jueves, 31 de enero de 2019

FIN DE MES

Una tarde gris, descolorida, vieja, despide al primer mes del año. No se ven nubes; todo el cielo es una que difumina los efectos del viento hasta hacerte pensar que está fijo, inmóvil y perenne tras la ventana. Las primeras gotas de lluvia caen oblicuas sobre los cristales de mi ventana; lo hacen dividiéndose en puntitos apenas perceptibles; un leve vistazo a otra parte del cuadro y al volver a mirar ya no puedes saber quienes llegaron en la gota que estabas viendo. Pero pronto llega otra y la olvidas.

Poco a poco van llegando más al sucio cristal de mi ventana. Lo hacen como a modo de prueba, semejante al pintor que mancha al aire un lienzo cansado de verlo en blanco; así, poco a poco, va llenándolo como si fuese un limpio y claro firmamento tanto más brillante cuanto menos rastro queda del sol. La diferencia es que aquí, desde mi ventana, sí se ve lo que hay detrás.

Hay árboles, edificios y gente paseando que ignora mi presencia. Aquí, tras la ventana y un poco más allá, yo estoy fuera del alcance de todos. Habrá quienes piensen que alguien debe vivir donde yo lo hago, pero no pueden verme. Bien pudiera ser que esta, mi casa, estuviera vacía como tantas otras. De hecho lo está cuando yo no estoy, que es buena parte del tiempo. Si ahora que estoy llamasen a mi puerta podría no abrirles con toda tranquilidad. Si subieran a mi puerta y tocaran su timbre bastaría con hacerme el sordo para hacerles dudar. Y si sabiéndolo me llamaran por mi nombre yo podría jugar a que lo cambié por otro que todavía nadie conoce.

El viento trae campanas a muerto. Hay días en los que hace cualquier cosa con tal de que sepa que está ahí. Hay tardes que parece un chico pequeño en medio de otros muchos chicos pequeños.


Llaman a mi puerta y abro. Es el administrador, un jubilado que necesita mi firma de aceptación a las decisiones que haya tomado la comunidad. Me entrega unos papeles que no leo ni ya me explica y firmo en otra hoja. Ahora estoy conforme con lo que sea que hayan decidido, como tantas otras veces, como siempre.


Y al irse de mi puerta dice que no creía que estuviera aquí.

martes, 29 de enero de 2019

FANDANGOS

Josemari había tenido otro de sus buenos despertares, sin duda. Eran las siete y media de la mañana cuando llegué al bar. Él estaba en la puerta, como siempre, esperándome abrigado tal que si fuésemos a irnos al polo Norte. Guarda mucho cuidado con los fríos, creo recordar que por inolvidable prescripción de su madre, una señora de 97 años que parió 17 veces criando 14 hijos y que llegó a España desde Hungría en plena II Guerra Mundial. Supongo que de allí los expulsaron por el tema racial y acabaron su calamitoso peregrinaje por Europa en la España de Franco. Josemari fue de los últimos en nacer y lo hizo en el 58, en el pequeño pueblo de Murcia donde pasaron aquellos años. Josemari quiere mucho a su madre y va todas las tardes a verla a la residencia. Dice que ya está muy vieja pero que a veces le reconoce.

- ¡Buenos días, Kufisto! -voceó al verme salir del coche
- Buenos días, Jose

Y ya se puso a cantar antes de coger las bolsas que siempre llevo conmigo en el asiento de atrás.

Canta muy bien, a media voz pero muy sentío. Lo hace sin darse cuenta, para desgracia de los vecinos en el tiempo que está en la calle. Le sale de dentro y más a esas horas cuando todo el día está por venir. Si tú le dices que cante algo él dice que no, que así no le sale. Hay que dejarle. Una vez, una mañana, le dije que cantaba muy bien; él sonrió avergonzado mientras fregaba el bar y dejó de hacerlo. Desde entonces no he vuelto a decirle lo bien que lo hace. Es lo que tienes que hacer si quieres oírle cantar.

Cuando canta no tartamudea. Cuando habla solo, tampoco. Es al hacerlo con la gente que se traba. También conmigo, que soy su amigo.

Pasamos adentro y cada uno se puso a lo suyo. Yo con la barra y él sacando las mesas y colocando el salón. Luego le di para que fuera por los churros y la prensa. Y allí se fue, bien abrigado en su bicletilla canastera, cantando por fandangos a las ocho de la mañana, alegre de ver amanecer a otro día, el purillo con aroma a vainilla en los dedos, avenida arriba, subiéndola como otros domingueros no la bajan...Yo me maravillo cada vez que lo veo pasar así, tan tranquilo, sin apenas esfuerzo, con esa agilidad que le da su fibroso cuerpo, ese que jamás en la vida ha pisado un gimnasio ni hecho más ejercicios que el necesario para su sustento como afilaor de cuchillos, mosca de bar y buscador de los contenedores de basura. Una vez se encontró dos negros dentro comiendo. Le dieron un buen susto. Pero a veces encuentra cosas buenas, cosas que me enseña con excitación. "¡Quédatelo!" me dice siempre. Yo le digo que no y tras insistir un poco más lo guarda un tanto decepcionado, como si pensara que yo no creyera que eso sea algo tan bueno como a él le parece. Hace una semana me afiló los cuchillos del bar. Los dejó como navajas de afeitar.

Llamé a uno de mis proveedores ya con el bar abierto y no cogió el teléfono.

La chica rubia con cara de trabajar hasta al amanecer vino hoy con más hambre que de costumbre. Pidió tres porras en vez de dos, su colacao y un zumo de naranja en el lugar del chupito de cortesía con el que acompaño los cafés hasta el mediodía. Parecía cansada, con sueño, como todas las mañanas. Josemari todavía estaba por ahí, revoloteándole un cigarrillo al ciego, que no se lo daba. Se acercó a ella y la saludó un tanto avergonzado. Ella se lo devolvió levantando la vista fugazmente de su teléfono. Es una chica que devuelve el saludo a todo el que entra al bar. Y les mira, nos mira, como si fuéramos pájaros que pasan por la ventana.

