viernes, 15 de julio de 2022

OTRA TARDE SIN DORMIR

 Por fin en el ascensor me acordé de Pepito Sonrisas, el de la tienda de chuches de cuando éramos chicos. La puerta se abrió y vi que también lo estaba, aunque sólo entornada, la de los vecinos del otro lado, unos sudamericanos realquilados; mejor dicho, una discreta señora sudamericana a la que suelen visitar sus hijos, supongo que a llevarse la comida pues siempre huele a cocina. Cosa rara, se oían los excitados chillidos de una niña. "Oh, Dios mío..."

La formación de las tormentas es una cosa bastante sencilla de entender: dos corrientes, una baja y otra alta, cruzan sus caminos y de ahí nacen los truenos y los relámpagos. Será que una pierde ligereza y empieza a caer sobre la otra, o que esta, sin embargo, pierde pesadez anhelando ser más ligera y no siéndolo aún lo suficiente choca contra la que baja. Cuando todos los aires del cielo están altos, el día es claro y despejado; cuando todos los aires del cielo están bajos, el día es oscuro y puede que llueva. No siempre; a veces, muchas, no llueve. Sólo está oscuro. Y en alguna rara ocasión se produce como una especie de ceda el paso de autoescuela y sale el arco iris, esa cosa maravillosa que nadie, ni el más bruto de los hombres, puede dejar de mirar siquiera por un momento. Pero esta es la excepción.

Él llegó al bar a eso de la una y media, poco después de mi segunda venida. Lo hizo solo, como otras veces, pidió cerveza, tomó asiento en una mesa alta y miró el móvil. Es un tío todavía joven, no tendrá cuarenta años, casado y padre de una niña. No es que tengamos una amistad siquiera de barra pero nos conocemos, sabemos quienes fueron nuestros padres. Salí a fumar, la cosa estaba tranquila, y de reojo vi que llegaba la mujer con la niña en compañía de un tío que no conocía. Nos saludamos, retiré la cortina para ella, entraron, tiré el cigarrillo y pasé para adentro.

Pronto se trasladaron a una de las mesas del ventanal. Allí les acerqué las cervezas y un zumo para la niña, muy crecida desde la última vez que la vi hará poco más de dos meses. Es increíble los estirones que meten los críos. 

No tenía su zumo y le ofrecí otro.

- Vale. De limón.
- ¿Con pajita?
- No. En vaso y con un hielo -respondió convencida dejando por un momento de mirar el teléfono.
- Ya es mayor -dijo la madre.

También yo sonreí.

Así se fue casi una hora, entre contadas salidas al salón y canciones de los Cure y bandas relacionadas por Spotyfi. Presté atención cuando "Catch" saltó. Hacía un montón de años que no la escuchaba. Qué buena es. 

Y de pronto llegó ella, mi amiga, con dos de sus hijas pequeñas.

Hacía un par de semanas que no la veía, un tiempo bastante largo y corto a la vez, aunque por diferentes motivos. Siempre con prisas, eternamente acelerada por tantos hijos que cuidar, pidió cerveza una vez que me dio un fuerte abrazo y unos cuantos besos correspondidos a mi "sosa manera" y se fue con ellos, con sus vecinos, o al menos la pareja lo es. Y entonces las corrientes, altas y bajas, empezaron a entrar en colisión. 

Tres niñas pequeñas juntas en un bar. Por separado están más o menos a lo suyo, sin dar guerra, unas más y otras menos, por supuesto, pero cuando se juntan, cambian. Y también los grandes: por un lado son de una forma; por el otro, cuando se mezclan, son de otra. Y de ahí, de la mezcla, nacen muchos errores y equivocaciones.

Más cerveza, zumos para las alocadas niñas que luego se dejarían prácticamente, bolsas de patatas fritas que sí devoraban, las voces de los mayores cada vez más altas, más excitadas. 

- ¡Sal a fumar, Kufisto! -me gritó desde la puerta.

