jueves, 14 de julio de 2022

LOREN

 



Cuando uno va por la calle con el abrigo puesto en pleno mediodía del julio manchego es que al menos tiene un problema. Y si a esto le añadimos un caminar como de pueblerino en la Quinta Avenida de Nueva York ya tenemos dos a simple vista. 

Los coches paraban a fin de que cruzara el paso de cebra. Desde el ventanal del bar podía ver los alucinados caretos de sus ocupantes. Loren, el protagonista de esta historia, una vez alcanzada la mediana hacía señas con el brazo a modo de guardia de tráfico para que los coches que bajaban por ese lado siguieran su trayecto. Necesitaba recuperar el resuello. Después hacía otro esfuerzo y llegaba a la acera de nuestro bar, quedándose un ratito en la puerta antes de decidirse a entrar.

Mano derecha durante muchos años de un conocido hostelero del pueblo era una especie de hombre para todo que lo mismo arreglaba pequeñas averías de los diferentes locales, que los pintaba o cualquier cosa que se terciara. Ejercía también como de controlador para que las cosas no se salieran de madre, aunque de ningún modo pueda decirse que fuera un tío fuerte ni nada de eso. Pero conocía el ambiente, llevaba toda la vida en él, y eso es un gran punto en el negocio. Hombre tranquilo, de parsimoniosas formas, nunca le vi borracho. Ni sobrio. Era de esa clase de alcohólicos que una vez alcanzado tal estado parece ser el suyo natural. En ningún momento, en ningún sitio le vi perder los papeles. Es más, en alguna ocasión logró que yo no acabara por perder los míos. Pero todo esto cambió de unos pocos meses a esta parte. No su carácter, eso no, sino su actividad: se le veía cada vez más deteriorado en lo físico aunque también la parte mental sufría un considerable aumento del típico despiste alcohólico. Cada día que pasaba era más difícil mantener una conversación con él; le costaba un mundo fijar la atención y en muchas ocasiones saltaba por cerros que no venían a cuento para enseguida dirigirse a la tragaperras junto a su inseparable copa de anís con hielo.

El pasado viernes llegó a eso de la una y media. Lo hizo con el abrigo que llevó durante estas últimas semanas, pidió su copa, hablamos algo sin sentido alguno y se fue a la tragaperras. Desde mi esquina de la barra le echaba un ojo de cuando en cuando. No estaba seguro de que estuviera jugando. Y si lo hacía se lo tomaba con mucha calma. Entre jugada y jugada hablaba con ella, le musitaba cosas que nadie que no lo estuviese mirando podría oír. 

Eran casi las tres y media cuando empecé a bajar persianas, apagar luces y bajar el volumen de la música.

- ¿Cierras ahora, Kufisto? -preguntó.
- Sí, Loren.
- ¿Y a qué hora abres?
- A las seis media.

Las mismas preguntas y respuestas de estos últimos días. 

Se vino a la barra, se fue la última pareja que quedaba en el salón, eché la llave, me serví una cerveza, encendí un cigarrillo, saqué el cenicero y le dije que podía fumar si quería. 

- Estoy hecho caldo -dijo encendiendo uno de sus puritos- Tengo la pierna destrozada.
- ¿Pero qué te ha pasado?
- Me caí.
- ¿Te caíste? ¿Donde?
- En una obra. En Madrid.
- No jodas.
- Sí. De un décimo piso.
- ¿Que te caíste de un décimo piso y sigues vivo?
- Me agarré de ...cuando llegaba al segundo.
- Me cago en la hostia puta. Para haberte matao.
- Ya es la tercera vez.
- ¿La tercera vez de qué?
- La tercera vez que estoy a punto de matarme.

Entonces, erráticamente, me contó las otras dos.

- La madre que te parió, Loren. Eres inmortal.

El domingo se repitió la misma escena, sólo que peor. A su sempiterno anís, ya con la botella en mis manos, esta vez le sucedió un tinto de verano que me dejó estupefacto. Mis miradas esquineras hacia donde él estaba jugando se cruzaron en algún momento con la suya, la boca abierta. Era como si no me viera, o eso es lo que sentí. Era como si él estuviese viendo otra cosa.

Poco antes del cambio de turno salió a la terraza apenas sombreada desde hacía una hora. El calor era insoportable y ahí estaba él, sentado con el abrigo, las gafas de sol puestas, su segundo tinto casi entero, la tez más cenicienta que nunca. Le había dicho que comiera algo, cualquier una cosa, una pulga de chorizo o algo del arroz que había sobrado del aperitivo, a lo que respondió que no le entraba nada y que su hermano mayor con el que convivía en la cercana casa familiar había comprado una caja de langostinos y quizá comería un par de ellos cuando llegara a casa. 

- Bueno, Loren, me voy -dije.
- Yo también me voy a ir pronto. Pero se me hace tan largo el camino hasta casa...
- Ya...Adiós, Loren.
- Adiós, Kufisto.

Abrí la puerta del coche.

- Oye, Loren, ¿te acerco?
- No, no...No te preocupes. Ya me voy yo luego. Poco a poco.
- Bueno, adiós.
- Adiós, Kufisto.


Esta mañana, a eso de las nueve y media, llegó uno de mis hermanos para el habitual cambio de turno en los días de diario. 

- ¿Te has enterado de quien se ha muerto?
- ¿Quien?
- Loren.
- ¿Qué Loren? -respondí estúpidamente. Conozco a varios, sí, pero sólo podía ser ese Loren.
- ¡Pues Loren, quien va a ser!
- ¿El borr...? -no terminé de decirlo avergonzado por el calificativo.
- Sí, Loren.
- Joder...Estaba fatal. Me dijo que se cayó de un andamio desde un décimo piso...
- ¡Qué se va a caer de un andamio!

Qué tonto soy. Me lo creo todo.


Loren soñó que se caía desde un décimo piso y en el último momento agarraba algo que le había salvado de la muerte. Y se lo creyó. Yo también.


Regresé al bar a la una. Enseguida, yo que soy tan despistado, mientras dejaba las llaves sobre el mueble expositor, me di cuenta de que allí había algo raro.


Alcé la vista. 


En el botellero central, en la bandeja superior, ahí donde se exhiben nuestros licores más caros, esos sólo al alcance de los bolsillos más pudientes, en posición central y un paso al frente de todos ellos señoreaba una botella sin abrir de su marca de anís.


Descansa en paz, amigo.




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