Josemari le dijo algo del tiempo, su tema favorito. Ella sonrió mirando a su teléfono y respondió que sí, que hacía mucho frío. "¡Muuucho frío!" resolvió él yéndose a otro lado, contento tras haber hablado con una chica guapa.

Es rubia, joven, del Este, bajita y menuda, graciosa, callada. Viene ya desmaquillada y se le nota en la cara que casi esconde sobre el teléfono. A veces ríe bajito con algo que esté viendo; las más permanece silenciosa, comiendo churros mojados en colacao. Y al final se levanta del taburete, se pone la cazadora dejando caer la rubia cabellera fuera y dando un saltito se ajusta los jeans que, por cierto, le quedan como un guante. Dice adiós y se va a dormir cuando el sol ya sale por el horizonte.

Volví a llamar al proveedor. No vino la semana pasada y ya iba notándolo en mis existencias. Esta vez lo cogieron pero no era él.

- ¿Hola? -dijo una voz
- Hola, soy Kufisto, del...
- ¡Ah, hola, Kufisto! ¿qué necesitas? -Era el jefe, recordaba su voz de otras veces.

Se lo dije. Y no sé si fue que pregunté yo o se explicó él pero me dijo que el vendedor habitual estaba de baja por un problema y tal...Y no me gustó el tono de duda que empleó para decirlo.

El chaval es un chico que parece como si acabara de oír un portazo a sus espaldas. De mediana estatura, muy delgado, frente huidiza y grandes entradas en el pelo, tiene una mirada de esas que parecen mirar al otro como a alguien que va a preguntarle algo de vital importancia que él no va a saber responder. Le costó bastante relajarse un poco, algo que por otra parte no ha conseguido del todo. Con el tiempo, viendo que es un buen chico, hicimos una cierta amistad comercial. Hace un par de años me contó que acababa de ser padre y le felicité. Por primera vez vi una franca sonrisa en su rostro, cosa que, como a todos, le sentaba muy bien. Desde entonces suelo preguntarle por su hijo más por cortesía que otra cosa. Él responde de la mejor manera que le permiten sus nervios, quejándose un poco de esto y lo otro pero muy contento de su primera criatura.

El otro día se levantó con la garganta inflamada y fue al hospital. Le miraron y vieron que era cosa de los ganglios y que había que hacer una biopsia. Y en fin, que según su jefe en esas está, esperando el resultado.

Tuve un rato que me quedé casi solo y la mañana pasó lenta, muy lenta, hasta que llegó más gente y me dieron cosas que hacer.

Josemari llegó otra vez al bar cuando yo estaba solo en la puerta, a punto de irme, fumando un cigarrillo en espera del relevo. Esta vez venía andando con el palo de escoba que usa para escarbar en las profundidades de la basura. La tarde era gris y ventosa. Las nubes bajas amenazaban una lluvia que todavía a esta hora no ha caído. Le di un cigarrillo y apenas hablamos. A él se le nota más que a mi el paso del día a la noche. Por la tarde no está ni la mitad de contento que cuando amanece.

Venía de ver a su madre, a esa gitana húngara que parió 17 veces donde y como Dios quiso y que ahora, a sus 97 años, pasa los días en una residencia para ancianos.

- ¿Y qué hace? -le pregunto a Jose
- Nada. Mirar por la ventana. Ya casi nunca se acuerda de mi.

- Va a llover -dice un rato después


Y en silencio se va calle arriba, a su casa, con su idolatrada y estéril mujer, cabizbajo, dando golpecitos en la acera con el palo de la escoba.


Mañana tendremos otro amanecer al que cantar.

sábado, 26 de enero de 2019

TARDE

Salgo a la calle y apenas bastan diez pasos para pensar que he hecho bien en no quedarme en casa. Al primero que veo es al viejo. Había otro hasta hace unos meses, puede que ya esté muerto; le vi ir apagándose poco a poco con el paso de los años; pasaba por la acera del bar, sin entrar; una vez lo hizo y fue para devolverme un paraguas que mi hermano le había prestado la tarde anterior; fue la única vez que hablamos en todo ese tiempo; vestía bien, como si tuviera alguien que le cuidara. Yo siempre le vi solo.

A este otro viejo lo llevo viendo muchos años, no podría decir cuantos. Casi seguro más de diez, puede que veinte no sean demasiados, no sé...El tiempo se difumina en determinadas situaciones; su relatividad y todo eso. Este también pasó al bar una vez. Fue hace poco y fueron dos veces, ahora que recuerdo. Ambas en compañía de una mujer sudamericana, una señora ya de edad pero menos vieja que él. Casi no podía creerlo cuando le vi dentro del bar. Y menos en compañía de una mujer.

Tiene todo el aspecto de haber sido agricultor: la piel curtida, los ojillos recelosos y la boca pequeña, casi sin labios; de frente estrecha y manos grandes e hinchadas siempre juntas tras la espalda; la tez roja, sanguínea, y la cabeza un tanto baja, como descargada por la nuca, hinchada de tal manera que recuerda la testa de un toro pero sin la agilidad de estos en el cuello, que lo tiene como atrofiado, tanto que le cuesta horrores girarlo, cosa que soluciona parándose y dando medio paso a un lado.

Las dos veces que entró al bar tomó café, igual que la mujer. Pagó él de la manera que yo esperaba, como si le doliera.

Este último mes ha venido un par de veces al bar otro viejo con una sudamericana, esta más joven que aquella y de mejor ver. Ella pide cerveza sin alcohol y él café solo, del cual se deja casi la mitad. Ya se iban el otro día cuando la mujer le dijo al viejo que esperara un momento mientras iba al servicio. El viejo, obediente, lo hizo en la puerta. La mujer salió, recogió su bolso y me dijo hasta luego en ese tono de natural tan meloso, tan femenino, que gastan las hembras de aquellas tierras. Y yo le respondí lo mismo con el añadido de guapa.

