las hubieran mandado a la mierda. Puse mi lista de techno y un gintonic que bebí en dos tragos mientras se aclaraban. Alguno ya iba triturando chicle como si fueran las cuatro de las madrugada. Otros, "curiosamente" todos los que no conocía, tenían caras como de salmón que baja la corriente. Era una reunión del viejo equipo de fútbol de veinte años atrás, de cuando eran chicos, estúpidos y estaban enamorados.

Atroné el bar con mi música. Hubo quien bailó mientras esperaba su copa de mis desatadas manos. Enseguida llegó más gente para lo mismo. Grandes grupos de gente desconocida, nunca vista por mi, vinieron hoy para darme su dinero a cambio de mi aturdimiento. Yo volaba de un lado a otro de la estrecha barra. Vasos, copas, hielos y pinzas del demonio deslizábanse entre mis manos como cartas marcadas en las de un mago. Gente a la que no le interesaría verme ni en pintura ni detrás de la barra estaban allí, al otro lado, para que esta vez les diera de beber. Gente a la que, igual hoy que ayer, lo mismo le daría que no despertara mañana estaban allí para beber de mis frenéticas manos. Gente que mañana no veré y que quizá nunca vuelva a ver vinieron hoy a mi, agitando brazos y manos, lanzando como rayos ansiosas miradas en cuellos casi a punto de escupir su nuez por otra puta copa, por una copa, por la primera copa...



miércoles, 5 de febrero de 2020

DE PILAS Y LINTERNAS

He comprado pilas y una pequeña linterna, la más barata. Nunca había estado por esos pasillos del centro comercial. Miré algunas cosas más sin quedarme con ninguna: todas me parecieron demasiado. Quizá si hubiese visto mascarillas de esas para los virus habría cogido alguna.

En la frutería me atiende una de las carniceras, esa tímida chica que sin embargo ya tiene algunas canas bajo el gorrito. Es bajita, tosca y feúcha, de mirada triste. Las veces que me ha atendido en su lugar, pocas, lo ha hecho con mucho esmero. Hoy sólo ha tenido que pesarme un pimiento verde donde suelen hacerlo otras un poco más afortunadas, aunque no demasiado. Había poca gente y se ve que tienen orden de estar al tanto.

- Ahí tiene, señor.

Habla así, seria, en un tono que parece el de la última criada. Le pregunto por los aguacates que no encuentro y ella, un tanto azorada, sale disparada en su búsqueda.

- ¡Aquí están, señor! -dice a viva voz- No suelen estar ahí...-continua ya más bajito mientras me acerco. Y regresa a la báscula electrónica para esperarme con las manos en la espalda-

No, no suelen estar ahí. Los palpo y están demasiado blandos. No cojo ninguno.

- Demasiado maduros -le digo sin mirar al pasar con el carro junto a ella. Voy con los auriculares puestos y apenas la oigo decir, "¿se los peso, señor?". No me habrá entendido. No suelo explicarme bien. A veces hablo como si quien oye fuese como yo y no soy bien entendido; otras veces, las más, lo hago como si yo fuese como ellos y no suele salir del todo bien. "Demasiado maduros" no significa gran cosa. La chica piensa que me los llevo "demasiado maduros" y que luego tendré que volver deprisa y corriendo de la caja para que alguien los pese. ¿No quería aguacates? Allí había aguacates, ella los encontró para mi-
- No -respondo- No me llevo ninguno. Están demasiado maduros -le digo con media sonrisa y sin mirarla mucho para no hacerle daño-
- Adiós, señor-

Compré algo de carne enlatada, arroz, latas de conserva, pasta, legumbres y verduras cocidas, cajas de cervezas, un par de botellas de whisky, garrafas de agua y algunas cosas más. Miré en el pequeño expositor de precio rebajado al 50% por la cercanía de caducidad de sus productos y no vi nada que valiera la pena. En la fila de acceso a las cajas apenas había una fea mujerona embutida en un negro pantalón elástico que ocultaba grima. Llamó nerviosa a alguien ante la proximidad de su turno y de la cercana sección de perfumes emergió la figura de una muchacha alta con la melena recogida en una larga coleta. Estaba oliendo perfumes y siguió haciéndolo mientras esperábamos. Llevaba puesta una fina camiseta que torneaba sus firmes y generosos pechos y un pantalón como el de su madre pero incomparablemente más prometedor. El rostro sonrosado llegaba a arrebolarse con los esencias que iba llevándose a la fina nariz. "¡Deja eso ya!", decía la madre, enfurruñada. Y al final lo dejó, ni me vio y pasaron adelante. Pude ver como apenas llevaban unos donuts y porquerías parecidas en su exiguo carro.

Ahora estoy solo y el próximo seré yo. Allí enfrente, en atención al cliente, esta esa chica que siempre me mira mal, una de ellas, una de las que se saben deseadas, y al ver que miro hacia allá desvía la mirada como si hubiera estado esperando que hiciera eso, como si necesitara hacer eso siempre que me ve. Muchos hombres le han sonreído en su vida. Yo no.

La chica de la caja pasa mi compra por el lector electrónico y no me ve hasta el momento de pagar. Salgo empujando lentamente el carro mientras paso frente a atención al cliente mirando confiado el ticket de la máquina, detallado y perfecto, sin posibilidad de error alguno.


El tío de la gorra de los Bulls se va otra vez de allí. Ahora se irá en su viejo coche rayado por la piel de columnas que, sin embargo, nunca pudieron hacerle daño.