martes, 22 de agosto de 2017

MANOLO

Manolo llegaba al viejo bar a eso de las nueve de la noche; o de la tarde si era verano. Nuestro bar era su última parada antes de ir a casa. Se ponía en una esquina, cogía un taburete, sacaba el paquete de tabaco y el mechero, los dejaba sobre la barra y se sentaba con tal porte y distinción, con una naturalidad, que sólo con verlo ya tenías una idea de quien podía ser ese hombre. Alto y delgado, de nariz aguileña, abundante cabello blanco y prominente nuez, era la viva estampa imaginada del hombre que ha visto mundo. Los compañeros, unos chicos por entonces, lo miraban con admiración y un cierto cachondeo. Yo también, aunque ya iba siendo un hombre. Y él nos dejaba hacer sin darle importancia.

Mi padre lo conocía de toda la vida y nos contó algunas cosas de la de ese viejo tan inusual mientras dábamos buena cuenta de aquellas estupendas cenas que hacíamos al cerrar el bar. "¿Sabes como está bueno de verdad el montado de lomo, Kufisto?" decía mi tío, "no" respondía yo esperando su respuesta, harto como estaba de hacerlos a la plancha. Y entonces partía unos filetes el doble de gordos, cogía una sartén, la ponía bien de aceite y cuando estaba caliente echaba la carne poco más que vuelta y vuelta. Después los retiraba y los cubría con ese mismo aceite. Y al pan bien borracho, sin más.

Manolo había nacido en el mullido seno de una familia bien de la comarca, de cuando las familias bien se contaban con los dedos. No había dado un palo al agua en su vida, más allá de andar de acá para allá (océano Atlántico mediante) y picar de flor en flor. Se lo pulió todo en cuanto pudo. Y ya viejo y sin un duro se vino a pasar sus últimos años a nuestro pueblo.

Tenía un hijo que a veces venía con él. Era un poco mayor que yo, aunque nos conocíamos de vernos golfeando por ahí. Pero normalmente venía solo. Tomaba vino blanco, "¿cual?", "el que sea mientras no sea malo y esté bien frío" (entonces no había la tontería que ahora hay con el vino), se bebía pausadamente tres o cuatro fumando un cigarrillo tras otro y cuando iba a marcharse a su habitación de realquilado pedía una botella de vino y un trozo de mojama para llevar.

No es que no hablara con nadie pero a ninguno buscaba. Él estaba ahí y si alguien se le acercaba hablaba con él. Conmigo lo hacía cuando le apetecía. Siempre he sabido escuchar a los viejos. Él me contaba cosas y yo lo oía con atención. Le gustaban las mujeres caribeñas y la gente educada. Abominaba de la violencia y de los extremismos. La modernidad le parecía un cuento chino. Un bolero abrazado a una bella mujer era lo más grande de la vida. Todo lo demás era mentira.

Una noche alguien puso una cinta de Julio Iglesias en el muy sufrido equipete de música que teníamos bajo la vitrina. Y entonces él, en su taburete de aquella noche que siempre parecía ser el mismo de lo bien que le sentaba, se puso a canturrear mientras fumaba. Esto era algo que jamás había hecho con Iron Maiden, U2 o los Chemicals Brothers, repertorio habitual cuando ya andábamos de recogida con el mute en el televisor. Y fue tal la cosa que a partir de entonces cada vez que entraba al bar alguno ponía a Julio para recibirle.

- Hola, Manolo. ¿Un vinito?
- Pues sí

"Soy Quijote de un tiempo que no tiene edaaad...soy feliz con un vino y un trozo de paaan...¡y también, como no, con caviar y champáaan!"

Nos metíamos a la cocina para reír. Era él, era Julio y estaba en nuestro bar.

Le cogimos mucho cariño. Reírse de alguien no siempre significa perderle el respeto, al contrario: todos queríamos que él nos prestara atención. Él se daba cuenta de todo, claro. Pero le divertía. Era un tío inteligente.


Después nos fuimos del viejo bar y ya no volví a saber nada más de él. Supongo que murió hace mucho tiempo.




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