Hacía un atardecer espléndido para ser del mes de enero, sin duda el más frío de estas en las que nací. Llevamos así unos días y parece que así lo acabaremos. Apenas he salido a andarlo. Voy al bar, salgo y me encierro en casa a ver aburridos vídeos de Youtube. La pereza es el peor de los pecados. De él nacen todos los demás.

Un par de chicas jóvenes se acercan. Me fijo en la del triste semblante, anguloso, una de andrógino aspecto, y pienso que podría ser bastante más atractiva a poco de que se lo propusiera. Hay bellezas escondidas, bellezas robadas a ellas mismas, que más que ocultarlas las agrandan a los ojos bien entrenados. Quizá ellas lo hagan porque eso es lo que quieren. Las mujeres saben lo necesario por instinto.

Cruzo la avenida y bordeo el parque. Unos chavales, cuatro, están jugando donde los gatos suelen tomar el último sol. Uno le da patadas a un balón de fútbol; dos están intentando doblar el patinete con la ayuda de la reja que mal guarda el terreno del edificio abandonado; y el otro está sentado mirando su móvil.

El rumor del polideportivo llega del otro lado del parque. La gente grita excitada a lo lejos mientas una joven pareja se acerca andando por el carril bici. No van cogidos de la mano. Ella es atractiva y él un aprendiz de malote. Ella va diciendo algo con sus rojísimos labios y él responde moviendo los brazos. Es alto y delgado, la cabeza pequeña y el pelo a medio rapar por los lados. Viste deportivo, holgado, de blanco por arriba y negro por abajo.

Llego al pequeño paso de cebra que da acceso a la rotonda de una de las entradas secundarias al parque. Viene un chaval en bici con un perro atado. Le cedo el paso y cuando está más cerca veo que es ese chico que viene al bar a comprar tabaco para él y su madre. Nos saludamos. Creo que le ha costado reconocerme. Una gorra hace bastante. Y más cuando te ven donde no te esperan.

Sólo viene una pareja tras ese pequeño paso de cebra. La tarde es buena pero también es sábado y la gente hoy está a otras cosas. Son un poco mayores que yo, que ya es bastante. Andan rápido. Él mirando al suelo y ella al frente mientras habla. Los dos tienen las huellas propias de la edad que ya deja pocas. Al cruzarnos sé que ella me ha mirado de reojo.

Por fin el buen sol de frente sin nadie ni nada haciéndole sombra. Son unos pocos minutos. Es el final del pueblo en el inicio de mi camino. Pronto sólo calentará mis espaldas.

Unos motoristas aceleran parados en uno de los stops de aquella gran rotonda que da acceso a mi tierra. Todavía está en obras. Van a ponerle algo dentro. En el perímetro ya se lee completo el nombre de nuestro pueblo.

Y entonces pienso que ya he visto lo necesario, que ya tengo lo suficiente para escribir una historia y que ya es tontería seguir caminando por ahí, de espaldas al sol y a la primera luz de las farolas, y que lo mejor que puedo hacer es abreviar y volver a casa rodeando el parque.


Hay muchos coches aparcados en las cercanías del polideportivo. Poco a poco, desde la otra acera, oigo como regresan aquellos gritos excitados. Camino de regreso a casa. El último sol de hoy templa mis espaldas.

Camino sin querer ver para no olvidarme de lo que ya he visto. Pero veo mustias parejas a medio separar que bajan de sus coches para entrar al parque con sus nerviosos hijos. Al final del paseo, en su última curvatura, hay una tía toda de negro hablando en lengua extraña aunque ya familiar por teléfono. Me echa un vistazo, se da la vuelta y sigue hablando.

Unos pasos más allá, apoyada en las barras metálicas que limitan la calzada de la avenida, una muchacha en flor habla por teléfono. Ella me ve pero no me mira. Tiene la melena rizada, dorada como un sol naciente, y se lleva un dedo de la mano derecha a la boca mientras escucha el móvil con la izquierda.

Cruzo por el paso de cebra y estoy en la plaza de toros. Con cierto cuidado la bordeo mirando al suelo. Una mañana encontré a un viejo borracho inconsciente, sangrando por la cabeza tras caerse en ese infame pavimento que más parecen olas que suelo. Había una mujer junto a él sujetándole la cabeza y otro tío llamando por teléfono.


Estoy a punto de llegar a casa cuando veo a una cajera del super de al lado que triunfal sale de él en compañía de dos tíos tan rientes y golfos como ella. Y al verla me acuerdo de la hermosa chica de los ojos cansados que a primera hora de la mañana viene al bar a tomarse un colacao y un par de churros antes de irse a descansar tras pasar otra noche en la cara oculta de la puta luna.


- Adiós


Adiós.



miércoles, 23 de enero de 2019

COMUNIÓN Y LIBERACIÓN EN LA RECTA DE META

La yaya enviudó cuando yo era todavía un niño. Recuerdo pocas cosas del abuelo. Una tarde que pasó a consolarme a la habitación donde estaba castigado por alguna gran trastada es lo más vivo de él que guardo en la memoria. Yo lloraba a moco tendido y él me acariciaba el pelo hablándome bajito. Luego creo que mi madre levantó el castigo, aunque esta no es cosa que pueda asegurar. También recuerdo la mañana que murió por sorpresa y los días que siguieron. Un comentario mío a destiempo tras su entierro logró la reprimenda de alguien a quien desde entonces no volví a mirar con buenos ojos aún sin recibir otra cosa de su parte que sonrisas, tanto antes como después; yo era un niño, joder, un niño que estaba viendo de llorar a su madre y dijo aquello por decir algo, sin saber siquiera si alguien iba a escucharle. Me hicieron daño aquellas palabras; los colores me subieron al rostro hasta hacérmelo arder, no sé si de vergüenza, de odio o de una mezcla de las dos cosas, aunque seguramente sólo sea yo quien todavía no las ha olvidado. Fijo que quien las dijo se olvidó de ellas al momento. Yo callé. Y no las he olvidado.