Salí a fumar. Tenía ganas de fumar. Me dio otro achuchón. Estaba con la otra, una chica diez años más joven que ella. Hablaban de cuando eran jóvenes y en días como este fumaban porros con los amigos en la piscina municipal, de como se divertían, se cortaron de mentar la cocaína que aún la más joven se mete cuando puede y mi entrañable amiga no porque "ya no puedo"

- No me quieres, Kufisto. No me quieres como yo te quiero.

Sí. Esa era otra de las canciones que había oído antes que llegara: "I love you more than you love meeee..."

Entraron dos parejas, una habitual de estas dos últimas semanas y la otra una que enseguida vi que no iba a ir bien con el pandemonium que ya había dentro. Ella, sobretodo, me recordó a la fotografía de una jugadora de ajedrez que vi en una revista cuando empecé a interesarme por el juego. Pero entre que uno llega a un sitio y se sienta y tal, si no está muy avispado o demasiado enfermo, el camarero tiene tiempo para salir rápido, poner el capote en medio y sacar unas cuantas cervezas del lance. De todas formas no tardaron quince minutos en irse. Suficiente.

La parte buena era que ya casi estábamos solos, con la excepción de Kámel y el abogado que va a su puta bola. Kámel se fue al water, estuvo sus buenos quince minutos en él, y al salir vio que las niñas habían tomado posesión de su mesa. Confundido vino a la barra, pidió otro chupito de whisky que bebió del trago acostumbrado y murmurando algo ininteligible miró a uno y otro lado hasta que vio su hatillo en la mesa de los otros, pues mi amiga se las había recogido para que las niñas no hurgaran en él. Lo vi salir, coger la bicicletilla y marchar con ella andando hacia la calle de enfrente. El abogado, a todo esto, seguía imperturbable en la mesa adyacente, mirando cosas en su teléfono y bebiendo tercios.

Tres y casi y media. Hora más que de cierre ahora en verano. Debería estar en casa, tumbado en la cama, sino durmiendo al menos con los ojos cerrados. Apagué la tragaperras, la música y el televisor, las luces, bajé las cortinillas y me serví una cerveza. El abogado se fue.

- ¿Cierras, Kufisto?
- Sí
- Pues venga, la última.

En ese momento entraron dos buenos clientes. 

- ¡Estás abierto, Kufisto?
- Si queréis una cerveza rápida, sí.

Pero viendo el pampaneo se salieron afuera.

Las corrientes, los aires, el sol, la luna, las montañas y las estrellas ya estaban todas mezcladas. Las niñas pasaban a la barra para pedirme cosas, gusanitos y patatas. Una de ellas, la del estirón, me dijo que le colocara las cintas del bañador, que le hacían daño en la espalda. A esto entró un calvo y le dije que no había lugar, con la mala suerte que al salir él entraron dos currantes con sus monos, uno de ellos amigo mío de juventud, uno que me hizo una putada que jamás olvidaré, pero conocía a mi amiga y se abrazaron y tal...

- ¡Ponles cerveza, Kufisto!

Me cago en Dios.

- La pongo, pero cierro la puerta ya.

Salí a la calle y avisé a mis dos clientes. El calvo, dudando, todavía andaba por allí con su chica.

- Entrad que cierro. No importa que estéis fumando.

Entraron un tanto acojonados. La más pequeña de las niñas se echó a llorar en cuanto vio que cerraba la puerta. Un terror indescriptible se dibujaba en su cara. Era evidente que no le gustaban las puertas cerradas. Su madre, mi amiga, tuvo que cogerla en brazos y con todo y con eso no dejó de llorar, aunque menos. Los dos clientes se marcharon unos minutos después.

- La última, Kufisto. Tómate una, que la pago yo.

Otra cerveza. Voces, gritos, lloros...

- ¡Y ahora a mi piscina! ¡A bañarnos todos! ¿Te vienes, Kufisto?
- Cuando despierte de la siesta.


Se fueron. Recogí los restos. Encendí otro cigarrillo y me serví otra cerveza. 


Qué silencio, joder.


Qué silencio.

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