lunes, 2 de mayo de 2022

Y NO DIRÉ QUE NO MIRÉ ATRÁS CUANDO LLEGUÉ AL LLANO

 El tío que se plantó en la puerta del bar parecía salido de las entrañas de Chernobyl: bajito, escuchimizado, de tez colorada, con cuatro pelos ralos colgando de la pequeña calavera, que eso ya no era ni cabeza, y más feo que un dolor repentino en el brazo izquierdo. Se quedó allí, mirando al interior, como esperando que alguien tocara la trompeta. "Si cree que voy a darle las buenas tardes -pensé- va listo" Eran casi las tres de la tarde y apenas había cuatro clientes en la barra y una pareja en el salón. La festiva mañana no había sido mala pero tampoco nada del otro jueves. "Joder -volví a pensar ante su inexplicable persistencia-, el pueblo lleno de gente y me toca este subnormal para acabar" Un odio instintivo, ese que pocas veces falla, vino a mi acompañado de un asco indecible. Y no es que fuera mal vestido, o borracho, o algo de eso; era él, él. Por entero.

Al final entró y, como no, se puso tras el grifo de cerveza. 

Pidió un botellín, le dije que sólo tenía tercios y aceptó. De cerca era todavía más feo: la boca grande, las orejas colgantes, los ojos grises, hundidos, una nariz casi descarnada y una especie de joroba a sus espaldas. La ropa colgaba de él como la de un espantapájaros en un granja bien. Enseguida empezó a hablar en voz alta, algo que no soporto. Uno que había cerca le haría de oidor durante casi toda la larga media hora que estuvo allí, pues lo que era yo no iba a decirle ni Dios es Cristo. ¿Qué clase de hombre entra así a un bar en el que no lo conocen? Ante mi sorpresa, pues lo tenía por un chaval con los cascos bien herrados, le dio palique a sus desatinos, imposibles de obviar hasta para la pareja del salón, que sonreía. Con todo hubo un momento en el que mi cliente se amohinó un tanto por un comentario mariconil, hasta que se fue. El engendró pidió otro tercio con el primero aún casi entero. "Se ha calentado (a ver, hijoputa, si no has parado de hablar) ¿no tendrás un vaso frío?" Se lo puse y pasé de él. Lo vio claro y salió a la terraza. Luego volvió a entrar, pagó los dos tercios que apenas había bebido y se fue dejándome con un malestar indescriptible.

Media hora más tarde salí del bar poco menos que enfermo. Llegué a casa y me tumbé en la cama. Ese trol me había sorbido la energía. Dijo que tenía cincuenta y cinco años aunque aparentara noventa pero yo creo que tiene diez mil y va arrastrándose por ahí, vertiendo partes de su enfermedad sobre la salud de los otros. 

Eran casi las siete cuando eché a andar. Apenas había dormido, ¡quien podría!, pero tras comer algo y vislumbrar el panorama para lo que quedaba de día decidí que era lo mejor. Algo ligero, breve, una horita.

Uno de los vecinos salía por la rampa de la cochera empujando el patinete de una de sus hijitas. Saludé y creo que no recibí respuesta, pues iba con los auriculares ya puestos, sino una bien cierta mirada hostil. No sé, quizá en una de mis recientes borracheras puse la música demasiado alta y empecé a cantar o algo, no me acuerdo, pero el tartaja del Audi A8 no respondió a mi saludo, no.

Poco después, ya transitando el acceso hacia la periferia del pueblo, vi un perro suelto y una parejita empujando un carrito de bebé. Bebé y perro. Este no parecía peligroso; no era pequeño, tampoco grande, pero paró el trote y se me quedó mirando. Me joden los perros. Seguí caminando y ¡oh, sorpresa! la del carrito era una prima mía, una que parió hará un par de meses. Tuvimos que pararnos a hablar, aunque no por mucho tiempo. Ni se me ocurrió tocar a la criatura; me conformé con preguntar el nombre que le habían puesto y tras decirle otra vez a mi prima que estaba dando un paseo después de haber acabado otra gloriosa jornada en el bar marchó empujando el carrito que contenía al fruto de su potentado y simpatiquísimo marido.

Con estas y Lovecraft iba, ya en la avenida de circunvalación, cuando casi al final de ella alcé la vista, vi los molinos y decidí subirlos una vez más. 

Por el otro lado de la carretera, adelantada, se veía a una mujer con una mochila a la espalda. Tenía el culo muy gordo y no le hice mucho caso, pero cruzó y se encaminó hacia donde yo iba, un camino de tierra justo al lado de algunas naves industriales que es previo a la maleza que viene después. Quizá nos separaran cincuenta metros y ella iba a buen paso, así que no lo más probable es que no hubiese problemas. Pero se paraba, miraba algo en su mano y seguía andando. Y en una de esas, claro, sintió que alguien iba detrás de ella, yo, con la melena al viento y todo lo demás. Y justo cuando llegó al descampado, y tal y como era previsible, se paró mirando lo que ya supuse era un teléfono. Y como será normal, tan solos como estábamos allí, cuando llegué a su altura, me preguntó algo acerca del camino que según su teléfono llevaba a los molinos y sin embargo ella no podía ver. Yo se lo indiqué y seguí adelante, entre la malas hierbas, convencido de no volverla al ver; pero al poco me superó, aunque no tardó en volver a parar, despistada. 

- ¿Y ahora?
- Ahora hay que cruzar la carretera y pasar ese tramo lleno de malas hierbas, el más difícil, y cruzar las vías.

Tendría mi edad. No era guapa, pero no tenía miedo. Siguió adelante después de darme las gracias. Me dijo que era de aquí pero vivía en Valencia desde hacía treinta años; había venido a cuidar a una amiga en el hospital; quería llegar a los molinos sin pisar el asfalto del que tan harta estaba. Por primera vez en mi vida pensé que podría haber culebras bajo nuestros pies. Ella iba con pantalones cortos. Alcanzó el sendero que llevaba a las vías y volvió a pararse cuando la maleza no le dejó ver el camino.

- ¿Y ahora?
- Ahora...Sígueme -respondí quitándome los auriculares.

Volví a pensar en culebras y, cosa rara, en True Detective. Alcanzamos la vía del tren que ella creía estar salvada por un puente.

- No, hay que cruzarlas -dije.
- ¡Como cuando éramos chicos!
- Y poníamos piedras en los raíles.

Rió. Pasamos las vías y después siguió adelante.

Empezó el ascenso. A ella le pesaba el culo y la ventaja se redujo. Hizo algunas fotos. No le dije nada al superarla. Llegué a la concurrida cima por un salvaje atajo y la saludé al encontrármela en el descenso, poco antes de desviarme a la ladera más complicada, la menos transitada, la más consecuente con el extraño viaje, la que muy pocas veces tomo de las tres opciones. Bajé por allí. Mi calzado era el peor de los posibles pero no sentí el dolor de otras veces, de otras penitencias.


Y no diré que no miré atrás cuando llegué al llano.





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