El abuelo era un hombre bajito, humilde, mujeriego, de gracioso bigotillo y mejor humor. Le gustaba andar con la gente, los chistes y echar unos vinos cuando podía, aficiones todas que compartía con su famoso yerno, tal y como mi padre me confesara muchos años después durante su enfermedad: "le gustaba venirse conmigo por ahí. Yo me lo llevaba a sitios buenos y tenías que verle lo bien que se lo pasaba, lo a gusto que estaba conmigo...Era un buen hombre tu abuelo. Qué tiempos aquellos"

La yaya enjugó las lágrimas (no muchas por lo que fui sabiendo después) en la religión, algo a lo que nunca le había prestado la menor atención más allá de la obligada. La yaya (que no abuela, no le gustaba que la llamaran así) era por entonces una mujerona de poco más de cincuenta años. De genio vivo y natural antipático, había sido muy guapa en su juventud y supongo que siempre se tuvo por más que su marido, tan poquita cosa también en lo económico. Como y porqué terminaron casándose es algo que no lo sé ni creo que lo sepa nunca, aunque pueda suponerse.

Dentro ya de una de las sectas oficiales de la religión católica (creo que "Comunión y Liberación") se dedicó por entero a vivir con su nueva familia. Todos los hijos ya estaban casados y los nietos no teníamos muchas ganas de ir a su casa en vista de su escaso entusiasmo. No era ella mujer de vivir lo que le quedara viendo como íbamos creciendo. Empezó con los encuentros, las convivencias y los viajes: Tierra Santa, Lourdes, Fátima...todo eso. Cuando vino el Papa con su "Totus tuus" entró en una especie de éxtasis ante lo que habían visto sus ojos en la peregrinación que su grupo había hecho a Madrid. El entusiasmo era tal que resultaba casi grotesco. Tenía todo el salón con banderitas y cachivaches varios de todo aquello. Le brillaban los ojos hablando de lo pasado. Un fervor bestial, como de quien por fin acaba de descubrir algo que le gusta sin necesidad de nadie que se lo indique, brotaba de su boca en torpes palabras que conjuraba con la confesión de su incapacidad para expresarlas. Sus hijas, tan indiferentes a lo religioso como lo había sido ella misma, la miraban con una mezcla de estupor e incredulidad no exenta de cierto descanso ante la idea de que así, dedicando el tiempo a "esas cosas", las dejara tranquilas. Y eso fue, más o menos, lo que pasó, pues muy bien sabía ella que poco tendría que rascar con el tema en sus hijas, aparte que no creo ni lo intentara una vez que había conseguido la posibilidad de vivir por primera vez libre de toda carga; sin olvidar que por mucha comunión y liberación que gastes nadie tiene tan mala memoria como para dejar de saber que es muy posible que el mal hecho no haya sido olvidado del todo por la otra parte.

Los años pasaron y el entusiasmo inicial por la comunidad fue apagándose entre las consabidas rencillas y envidias siempre tan presentes entre quienes se creen los elegidos. Al final la dejó y desde hace un par de años vive en una buena residencia para ancianos, una privada en la que no le falta de nada y a la que las dos hijas que le quedan vivas van a visitarla todos los días. Tiene la memoria peor, aunque dice recordar a los dos hijos que le faltan cuando mi madre le enseña las fotos.


- Les da besos y dice "qué buenos eran", aunque ha olvidado los nombres. Del mío y el de tu tía casi que tampoco. Está ahí toda tiesa, bien seria, con su bastón, sin hablar con nadie. Las enfermeras nos dicen que se las ven y las desean para mantenerla controlada, que ha de ser lo que ella quiera cuando ella quiera, como siempre... Llegamos nosotras y tiene que ser lo que ella diga, que si andar por aquí o por allá, que si sentarnos, que si ir a cenar cuando no es la hora, que si las pastillas que se ha tomado poco antes, que si quiere comer esto y le decimos que no puede...Nos sentamos en la cafetería y hablamos. Es como hacerlo con una pared, pero se ve que le gusta que estemos ahí, con ella, que no la hayamos olvidado. Yo le cojo la mano y la acaricio. Y cuando nos vamos siempre dice: "¡No os olvidéis de venir mañana!" Y siempre se queda mirándonos hasta perdernos de vista...Y te lo podrás creer, Kufisto, hijo mío, pero es ahora cuando más la quiero. Después de todo lo que me hizo pasar...

jueves, 17 de enero de 2019

PACO 2

La primera vez que vino al bar tuvimos un leve intercambio de pareceres.

- Echa más -dijo al ver que la botella de whisky amenazaba con volver a estar boca arriba
- Si te echo más, te cobro más
- Tú echa, echa...

Paré antes que dijera que lo hiciera cuando ya el vaso de sidra estaba de whisky por su mitad. No protestó.

- ¿Qué te debo?
- Cinco euros
- ¡Cinco euros!
- Cobro la copa normal a cuatro y medio. La que vas a beberte debería cobrártela a seis
- Bueno, vale...

Sacó un billete arrugado del pantalón y pagó.

