viernes, 21 de octubre de 2022

LA ÚLTIMA TARDE QUE TE VI EN EL BAR ESTUVE A PUNTO DE ACARICIAR TUS CABELLOS

 La última tarde que te vi en el bar estuve a un paso de acariciar tus cabellos. Un sólo paso de menos y lo habría hecho; pero el pensamiento, como tantas otras veces, llegó después de la acción. ¿Sabes que hay científicos que postulan la existencia de un intervalo de diez segundos entre lo que el cerebro percibe y las reacciones consecuentes? ¡Diez segundos! ¡Una eternidad! Pero un sólo paso no dura diez segundos. Y aunque ya voy siendo mayor no lo soy tanto. Sí, he visto andar a personas muy viejas, me voy fijando en ello. Les cuesta horrores dar un paso ayudados por el tacatá, tal vez dos o tres segundos; puede que mañana haga la comprobación con mi viejecita de todos los días. Espíritu científico. ¿Lo creerás, pequeña? ¡Yo! ¡Espíritu científico! ¡Jajajajajaj!

Claro que en tu caso es un poco diferente. 

La cosa pasó en la segunda vez que te dejé atrás. La primera había sido para tomar nota de las consumiciones de tus padres, tu querida hermana y, supongo, tu tío. Ya entonces me fijé en ti al dar media vuelta para regresar a la barra. "Me fijé"...¿como puede uno fijarse en unas décimas de segundo? Pero sí, me fijé, esa es la verdad. Tu sonrisa, eso fue. Tu sonrisa. La sonrisa que vi en tu rostro durante las décimas de segundo de un par de pasos de camarero se fijó en mi cerebro. A veces unas décimas de segundo en el bar dejan más huella que todo un paseo bajo un atardecer otoñal.

No era tu primera vez aquí, no, qué va. Eso empezó este verano, en la terraza. Bueno, no sé...quizá fuera en el anterior, sí. Seguro. Pero tampoco me hagas mucho caso. Tengo muchas dudas con respecto al paso del tiempo. Ayer, sin ir más atrás, lo pensé a cuenta de una memoria que yo creía más lejana hasta que Google me reveló que no lo era tanto. Google es una cosa bastante tonta, pequeña: es como una memoria sin alma ni espíritu. Bien, podrías objetar, a fin de cuentas es un robot. Sí, cierto. Y un robot está ahí para hacer lo que le han mandado. Pero ni tú ni yo somos robots. Somos seres sensibles que reaccionan de diferente manera según los estímulos, haya diez segundos entre ellos o no. 

El pasado domingo, la última tarde que te vi por el bar, empecé a sentirme raro de verdad. Ya el día anterior lo pasé medio jodido pero no le di importancia. Y no es que hubiese bebido la noche de antes, no, eso fue el miércoles de esa semana, que por cierto me dejó una resaca tan fuerte que casi no podía creerla, pero de eso ya habían pasado dos días enteros y más o menos estaba bien, listo para la siguiente. Pero el domingo...el domingo se me hizo largo de cojones. Hasta que a última hora entrasteis al bar.

La tarde era gris y amenazaba una lluvia que luego no llegaría. Y por primera vez en tu vida viste mi bar por dentro.

No había nadie más que vosotros. Tu querida hermana, una muchacha grande, dulce y hermosa, situó tu silla de ruedas junto a la mesa de todos, se sentó y te agarró la mano. 

Tomé nota. Y entonces, al irme hacia la barra, vi tu sonrisa. 


Sí, la vi. La vi, pequeña. La vi por primera vez. La sonrisa que siempre has llevado puesta, la que hoy, ahora que no te veo, seguirás llevando puesta. La gente, yo, no quiere mirar los abismos. Se marean. Nos mareamos.

Estabas preciosa con esa sonrisa. Mirabas a quienes hablaban, seguías la conversación con la mano de tu hermana sobre la tuya. Desprendías tal felicidad que me partió el alma. Ahí fue, cuando dejé los servicios sobre la mesa, que estuve a punto de acariciarte el cabello. Yo malo por mi mala cabeza y tú con esa sonrisa sin siquiera poder girar el cuello. 

Y tu sonrisa ante la conversación de los otros era como un milagro. 

Eras como Cristo en el Sermón de la Montaña. Así tuvo que ser. Así debería haber sido. 


Un paso, pequeña. Sólo me sobró un paso para acariciar tus cabellos. Quizá eso me habría ahorrado la terrible semana que he pasado.





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