sábado, 2 de julio de 2022

UN POCO DE WHISKY NO VENDRÍA MAL, KUFISTO

 "Esta tarde sí que sí -iba diciéndome- Dormir. Necesito dormir, descansar bien. Una hora de siesta en la cama con los ventiladores puestos. No simplemente cerrar los ojos, no. Dormir. Estoy tan cansado que creo que hasta la misma mente se tomará un descanso. No imágenes, no situaciones, no fantasías, no pajas recomendadas por los mejores farmaceúticos...nada. Dormir"

Eran las once de la mañana de un sábado más en el bar, el primero de julio, el mes en que el infierno pasa sus vacaciones en La Mancha. Doce horas atrás, reventado, me había ido a dormir con 31º oficiales, ni imaginar puedo los que habría en el dormitorio. Con todo y desnudo no tardé mucho en babear la almohada. Pero así, por más horas de desconexión que te echen, no es posible descansar. De ahí la importancia de la siesta previa, mucho más reparadora. No una larga, una de hora y media, o dos, o incluso más que te dejan atontado para el resto del día, no, aunque yo casi nunca haya sido de esos. Media hora, una como mucho, una de esas en la que al despertar no estás muy seguro de haber dormido es más que suficiente. 

Eran las once de la mañana cuando entraron dos antiguos clientes a quienes no veía desde hacía mucho tiempo y tampoco me hubiese importado mucho no verlos hasta el fin de mis días. Venían en ropa deportiva, "de correr -dijeron entre risas- Bueno, mejor dicho, de andar" Pidieron un par de cervezas y se quedaron en la barra. La conversación, pues, resultaba inevitable. 

Son buenos chicos, no tirados de la vida, qué va. Tienen profesiones liberales, que se dice, ganan dinero por ahí fuera y al menos uno de ellos está casado y con familia. Hace veinte, quince años (¿quien podría recordarlo?) los veía emborracharse como perras; nada de drogas, sólo alcohol, pero como putas perras descompuestas. Universitarios todos, de buenas familias, bebedores de sábado, perdían el control hasta extremos ridículos incluso para mi, aunque nunca sin llegar a crear verdaderos problemas en el bar. Pero ser un buen chico no es gran cosa.

Evidentemente tuvieron la delicadeza de no preguntarme por mi aspecto, tan cambiado a como ellos me conocían. A fin de cuentas todos estudiamos en el colegio de los curas, yo unos cuantos cursos por delante de ellos, y una especie de cauta discreción es algo que siempre queda cuando de chico se han pasado tantas horas oyendo misa. Y por ahí, que yo recuerde, empezó la cháchara. Viejos amigos, viejos conocidos, mismos sitios, viejos recuerdos.

Hicimos un travelling hacia los viejos maestros, seglares hasta los diez años o por ahí y sacerdotes después. Anécdotas, comentarios chistosos, bravucones, en fin...También hubo lugar por mi parte para saber o recordar que fue de este o de aquel otro. La conversación fluía de alguna manera; un tanto forzada, sí, para qué negarlo, pero en cualquier caso era mejor que sentirse tan cansado. Y a cuenta de ella salió a colación el problema religioso, la absoluta decadencia de la ICAR, y bueno, yo no hablo mucho de estas cosas, más bien nada, pero de puro cansancio, y dejando clara mi posición atea, me vine arriba al oír como uno de ellos abogaba por más "apertura" eclesial. Y ahí me di cuenta de que, en puridad, yo era más católico que ellos. Luego vino la economía, el demonio Putin...todo eso. Uno de ellos, economista, pensaba que España iba a quebrar muy pronto y el otro (el padre con hijos) decía que el ruso era poco menos que Satanás. Respondí que ni España iba a quebrar ("no le interesa a Alemania, prefiere tenernos cogidos por los huevos") ni Putin era tan malo.

- ¿Qué harían los Estados Unidos -pregunté- si Rusia tuviera la intención de poner bases militares en la frontera con Méjico?

El mediodía estaba llegando, el arroz del aperitivo y los platos sucios de los contados desayunos esperaban y ya no tuve tiempo para más.

Era un buen arroz. Tenía un aspecto estupendo. Se me da bien hacer arroces. Pero no hubo gente. Y la mayoría de los pocos que vinieron no gustan del arroz. Al menos del mío. Sobró casi entero.

Quique entró otra vez al bar más tarde de lo habitual. Ya habían pasado las dos cuando se apalancó en la barra y sin decir nada más que las habituales coñas de recibimiento le abrí un tercio. Venía con pantalones de trabajo, de esos que llevan muchos bolsillos para herramientas. Hace casi un año que se compró el piso y todavía sigue viviendo con su madre. No se irá allí hasta que esté perfecto. No le meto caña. Es muy buen chico. Y ha vivido experiencias tan traumáticas que no me siento con derecho a ello.

Y ahí andábamos, languideciendo, chinochano, el pequeño salón ocupado por gente tranquila que pronto se iría a comer cuando llegó Miguel, un antiguo cliente del viejo bar de mi padre al que le ha dado por volver aquí desde hace un par de semanas.

Es un tío extraño. Que yo diga esto es raro, pero es la verdad. Recuerdo que a mi padre le caía bien, aunque esto no signifique mucho cuando recuerdas lo pocos clientes jóvenes que teníamos. Pero de todas formas si eras un gilipollas, eras un gilipollas.