Algún tiempo después volví a verle. Yo estaba sentado en la terraza, fumando en espera de la llegada de algún cliente, cuando lo vi cruzar la rotonda por la calzada. Caminaba rápido a pesar de su enorme barriga colgandera. Hay tíos sorprendentemente ágiles para sus panzas. He conocido a unos cuantos. Uno de ellos, Paco "el Gato", era célebre por la enorme velocidad que adquiría cuando la policía le perseguía tras una de sus visitas a los cepillos de la iglesias. No lo cogían nunca, o eso se decía. Luego sí, lo cogieron y pasó algún tiempo en la cárcel entre unas cosas y otras, como zurrarle a su mujer cuando volvía hasta el culo a casa, aunque esto, en aquellos tiempos, no creo que fuese lo mollar de la pena. Yo a Paco le soltaba veinte mil duros para que fuera por el tabaco del viejo bar y siempre volvía con el recado. Claro que esto fue ya después de salir del talego, cuando las borracheras eran muy de vez en cuando y sólo era otro tipo más que andaba por allí con las manos en los bolsillos y la media sonrisa irónica en los labios. Y claro que no fui yo quien decidió que Paco se encargara del cometido sino mi padre, a quien respetaba tanto como estas gentes solían respetar a quienes no los trataban como apestados. Paco volvía con la bolsa llena de cartones de tabaco y yo le daba un paquete de Ducados. Llega un momento en la vida en el que la gente, los desgraciados, sólo piden poder estar en un sitio como los demás, sin el temor o la sensación de ser rechazado. Y una vez encontrado ese lugar se cuidan muy mucho de perderlo, que para perder los papeles ya tienen esos pobres bares que sólo pueden vivir de quienes pierden los papeles. En el nuestro, en el viejo bar, Paco sólo bebía los cafés a los que mi padre le invitaba.

El tipo cruzó la mediana por la calzada y vino donde yo estaba sentado.

- ¿Tienes un cigarro? -me preguntó
- No, es el último -contesté

Se quedó un momento mirándome sin insistir y ya por la acera subió calle arriba no sin pararse de vez en cuando para volver la cabeza hacia mi, como si no se creyera lo que acababa de suceder. Tiré el pito y pasé al bar.

Vino un rato después. Pidió un whisky con cocacola y le eché la medida de la otra vez sin que me dijera nada.

- ¿Qué te debo?
- Cuatro cincuenta
- ¿Hoy no me cobras cinco?
- No, hoy no.

Desde entonces se los cobro a ese precio.

Pagó y después se bebió otros dos. Compró tabaco y me contó que venía del hospital de ver a su madre que estaba ingresada. A ella, o al padre, le había cogido la pasta, un billete de cincuenta pavos. Parecía haberse olvidado del supuesto desaire anterior. Un billete de cincuenta euros puede perdonar muchas supuestas afrentas, incluso las reales.

Un mediodía de un domingo (lo recuerdo perfectamente) vino al bar por lo suyo. La gente había empezado a llegar y yo ya andaba liado. Cuando lo vi aparecer no me hizo gracia. Las otras veces habían sido todas a horas libres, de mañana o tarde, cuando poco importa quien ande por allí mientras no dé problemas, pero una mañana dominical, una mañana de lucimiento, no era el horario más apropiado para alguien como él.

Que es gordo ya lo he dicho; que luce panza colgandera ya sea verano o invierno también, o casi; pero es que aparte no tiene trazas de ser muy limpio, incluso de ser un poco cerdo, y esto unido a su descuidada vestimenta, a una cara un tanto abotargada, a la descuidada barba y a una mirada casi que eléctrica no deja de causar cierto repelús entre las gentes de bien, aunque sólo lo sean porque se echen desodorante y vistan con un cierto esmero. Por no decir que ver a alguien así bebiéndose un copazo a la una del mediodía no es una visión agradable para muchos de quienes yo vivo.

Digo que recuerdo bien el día porque dio la casualidad de que un viejo amigo se encontraba en el bar con su chica, y este cuando viene sólo lo hace los domingos. El tipo lo vio nada más entrar y se puso junto a él, se conocían, habían hecho negocios de jóvenes y tal, y un tanto avergonzado mi amigo tuvo que aguantar la brutal conversación en presencia de su dama; poco después se salieron a la terraza y él con ellos. Al rato mi colega volvió a entrar para pagar e irse y mientras lo hacía me contó por encima la pieza que allí se quedaba, un auténtico cabronazo por lo visto, una especie de loco peligroso que hacía tiempo andaba medicado por haber abusado de las drogas. Mi colega se marchó, el otro lo hizo un rato después y yo seguí con lo mío.

Resulta curioso como cambian las cosas según te las cuenten o no. Ya me ha pasado muchas veces en la vida encontrarme en situaciones a priori complicadas y si yo desconocía su naturaleza las solucionaba favorablemente, como por instinto, cuando en las ocasiones en las que me encontraba sobre aviso no lo hacía bien, al contrario, la cagaba o casi. Es como si la vida te diera una lección, como si dijera que no es como te la pintan sino como la ves, que leer y disfrutar "Mazurca para dos muertos" está bien mientras no quieras escribir "Mazurca para dos muertos (segunda parte)" y sí "Tío gordo, cerdo y borracho viene a mi puto bar (episodio 606)", que lo mismo conoces de quienes te sonríen y alaban tu maestría en los arroces los domingos al mediodía que del bruto que viene a por su dosis de alcohol, que no sabes nada y que lo que sabes está equivocado, que todo son supuestos, que todo son disfraces y que lo única variable es si tienen cincuenta euros en el bolsillo, que en verdad ni a ti mismo te conoces, que por otra parte tampoco eres ningún santo...

La última vez que le he visto ha sido hoy. Hubo alguna otra después de aquella y siempre bajo los mismos parámetros: mediodía de diario, primera hora de la tarde, poca gente o casi nadie en el bar y ya.

Hacía un frío de tres pares de cojones. Eran las once de la mañana y estábamos a menos uno. Yo había llegado al bar a eso de las siete y media y eran menos cinco los grados que lucía el luminoso termómetro de la farmacia. En el bar estábamos a veintitrés y medio, una temperatura ideal. Y entonces vi entrar a este con el final de su panza colgando a pelo bajo la camiseta y el ligero abrigo medio abierto que llevaba.

"La madre que lo parió" pensé al verlo.

