jueves, 4 de mayo de 2017

GLORY DAYS

Era la cuarta o quinta vez que volvía a contarme la misma historia en los apenas veinte minutos que habían pasado desde su caótica llegada al bar; y esto contando con sus dos visitas al servicio aunque, me temo, no para mear. Y viendo que iba a iniciar la sexta me acerqué a él para hablar algo más que un ¿sí?, ajá o joder con la esperanza de que así, interactuando, entraría un tanto en razón y dejaría un rato tranquila la copa que de tanto menearla para arriba y abajo pareciera como si la desdichada fuera a potar de un momento a otro.

Error.

Fue tenerme a mano y empezar con los tocamientos que tanto me gustan. No bastaba el tono, cercano al umbral que tengo permitido en el limitador de sonido del bar; no era suficiente con sus espasmódicas contorsiones mientras deshilaba su obsesionada historia de las cinco de la tarde, tal y como si estuviera comunicándose con un sordo de solemnidad; no valía que estuviésemos solos y careciera de excusa posible para escapar, no...Tenía que tocarme para convencerme de su indiscutible integridad y eterna lealtad y amistad hacia todos nosotros, los hermanos que llevamos el bar.

Me fijé en sus ojos, en las pupilas que brillaban dilatadas a todo lo que daban; en su lampiña y abotargada cara, tan roja como si toda la sangre de su cuerpo se le hubiera subido a la cabeza para procesar la farlopa que le iba entrando; en el sudor que casi podías oírlo gritar por su liberación cual aliados en el campo de fútbol de Colombes...Lo dejé por imposible al segundo o tercer intento. Y dándome por vencido me retiré discretamente para lavar todas las veces que hicieran falta las tres o cuatro tazas de café que había servido en otra inolvidable tarde.

Una llamada vino a salvarme en su teléfono. Y poco después llegó su amigo, el que parece que duerme en el hotel Overlook. Y ya a su bola de rugby, de la barra al water, del water a la barra y de la barra a la calle y vuelta a empezar, me entretuve mirando en Internet la historia de uno que había ido a que le hicieran un beso negro y acabó por cagarse y salir corriendo.

En esas estaba cuando pasó un hombre que me recuerda a una bombilla de los años 70. Se acopló en la entrada, justo donde el par de dos andaban comentando entre carcajadas un vídeo de hace veinte años y al que por cojones tuve que echarle alguna mirada. Pidió un vino blanco y le dije que si lo quería del tiempo. Lo había reconocido de otras veces y esas son cosas que se te quedan en la memoria. "Sí" dijo un tanto sorprendido con esa sonrisa que no se le cae de la boca. Alto, calvo, con gafas, bigotillo, delgado en extremo y con aspecto de ser tan ofensivo como el juego de cocina de Pin y Pon.

No había abierto la botella de vino cuando Obsesiones se puso a enseñarle el vídeo que estaban viendo en su teléfono. Y después, no recuerdo porqué, empezaron a hablar del "hambre que había antiguamente" Y así, contándose las miserias que unos oyeron y otro viviera de refilón, pasaron los últimos minutos de otra gran tarde en el bar.

Cuando llegué a casa estuve a punto de quedarme en ella de tan reventado como estaba; pero esa clase de cansancio no se cura así: hay que salir, hay que salir a que te dé el aire, otro aire.

Nada más salir me encontré a una que estaba hablando con otra y que no me quiso ver. Recordé lo simpática que se me pone cuando va por el bar y lo olvidé poniéndome la música que no me pensaba poner. Neil Young empezó a cantar aquella canción.


Y fue como si mi sangre creyera que los riñones se me habían subido a la cabeza.







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