Le puse su tercio y poco después, al verme salir con la bandeja, preguntó si molestaba, pues se había puesto cerca del pequeño espacio de salida de la barra.

- No, qué va. No te preocupes.

Tendrá diez años más que yo. Bueno, los tiene, que la otro tarde se lo pregunté a cuenta de no sé qué. Pero el muy cabrón, aunque fofo, conserva todo el pelazo casi negro y apenas cuatro arrugas en los lacrimales. Al relance me dijo que ahora vive con su hermana, la única que conozco, una mujer rara, una de las seis que, para mi estupefacción, me reveló que tenía. 

- Pues sí -dijo él- Ahora vivo con ella en uno de estos pisos. Así nos ahorramos la casa grande, la de la familia. 

Y así estábamos hoy. Yo sentado en mi taburete con Miguel a poco más de u metro mirando su teléfono y Quique uno más allá con la esa característica mirada perdida que se difumina al instante en cuanto habla con alguien.

Por mirar, miré las botellas de whisky que quedan a mi derecha. Es una gran selección. Nadie aquí tiene algo así, nadie. No conozco todos los bares, hace años que no piso ningún bar más que el mío, pero lo sé. 

Preciosas. De diferentes tamaños y formas; las etiquetas, los tapones, todos de corcho, el color del licor, las maderas, las barricas, los años y todo lo demás...

- ¿Por cierto, Kufisto, te has enterado que se ha muerto...? -dijo Miguel-
- ¡No jodas! Bueno, estaba muy enfermo desde hace mucho tiempo...

Lo recordaba. ¡Claro que lo recordaba! ¡Como no recordarlo si fue amigo de mi padre cuando ambos ya estaban medio jodidos! Un hombre de perpetua sonrisa, bebedor, que cuando lo cortaron el grifo dijo hasta aquí, se retiró, desapareció y hasta tuvo un trasplante de riñón.

Miguel empezó a hablar de él, de cuando era un niño y, amigo de la familia, se lo llevaba a pescar bien temprano, todavía de noche, parando antes en cualquier bar para echarse un coñac, o dos, o tres mientras él tiraba de colacao...

- ¡Qué buena gente era! -decía- Sí, bebía mucho...¡Pero nunca le vi perder los papeles! ¡Nunca! De hecho nunca lo vi borracho.

Sí, era verdad. Bebía mucho y nunca jamás lo vi borracho. Es más, siempre colgaba de él la típica sonrisa de bonhomía. Eso se ve enseguida. Hay gente, he conocido a unos cuantos, con una tolerancia indecible al alcohol; pero pocos, contados con los dedos de una mano, aquellos a quienes ya en las puertas de la vejez, y aún mucho antes, no les sienta mal. Y no en el sentido de aguantar la ingesta sino en el del carácter. A este le dio igual hasta que le certificaron que no podía beber más. Y entonces se retiró. Desapareció de la circulación. No podía hacerlo sin beber. Y así ha pasado los últimos quince años de su vida.

Miguel se fue, también los demás, y nos quedamos Quique y yo.

- Cóbrate, Kufisto.
- Tómate una, me cago en la puta.

Miró el reloj. Cuando mira el reloj es que sí.

- Vale.

Abrí una para mi. Los platos podían esperar. Y el arroz, casi entero, ya estaba adjudicado por wasap a un buen colega mío.

Putin, ¡incluso VOX!, no me digáis como, volvió a aparecer. Pero yo quiero a Quique. Y le dejé hablar de sus miedos y odios. Ha tenido una vida muy dura.

Entonces fue cuando Paco corrió la persiana de la puerta y fue a ponerse casi en el sitio que Quique estaba ocupando en la barra vacía.

- Buenas tardes, Paco. Un poco más adelante-dije
- ¡Hola! ¡Vale! -y con cuidado circunvaló al buen Quique que poco menos le faltó desaparecer ante la situación, no tan extraña por otra parte.

- ¿Qué pasa, Kufisto? -dijo apoyándose en la barra y dejando a un lado el bastón.
- Lo que tú quieras, querido.
- Pues una sin alcohol.
- Y otra con para mi.
- Pues muy bien.
- ¿Qué haces tan temprano por aquí?
- Pues que la siesta ha sido corta.

Quique se marchó a comer en casa de madre. 

- Me paso adentro a fregar los platos, Paco.
- Vale.

Fregué lo platos. Paco se fue. Todavía faltaba media hora para la llegada de mi hermano pequeño, uno de sus mejores amigos.

- ¡Voy a ponerme fresco, Kufisto! Luego bajo.
- Adiós, Paco.


Recogí lo poco que faltaba, barrí, fregué lo más gordo, recogí mis cosas, las eché al coche y ya sentado en el taburete, solo, la tercera cerveza a un golpe de grifo, mirando otra vez las botellas de whisky, me rulé un cigarrillo y salí a fumar a la puerta.

Paco subía por la otra manzana. Venía del 24 horas. Seguro que de pillar tabaco.


A veces lo veo fumar en la esquina mientras yo lo hago en la puerta del bar y lo veo venir dando bastonazos a las paredes. 

No quiere que se sepa mucho, y sobre todas las cosas su anciana madre, que, a pesar de todo, sigue fumando. El problema es que no ve desde hace cuarenta años.


"Un poco de whisky no vendría mal, Kufisto, porque siestas hoy...moscas tres"


Pillé una botella mediada y la añadí al carro de las amables cervezas.


Y sí, la verdad es que no ha venido nada mal.





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