Uno toma verduras, ajos negros en ayunas, agua mineral, grasas y frutas buenas, evita el pan y los azúcares, lo procesado, la farmacia en la medida que puede, anda y hace ejercicio, se lava las manos con agua constantemente en el trabajo, lee y ve vídeos de conocimiento, abomina de la televisión y se pone condón para que se la chupen y luego llega la Navidad y pilla un catarro, o le sale una verruga, o un grano, o un cuerno que no sabe qué coño hace ahí si él no ha hecho nada tan malo como dicen, salvando las consabidas y casi obligadas excepciones...

Me ha dado más asco verlo entrar así, con las carnes bajas al aire, que el hedor que esta vez desprendía, verdaderamente insoportable.

- Una copa, Kufisto

La madre que lo parió. Es la genética, estúpido, la puta genética.

- ¿Qué tal? -le he dicho- ¿como va eso? ¿al hospital? -pensando en su madre, o en su padre, o en los dos
- Sí, hoy es cosa mía. Voy al centro.

No he preguntado. He supuesto que es algo para alcohólicos o parecido. He vuelto a sentarme en el taburete del rincón para seguir leyendo en Burbuja lo del niño en el pozo y el aniversario de la muerte de Bobby Fischer. Paco el Gato II, a metro y medio de mi, apestaba más que nunca, como si hubiera pasado la amanecida apartando caballos salvajes, marcándolos y todas esas mierdas. Tanto era el hedor que me pasé a la barra, al ordenador de la otra esquina.

- Kufisto -dijo mientras yo leía de los tubos horizontales, verticales y transversales que la Guardia Civil y una banda de suecos están haciendo para rescatar a un niño de dos años y medio que ha caído cien metros por un pozo con una abertura de veinte centrímetros.
- ¿Qué?
- ¿Tú tienes mujer?
- No
- ¿Y novia?
- No
- Pues yo quiero una mujer.

Me acerqué. Volví a sentarme en el taburete del rincón.

- Quiero una mujer, Kufisto -dijo con una mirada propia de quien sigue sufriendo las violentas erecciones de los trece años.
- A veces las mujeres son un problema, Paco.
- Odio el campo -dijo con un odio concentrado, puertohurraquesco
- ¿Trabajas en el campo?
- Sí, en el de mi padre. Ahora viene la época de poda, hasta marzo o abril...Catorce mil cepas...
- Hostia puta
- Sí...entre mi hermano y yo, con las tijeras...odio el campo...lo odio
- Ya...

A todo esto seguía bebiendo como bebe, a pequeños y constantes sorbos.

- Cuando se mueran mis padres -dijo- lo vendo todo. Con mi hermano, claro. Él tiene 57 y yo 51. Los dos estamos solteros. Odio el campo, Kufisto, lo odio con todas mis fuerzas...¿Ves el programa de Ramón?
- ¡De qué Ramón? -dije yo pensando en aquel García, que no veo un programa desde hace veinte años.
- ¡De ese que sale en Castilla la Mancha, ese que junta parejas!
- No, no lo veo
- Pues tienes que verlo. Allí tú mandas que buscas esto y allí que te vas. Luego te llaman y quedas con esta y con la otra. Yo estoy muy solo, Kufisto, muy solo...Quiero una mujer. Mis padres tienen que morirse y después venderemos todo. Odio el campo, no da nada más que trabajo y trabajo...lo odio
- Ya
- Ponme otra copa
- Claro


Daban las doce cuando se largó al "centro".


Y dudé entre retomar la dosis de amoxicilina o darle al extractor.

viernes, 11 de enero de 2019

UNA BUENA SONRISA

Es tan raro encontrarse con una mujer que te sonríe...

Una sonrisa permanente, confiada, de apariencia verdadera, una sonrisa que dice cosas porque le gusta estar ahí, en el mismo sitio que estás tú, sin obligación alguna de hacerla ni gestada en un cursillo de atención al cliente en la Fundación del Ayuntamiento.

Uno está acostumbrado a la profesionalidad en las breves relaciones que mantiene con las mujeres: la muchacha de la tienda de los frutos secos, la chica de la administración de loterías, la mujerona de la tienda de la miel y los ajos negros, las cajeras del centro comercial, siempre tan concentradas, aburridas y seguras en su trabajo que te miran como a un paquete de tomate frito al pasarlo por el lector del código de barras...Algunas te sonríen y otras ni eso, pero en los dos casos no tiene significado alguno: no es a ti, es a tu dinero.

También están las putas y las que te cruzas por las aceras mientras caminas, estas siempre como temerosas de no sé qué, es algo que puedes sentirlo, yo ya ni las miro cuando me veo lo suficientemente cerca de ellas; y si ha anochecido y eres tú el que va por detrás oyen tus pasos, giran nerviosa y disimuladamente la cabeza y casi que puedes oír el grito que están incubando, tal que el aura previa al inminente ataque epiléptico. Las putas sí, te sonríen igual que las del párrafo anterior. El caso es que si no hay dinero das algo así como miedo y asco. Y si lo hay casi que lo mismo con el sólo añadido del interés en la inmensa mayoría de los casos.

La chica vino esta mañana al bar por sus cafés para llevar justo en el peor momento, cuando un grupo de gente de la misma empresa en la que ella trabaja aunque muy por encima de categoría estaban ya sentados esperando los desayunos que yo iba preparando casi que con el último bocado del mío aún rondando en mi boca. No es esa forma de hacer digestión alguna pero ya estoy acostumbrado. Haber estudiao como ellos.

La chica asomó la cabeza desde la puerta y con una gran sonrisa pidió lo suyo. Sin duda estaba fumando y por eso todavía no pasaba dentro. La mañana era gélida pero no lo bastante para olvidarse de la nicotina. Le dije desde la cafetera que esperara un momento que iba a ser un poco largo, dijo que sí y cerró la puerta. Pasó cuando aún estaba liado y esperó mirando su móvil, o eso creo y supongo. Terminé de servir los desayunos entre muestras de la excesiva educación de quienes sin duda alguna piensan que eres inferior a ellos y acto seguido me puse con los cafés de la chica.

