sábado, 17 de diciembre de 2022

PASEOS

 Es una de esas vivencias de la más temprana juventud que sin saber porqué motivo no se ha difuminado de mi memoria. Por supuesto no recuerdo nada de lo hablado en nuestra última hora de aquella madrugada feliz, íbamos borrachos, pero sí juraría ante quien fuera el lugar: una pequeña placita de la parte vieja del pueblo que poseía uno de los mejores bustos de don Quijote que haya visto. Supongo que fue esto lo que animó mi verborrea, algo que por otra parte no era nada raro en mi en aquel tiempo. También estoy por asegurar que ocurrió durante las vacaciones de Navidad más que en las de verano. Sí, hacía frío. De hecho nos fuimos del último garito los dos juntos para despejarnos un poco antes de llegar a casa. Una noche más no habíamos pillado cacho.

¿Qué tendríamos? ¿quince, dieciséis años? No más. 

Él vivía en Madrid y venía por aquí en vacaciones. Era primo de alguien de la pandilla (no consigo recordar de quien) y pasaba esos días en la casa de sus abuelos (esto lo he sabido hoy) Ya entonces era un chico fuerte y alto, aunque no guapo y sí muy inocentón. Imaginarlo en una pelea de aquellas era cosa imposible. Ni bebiendo se ponía violento. Esto es algo que con el tiempo he ido comprobando: la gente fuerte de verdad no se violenta hasta que no queda otra opción. Y ahora que estoy recordando aquellos años de esperanzas vienen a mi memoria algunas imágenes suyas en forma de pacificador entre etílicas disputas de colegas. Era verlo ponerse en medio con aquel corpachón, serio casi hasta el dolor y acabarse la tormenta. 

Éramos unos críos cuando vivimos aquella memorable noche de Navidad. Unos críos que habían bebido demasiado. Y allí, en la placita, sentados los dos en uno de esos estupendos bancos de mármol, con la fría noche clara y estrellada, en presencia del bárbaro Quijote de hierro fundido que retaba al cielo con la lanza de su siempre firme brazo a las estrellas, le dije tales cosas que acabamos dándonos un gran abrazo casi entre lágrimas. 

No pasó mucho tiempo más hasta que nos perdimos de vista.


- Hola, Kufisto -dijo.
- Hola, Antonio, ¿qué tal el paseo?. ¿Café?
- Bien. Sí.

Todavía no eran las diez de la mañana y yo ya lo tenía todo enfilado en el bar, guiso del mediodía incluido. Ayer me acosté antes de las ocho (tamaño era el cansancio) y hoy, nuevo como un recién nacido, desperté a eso de las cinco y media casi sin creer que se pudiera dormir tanto. 

Como podréis suponer por el saludo no es la primera vez que Antonio viene al bar. Pero sí puedo deciros que lo reconocí a golpe de vista la primera vez que lo hizo, aún pasados treinta años largos de la última vez que nos vimos. Esa mañana entro en compañía de uno de sus hijos, un buen bigardo, el mayor, un adolescente serio y con gafas pero que no me pareció tan grande como lo fue su padre a su edad. 

El gran cansancio de ayer y el pronto despertar de hoy se conjugaron para que hubiese algo más de tiempo. Y hablamos algo más.

Se metió en el ejército. Hizo carrera. Ha estado en muchas guerras. Ahora está más tranquilo, un buen puesto en el Ministerio de Defensa. Y bien situado se está viniendo al pueblo. Madrid, hoy más que nunca, no queda lejos del corazón de La Mancha. Una buena casa en el pueblo de sus ancestros, un casoplón en construcción en las afueras, en uno de los barrios nobles, el hogar definitivo para su familia, el último sitio, la última casa.


Antonio no pregunta nada. Sigue siendo aquel chaval que conocí. Va en el oficio. Va en el carácter.

Una vez, poco después de aquel sorpresivo reencuentro, le comenté algo de los viejos colegas y contestó que había estado con alguno de ellos. En su mirada vi lo que le hablaron de mi.

Pero sigue viniendo por aquí. Todos los fines de semana. Aposta viene a tomar el café de su paseo.


-Oye -le dije hoy- ¡A ver si quedamos un día para andar por ahí!
- ¡Claro, Kufisto, claro! -rió-



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