- Escucha, hermano -susurró Kámel acercándose otra vez a la barra- Ya no tengo...
- ¿Chupito? -respondí sin esperar más explicaciones-
- Ja, chupito.
Le puse el cuarto chupito de J/B, más las dos cañas de cerveza que ya llevaba puestas.
- Gracias, hermano. Apúntalo. Está mal la cosa. No tengo pero pago...Todos somos humanos...Gracias, hermano.
No lo apunté en su pequeña cuenta al debe. Ese último iría por el bote que casi siempre deja. Creo que es el cliente que más propina da. Creo no, seguro. El cliente que más propina deja en nuestro en bar es un pobre de iglesia. Literal. ¿Qué bar puede vanagloriarse de algo así? El nuestro.
Cogió el chupito y lo bebió como siempre, de un trago. Pasé a la cocina para fregar los últimos platos mientras él se embadurnaba hasta los antebrazos de gel hidroalcohólico.
- ¡Adiós, hermano!
- Adiós.
Salí a fumar. Kámel andaba por el segundo paso de cebra con una pequeña bolsa al hombro. Así que hoy no había venido con la bici. A veces pasa, no creo que se la hayan robado. Tal vez la tenga pinchada, o puede que no se fíe con este calor. Una caída, te rompes algo ¿y luego qué? Caminaba errático sin llegar a hacer eses. Alcanzó los bancos de enfrente y por un instante lo vi dudar. Pero la tarde era tan bochornosa que lo pensó mejor y dejó para otro momento el petardo de marihuana. Siguió adelante y de repente hizo un giro extraño, retrocedió y pasó por la calzada, detrás de los coches aparcados. Pronto vi la razón. Una pareja venía de frente y Kámel no quiso cruzarse con ellos. Es un ilegal en tierra extraña, un ex-presidiario de la sección psiquiátrica de Herrera de La Mancha, un hombre alerta que prefiere evitar los problemas. Tiene una navaja, me la enseñó una tarde que nos quedamos solos en el bar. Sólo me habla cuando nos quedamos solos. Entonces me cuenta historias de su vida, de su llegada a España hace once años, de la hija que tiene con una rumana que le amenaza. El resto del tiempo lo pasa callado, sentado en una mesita leyendo el periódico deportivo, ajeno a todo. Ya irá para un año que lo tenemos de cliente.
Recuerdo verle a la puerta de la iglesia cuando volvía de mis paseos. Un asco indecible se apoderaba de mi mientras le veía abrir solícito la puerta de entrada a las viejas que iban llegando. Yo caminaba escuchando el Zaratustra, venía de los molinos, fuerte como un sol matinal que viene de oscuras montañas, y veía eso y se me ponían los pelos de punta. Un par de veces estuve a punto de irme a él al ver que mantenía mi mirada. Tenía una cara toda arrugada, quemada, casi negra sin serlo, el pelo ensortijado, la boca grande de todos los mentirosos...¡Dios, qué puto odio me daba!
Kámel siguió caminando por la calzada y justo cuando iba a perderle de vista volvió a hacer otro giro extraño al ver que un coche de la Guardia Civil venía por detrás. El coche siguió su marcha hacia el cuartel adyacente y Kámel subió por la misma calle. Y allí lo perdí de vista.
Una pareja cruzaba el paso de cebra mientras apuraba el cigarrillo. Todavía pensando en Kámel casi no me di cuenta cuando se plantaron en la puerta del bar. Me hice a un lado, les saludé y entraron. Creí reconocer a la chica y un poco a él. Pasé adentro.
En el bar no quedaban más que dos busconas medio ajadas, dos de esas en las que sólo puedes pensar con la polla resacosa, que habían llegado media hora antes, cuando todavía estaban allí esos que mueven miles de euros como tú las decenas, una pequeña cuadrilla de nuncafollistas, una extraña pareja y Kámel.
La verdad es que me alegré de su venida. No me apetecía nada quedarme solo con esas dos. Ya al llevarles la segunda consumición una de ellas, la rubia con el rostro lleno de maquillaje, la amiga de la clienta habitual, me había jijeado. Sí, daba asco verla, pero llevaba un vestido ajustado que le marcaba todo y hoy yo andaba con esa resaca amable, esa resaca tipo zen, que te da el haberte retirado a tiempo la noche anterior. Las jodidas son peores porque entonces estás más salido que los picos de mil puertas y se nota.
Tan llevadera había sido la dulce resaca que a eso de las dos y media me había servido la primera cerveza, algo que evito desde hace tiempo; pero toda la mañana había pasado tan fácil como una partida de Capablanca y yo me sentía bien, tan despejado como un cielo por el que las nubecillas pasan como con miedo. Sí, afuera el cielo estaba cargadísimo, todo él hecho una nube baja, pesada pero blanca, una especie de olla mal tapada, pero yo me sentí ligero durante toda la mañana, tan ligero como el sueño que había tenido durante la madrugada.
Las chicas pagaron y se fueron y la pareja pidió otra ronda de lo mismo. Yo conocía a la chica, bueno, a la mujer, pues ya no cumplirá los cuarenta años. Siempre ha sido feúcha, aún hace veinte años, cuando uno de mis hermanos, el follador, todavía estaba aquí, en el bar. El tío era un tío grande, de mi edad, de corta barba sin peluquería, buena gente. Enseguida alabó mi gusto musical, que no era sino una emisora del Spotyfi que había puesto unas horas antes a petición de un amiguete muy cansino por una canción de los Clash. Pronto llegaron los recuerdos de juventud y todo lo demás. Una conversación agradable. A su pasión por los Radiohead saqué a colación a mi hermano Marcos, el follador, y vi como a la chica se le encendía la mirada. Él no hacía más que hablar de bandas de los noventa, de los festivales, de la que se supone también tuvo que ser mi década, pero yo, aún conociéndolas a todas no había oído a ninguna. Sí, claro, conocía sus éxitos, ¡quien no!, pero mis bandas son otras más viejas. Y aquellos años, los años de mi juventud, los pasé de otra manera.
Jamás en la vida pensé, cuando era un adolescente que leía a Dostoyevski en la cocina del viejo bar mientras esperaba la voz de mi padre por una ración de calamares, jamás en la vida pensé, repito, que mi futuro estaría en un bar. No sé lo qué quería, no lo recuerdo, tampoco creo que entonces lo supiera, ya tempranamente fuera de los estudios y todo eso, pero seguro, seguro, no era esto.
Pero ahora, a mis casi cincuenta años, sin un duro en el banco y solo desde hace muchos años, algo que siempre me busqué, miro atrás, miro adelante, miro los coches que pasan por mi camino y los doy por buenos y sigo calle arriba.
Estoy escribiendo mi vida. ¿No sería eso lo que deseabas cuando leías a Dostoyevski en la cocina del viejo bar?
¿Y qué mejor sitio que un puto bar en el que tu mejor limosnero es uno que pide limosna?
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