Una de las tapaderas estaba rota, era la última y tuve que montar la de Dios para sacar el paquete que guardo de ellas allí donde lo pondría mi más encarnizado enemigo. No suelo servir muchos de estos, lo que unido a que estas cosas siempre pasan en el momento más inoportuno dio motivo a mis amargas quejas que sin duda ella oyó.

- ¡No me pongas cucharillas que tenemos! -dijo ella a mis espaldas viendo como hurgaba en el pequeño armarito que contiene los cachivaches de uso poco frecuente. Casi puedo decir que lo dijo medio riendo.
- ¿Quieres azúcar?
- ¡Sí!

Se los llevé. Una de las tapaderas no acababa de cerrar bien.

- Espera un momento -le dije intentándola meter en su sitio
- ¡No importa, no importa...Si nos los vamos a beber ahora mismo!

La metí y entonces vi que sonreía muy bien.

No sé cuanto tiempo llevará viniendo por aquí. Puede que un par de semanas, un mes o dos, no sé. Suele venir con su otra compañera, pero se ve que hoy hacía demasiado frío para esta, que es algo mayor. La verdad es que nunca les he hecho mucho caso. Dos mujeres de diferente edad, ninguna especialmente llamativa, que esperan sus cafés no diarreicos para llevárselos de vuelta al trabajo. Y los de ellas siempre son para llevar.

La chica volvió esta tarde, a última hora. Yo llevaba un rato que no hacía más que mirar los relojes, el de la pared oculta, el del móvil y el del ordenador. Mi único cliente en ese momento, un jubilado que viene al bar cuando le toca, llevaba quince minutos dándome una lección no pedida de los usos y costumbres de su pueblo en las pantagruélicas fiestas de los santos. Ya tenía el techno puesto a buen volumen desde antes que él llegara, cosa que parece no importarle pues jamás ha dicho nada. Él suele sentarse en un taburete del otro extremo de la barra y así, mientras Boris Brejcha y compañia suenan por los altavoces, yo sentado en mi sitio del otro lado y él en el suyo, charlamos a viva voz del equipo de fútbol de su pueblo (va bien), de los problemas físicos (no graves) de su anciana mujer, de los usos y costumbres de su joven nieta (está harto de tanta tontería de la juventud) y del desastre de sociedad que hay en nuestros días (cosa en la que coincido y donde, desde mi experiencia como camareta, suelo añadir algo que acaba por escandalizarlo)

La chica llegó y se sentó en mitad de la barra, pidió un café, le pregunté si era para llevar y con una gran, gran sonrisa contestó que esta vez no. Era la primera vez que se tomaba uno allí.

Bueno, la competencia no era feroz, así que no recuerdo como fue que nos pusimos a hablar, ella siempre sonriendo, yo me contagié y también sonreí, pude darme cuenta de ello mientras lo hacía, "¡coño, estoy sonriendo de verdad!", llegamos incluso a reírnos hablando de algo. Dijo que se iba a su pueblo a pasar el fin de semana, no le pregunté cual, tampoco nos presentamos y poco después se marchó hasta la semana que viene.

Uno puede saber cosas de las mujeres, creer que sabe cosas de las mujeres, pensar que es mejor pasar de las mujeres, vivir como si el mundo de las mujeres fuese un inmenso centro comercial apoyado y dirigido por las Fundaciones y luego, una tarde que miras los relojes, encuentras a una que sonríe contigo.


Y todo lo demás se difumina como un azucarillo en un café más que cargado.


martes, 8 de enero de 2019

EL GORDO GRANUDO

Nos encontramos en el pasillo destinado a las galletas y los bollos del centro comercial. Yo salía de él tras pasar más tiempo allí que el gastado en hacer el resto de la, por otra parte, sucinta y rutinaria compra de los lunes. Al final, después de casi dejarme los ojos leyendo la letra pequeña de los productos en busca del que fuera menos venenoso, me decidí por esas caras galletas francesas rellenas de chocolate de las otras veces. Y al salir con ellas del pasillo, sonriendo al recordar que había sido poco más o menos como cuando de chico iba al vídeo club más recóndito de la ciudad para pillar algo de porno del bueno, que nos topamos casi de bruces. Y fue como si verdaderamente nos hubiésemos pillado en el pasillo guarro de aquellos vídeos clubs periféricos.

- Hola -dije yo de camino a mi carro
- Eh...hola -dijo él de camino a sus galletas como quien ve en modo FF los títulos de copyright y créditos de "Sexy french Marylin"

Y eso fue todo.

Hubo un tiempo en el que fuimos amigos. Yo había dejado por imposible a la última pandilla de amigos que tuve y andaba de acá para allá, con estos y con aquellos pero siempre solo. Y ya no recuerdo como fue que di con estos.

Eran tres, a veces cuatro si no recuerdo mal. Uno era este, alto, feo y gordo granudo; luego estaba "el guapo", un tío raro y bien peinado, uno que siempre estaba discutido con la novia, o lo había dejado, o qué se yo, pero que cuando bebía le daba por conducir como un kamikaze por la ciudad, ante el espanto de aquel y mis risas; luego estaba el chico judío, un chico inteligente, callado y discreto, uno que miraba a su alrededor como si todo el mundo supiera que era un maldito judío; y por último recuerdo a otro, un tío algo mayor de grandísimas narices y gafas de director del botones Sacarino que creo era primo del primero y que cuando lograba vencer su fobia social para salir a tomar algo con nosotros se me quedaba mirando con una intensidad tal que a cualquier otro le hubiera molestado. Indudablemente le habían hablado de mi y supongo que me vería como al chico de la moto o algo así.

