- Ná, que estoy resfriao -respondí mientras me hacía el café de entrada al bar.
Echó una buena calada a su Marlboro y dijo con toda aquella pachorra que siempre le caracterizó:
- Para eso lo mejor es un DYC con cocacola y una aspirina.
Y eso hice. Y después tiré toda aquella tarde de verano, con sus treinta mesas de terraza y sus ciento veinte sillas, sus "chico" por aquí y "chico" por allá, sus montados de lomo medio hechos (pero no crudos) con tomate restregao (no en rodajas) y sus claras muy claras, pero tampoco mucho; sus agónicos vasos de agua y sus calamares bien pasaos, abrasaos, que ya no había dientes para morderlos; sus fantas de naranja del tiempo que siempre estaban abajo de las torres de cajas o sus cafés nunca demasiado calientes, tanto que apenas podías dar crédito a que quien lo sorbía no hubiera emergido del mismo infierno; sus "no me gusta esa tapa, ponme otra", como si fueran de pago, como si no fuera lo que era, un detalle de la casa, de gratis, que aún hoy, veinte años después, siguen sin cobrarse para escándalo de cocineros majaretas que jamás han sabido lo que es hacer el cabrón en la jungla, porque eso ha sido siempre lo que esto es, la jungla, la puta jungla sin río que la remonte ni comprensivo coronel que te espere para bendecirte, sin más premio que tu puto catre en tu puta casa, la de mis padres por aquel entonces...Luego recogíamos, cenábamos bien, echábamos un pito y yo me iba a tomar algo más por ahí con la gente que me iba encontrando, gente como yo, gente que salía de sus bares para ir a otros donde beber y tranquilizarse un poco para poder dormir. Estábamos ahí, bebiendo, hablando de Tritemio, mirando nuestras copas, las tetas de la camarera del jefe, y al final nos íbamos bien ciegos en nuestros respectivos coches hasta nuestros respectivos colchones.
- ¿Como es que tienes abierto el ventanal de la cocina? -le dije anoche a mi madre. Es un pedazo de puerta corredera acristalada que tendrá unos seis metros cuadrados
- Para ventilar...
- ¿Para ventilar qué? ¿Pero lo cerrarás ahora, no?
Ya no recuerdo lo que dijo, pero ayer me tocaba hacer la guardia en su casa por la reciente muerte de nuestro padre y tuve que volver a dormir en la camita donde dormía hace 30 años. Ya no hay literas, pero no deja de recordarme aquellas inocentes noches de "¿habéis rezao el padrenuestro?" y sus síes correspondientes mientras guerreábamos hasta quedarnos exhaustos.
Llevo un par de semanas largas que no consigo estar bien; por unas cosas u otras siempre hay algo que lo impide, ya sea el colchón viejo, el suplente, la bici de los cojones, el saco de boxeo, el pedo necesario para escribir o la complicada conjunción de Saturno con Urano, siempre tan jodida, pero el caso es que no arranco. Pero esta mañana, cuando he despertado a mi hora sin que hoy, sábado, todavía lo fuera, he sentido un frío que no era normal. Me he levantado a mear con la alegría de dos horas de bonus cuando al volver a la habitación, por curiosidad, he ido a la cocina a ver como estaba el ventanal de la cocina: abierto de par en par. Con dos cojones. Cuatro, cinco grados, entrando a saco, a todo lo que daban en estos días de insufrible viento, durante ocho horas.
Y ya no he podido más que darme por jodido media hora después.
- Será que no te dije que cerraras el ventanal -le he dicho antes de darle el beso de despedida. Ya estaba con la radio puesta.
- ¿Qué puerta? -ha dicho desde su valiumnuestro.
- La de la cocina.
- Anda yá. Si eso es para ventilar.
- Para ventilar qué, joder.
A mi casa. Una buena cucharada de vitamina C en un litro de agua, tal y como dijo el señor Pauling, dos veces premio Nobel, el único de la historia y tal...
Lo tengo controlado desde el último bote. Son de 250 gramos y fui echando palillos a un plato cada día para saber cuanto me metía: unos diez gramos. No sé lo que es resfriarse en serio desde hace dos años, salvo una vez que no me quedaron más cojones por un enorme descuido mío. Han habido días que me he levantado regular y ha sigo tirar de eso y olvidarme a la tarde. Pero hoy no. Y eso contando con otros cinco gramos que me habré bebido de la segunda botella hasta que ya he decidido hacerle caso a aquel consejo de mi tío pero sin la aspirina, que en gloria esté aún siendo tan bribón como fue.
Y el día se va entre tintineantes bengalas que ya no sé si son de las mías o de las de otros.
Tan grandes, tan enormes, que dan para desear cada vez más aquella posibilidad de esa isla que Houellebecq nos enseñara hace algún tiempo.
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