lunes, 1 de agosto de 2011
LA CAJA DE LOS ZAPATOS VIEJOS
No podía dormir, no se me iba de la cabeza lo de Carlos y su mujer, así que me he levantado y he salido a pasear por primera vez después de toda una semana. Ya sestearé mañana. O cuando sea.
Hacía una tarde extraña, enseguida me he dado cuenta que no iba a ir a ningún sitio, una luz pálida, como si el cielo estuviera envuelto en una tela, como si todo él fuera una ligera nube, como si estuviera nevando allí arriba, pero aquí abajo hacía calor, un bochorno indecible, y luego un viento abrasador, racheado, el maldito viento que todo lo jode y todo lo oye.
Iba caminando por donde siempre, sin encontrarme a nadie, oyendo canciones que hoy no me decían nada, cuando a lo lejos he visto el cementerio, ya tenía un sitio donde ir, de vez en cuando hay que regresar al pasado.
En la entrada estaba un gordo silencioso y cabizbajo junto a su bici, nos hemos ignorado y he pasado adentro, he mirado en el tablón de anuncios pero no he visto su nombre, ella no era de aquí, la enterrarán en su pueblo, había pensado en ir mañana al funeral, ya tengo una excusa para no hacerlo.
He ido a ver a los míos, recuerdo donde están, he estado muchas veces por aquí, no ha pasado el tiempo suficiente para olvidarlo, he rezado ante cada una de sus tumbas, maquinalmente, en blanco, me he descubierto y me he quitado las gafas de sol, convenciones, la muerte no quiere nada más. La muerte no quiere nada. Por eso es terrible. No puedes negociar con ella.
Uno de mis abuelos había perdido la C de su segundo apellido, la he encontrado y he intentado colocársela, al final he conseguido dejarla media puesta, no suelo pasear con un bote de pegamento fuerte en el bolsillo, quizá ya la habrá tirado el viento, seguro, al viento le encanta tirar las cosas, se vuelve loco tirando las cosas, y los muros...hijoputa. Tampoco creo que a mi abuelo le importe, lleva 30 años ahí y una C de menos no lo va a sacar, además que después de 30 años sin comer ni beber debe dar grima verlo, después de 30 años sólo provocas lágrimas en unos cuantos, cada vez menos, en el tiempo está el olvido y en el olvido el desierto.
Iba a marcharme cuando he reparado en los panteones; me gusta mirar las tumbas, ver los nombres, fechas de nacimiento y defunción, las fotografías, los Cristos y Madres Dolorosas, los ángeles custodios...la mayoría son del tipo standard, tarifa normal, pero algunos se dejan la pasta en la casa de sus muertos, auténticas obras de arte, siempre me maravilló ver esas figuras, crear expresión de algo muerto, llegas a emocionarte viendo esas esculturas que guardan el eterno sueño de sus moradores, día y noche, mes tras mes, año tras año, ellas están siempre allí, velándolos, cuando te mueres las piedras se convierten en tus mejores amigos, en tus únicos amigos, porque las ratas y los gusanos te acompañan por el interés. Y eso no es amistad. Tanto en la vida como en la muerte.
Algunos de los panteones datan de mediados del siglo XIX, albergan un montón de huesos, decenas de familiares, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, muchos niños de cuando nacer era toda una aventura, cuando de diez sobrevivían tres a los primeros años, y presidiéndolo todo un Cristo del Sagrado Corazón, una extraordinaria escultura con el corazón en la mano derecha y una mirada...no es que las piedras hablen pero a veces nosotros las oímos, para oír hay que saber escuchar, y el lenguaje de las piedras tiene su frecuencia aunque nosotros casi siempre estemos fuera de onda, pero hoy yo estaba dentro.
Después he hecho un ligero intento por encontrar la tumba de mi amigo Pedro, uno más, y otra vez sin resultado, no sé donde coño lo enterraron, recuerdo la zona pero son tantas...una vez creo que las repasé todas y no dí con la suya, miraría mal o la habrán cambiado, o la habrán tirado o yo que sé, pero sigo sin verla, tampoco la del tío Victoriano, me pasa lo mismo, la de Ángel sí, ésa sí, aunque hoy no he parado a verle, lo olvidé, el tiempo y esta tarde tan extraña...
Sentado sobre la lápida de un desconocido, en la más absoluta soledad, oyendo el canto de los pájaros y bajo la sombra de un enorme ciprés que danzaba al son del viento, he visto una tumba medio abierta sólo cubierta por unos trozos de madera podrida, oscura aún cuando al sol le quedaba un buen trecho del camino, he ido a ella y he mirado dentro, con cuidado, éste tuvo que ser un mindundi, hasta en la muerte hay clases, por no tener no tenía ni nombre, ahí abajo se vislumbraba una capa de cemento que supongo ocultará lo que quede de su ataúd, me ha venido a la cabeza la visión de una caja de zapatos viejos, como cuando te compras unos nuevos y metes aquellos en la caja de éstos, como si así pudieran regenerarse, como si de esa forma, dejándolos descansar, pudieran volver a ser lustrosos y brillantes, otra vez preparados para iniciar el camino...pero no, pasará el tiempo, los nuevos se convertirán en viejos y tomarán idéntico camino, hasta que un día tengas tantas cajas de zapatos viejos en el armario que no te quedarán más cojones que tirarlos a la basura, ya ni tú mismo recordarás si alguna vez te los pusistes, si anduvieron contigo parte de tu senda...el tiempo y el olvido.
Y un armario demasiado pequeño.
Para algun@s más que para otr@s.
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En mi ciudad hay un cementerio precioso "en la ladera de un monte, más alto que el horizonte" que cantaba aquél, desde donde se ve el mar.
ResponderEliminarTiene hasta visitas guiadas.
He estado allí paseando, sin lágrimas, como en algunos otros, en otras zonas muy lejos de la mía, pero curiosamente también se ve el mar.
Otra cosa muy distinta es ir a despedir a alguien a quién se quiere; o visitarle después. Pero no hablo de eso. Ni tan siquiera de los cementerios con miles de nichos.
Hablo de ir a determinados cementerios, para aprender; recordar quién somos, que somos finitos; enseñan muchas cosas de mundo, de la vida, de nosotros mismos, de nuestras proyecciones, del dolor, de la fortaleza...
Son extraños esos sitios...como la incógnita que albergan...
Un saludo, Kufisto
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