Solíamos frecuentar bares de barrio. Bebíamos cerveza y vino y charlábamos de "cosas inteligentes": cine y literatura, política y filosofía, y todo eso que uno cree el súmmum cuando apenas ha saltado los veinte años. Yo venía de un mundo donde las centraminas se comían como juanolas y el speed rulaba como las sacarinas en una merienda de marujas.

Mujeres había pocas o ninguna, que yo recuerde. El gordo estaba resignado a su suerte, el guapo no hacía más que hacerse el interesante bajo su perfecto peinado y su casi perpetuo e indiferente mutismo ante las conversaciones y el chico judío escuchaba y hablaba poco durante las discusiones que manteníamos el gordo y yo.

Por entonces yo era un provocador y me gustaba pelear a la contra, sea la que fuera, aunque normalmente solía coincidir con mis ideas. Al gordo se lo llevaban los demonios y todavía más cuando me escuchaba decir que "Mein Kampft" era un libro grandioso e incomprendido, por no hablar de "Los Protocolos de los Sabios de Sión" y sus verdades como puños. El chico judío sonreía (y comprendía) y al final todos acabábamos riendo a carcajadas ante cualquier burrada que a grandes voces me soltara el gordo granudo, ya seriamente tocado de jarretes de vino con gaseosa. Por cierto que acabé enrollándome durante algún tiempo con la hermana del chico judío, una chica de rara belleza a la que yo le gustaba por lo cabrón que era.

A veces íbamos a una especie de cochera o algo parecido que el gordo tenía por donde vivía con sus padres. Esa era su mazmorra o así, su sancta sanctorum, su guarida. Allí estaban sus libros, sus juegos de mesa, su porno, su música y todas aquellas cosas. Pillábamos bebida y marchábamos para allá. La verdad es que recuerdo muy poco de todo aquello, pero sí que una vez me dejó un libro de Freud, "La interpretación de los sueños", para que lo leyera a ver si podía hacer algo conmigo. Leí unas cuantas páginas y lo dejé de puro aburrimiento, aunque creo que no se lo devolví por un descuido y como poco después nuestra relación acabó creo que es uno de los motivos por los que me guarda cierta ojeriza.

El otro fue que una vez, años después y ya estando yo en el nuevo bar, apareció por allí y me dejó un cd o dvd con algo que había grabado, una cosa "artística" o parecida que había hecho y a la cual quería que yo le diera un vistazo y que después se la diera a alguien que vendría a por él, no recuerdo quien. Estoy por decir que ni lo miré, y si lo hice soy incapaz de recordar nada. El caso fue que yo lo dejé por ahí, entre el cerro de cedés que por entonces había que gastar, y al cabo de no sé cuantas semanas apareció uno preguntando por el dvd del gordo granudo. Yo ya ni me acordaba de él, y tras un buscar de mala gana por un rato le dije que no lo veía y que estaba casi seguro de habérselo devuelto a su dueño. El notas me miró un tanto raro y se marchó. Algunos días después vino el gordo granudo un tanto nervioso e hice por buscarlo otra vez, incluso le invité a que él mismo lo buscara pasando a la barra, cosa que hizo durante cerca de una hora sin encontrarlo. Y un tanto mohíno se fue no sin echarme en cara que debería haber tenido más cuidado, a lo que respondí que estaba seguro de habérselo devuelto y que realmente ni lo había visto ni me importaba una puta mierda.

Pasaron más años y una mañana apareció con sus compañeras de trabajo. Iban de viaje a su instituto de un pueblo cercano y no sé qué movida les había llevado a tomarse el café en mi bar. Gordo Granudo ya estaba casado con una chica que limpia mis escaleras y esto, sin duda, era otra pulla en su morrillo, por lo que no resultaba rara la cierta tirantez con la que respondía a mi franca alegría por verle, algo que por otra parte no me cuesta nada desde hace tiempo.

Nos hemos visto más veces por ahí, siempre en el mismo plan que en la sección de galletas del centro comercial. Me enteré de su paternidad de dos hijas y por pura casualidad de que es un consumado progre, pues de tal calaña es la leyenda que luce como frase de presentación en su wasap, cosa que vi una noche que estaba comiendo techo y me dio por mirar números de teléfono. Todavía lo tenía ante mi más absoluta estupefacción.


Gordo Granudo fue un buen amigo durante un tiempo. Era divertido charlar con él. Apasionado al hablar, se vencía de tal forma sobre sus gustos e ideas como sólo puede hacerlo quien está falto de amor cuando más falta le hace.

"El guapo" vino un par de veces al nuevo bar. Al final se había marchado a su lejano pueblo y no recuerdo qué me dijo estaba haciendo. Seguía tan bien peinado y autista como siempre. No le pregunté ni por su novia ni por su coche.

El chico judío también se casó, creo, aunque a este hace tanto que no le veo ni sé de él que ya es poco más que la emisora Latina de Spotify.

Del primo que me miraba como si yo fuera el coronel Kurtz recuerdo haberle visto una vez en algún sitio hace algún tiempo, aunque en esa ocasión ya lo hiciera más bien como si me hubiesen dado un puesto en el Congreso.

La chica judía acabó casándose con un compañero mío de estudios y ahora es madre de dos hijas.


El tiempo pasa y la gente más. Muchos se aferran a los recuerdos para seguir durmiendo. Otros se flagelan con sus mismas cadenas para no dormirse. Las fotografías de tu vida valdrán más que tus días llegado el momento. El sueño de los otros, tus sueños, dan el alto en la encrucijada que será eterna. La imagen en el espejo ya tiene lo mismo que ver que Dorothy en la granja de su tío. El Mago de Oz es un greñudo que berrea gilipolleces ante miles de gilipollas que le aplauden. Al conejo se lo comió el gato de tanto mirar el reloj cuando hubiera sido el burro quien debería haber estado pendiente del cronómetro.


La vida es bella, sí. Maravillosa cuando tu memoria lo deshecha casi todo para hacerle sitio a lo que viene después de la ducha.


Es lo bueno de salir mal en las fotos.