viernes, 11 de enero de 2019

UNA BUENA SONRISA

Es tan raro encontrarse con una mujer que te sonríe...

Una sonrisa permanente, confiada, de apariencia verdadera, una sonrisa que dice cosas porque le gusta estar ahí, en el mismo sitio que estás tú, sin obligación alguna de hacerla ni gestada en un cursillo de atención al cliente en la Fundación del Ayuntamiento.

Uno está acostumbrado a la profesionalidad en las breves relaciones que mantiene con las mujeres: la muchacha de la tienda de los frutos secos, la chica de la administración de loterías, la mujerona de la tienda de la miel y los ajos negros, las cajeras del centro comercial, siempre tan concentradas, aburridas y seguras en su trabajo que te miran como a un paquete de tomate frito al pasarlo por el lector del código de barras...Algunas te sonríen y otras ni eso, pero en los dos casos no tiene significado alguno: no es a ti, es a tu dinero.

También están las putas y las que te cruzas por las aceras mientras caminas, estas siempre como temerosas de no sé qué, es algo que puedes sentirlo, yo ya ni las miro cuando me veo lo suficientemente cerca de ellas; y si ha anochecido y eres tú el que va por detrás oyen tus pasos, giran nerviosa y disimuladamente la cabeza y casi que puedes oír el grito que están incubando, tal que el aura previa al inminente ataque epiléptico. Las putas sí, te sonríen igual que las del párrafo anterior. El caso es que si no hay dinero das algo así como miedo y asco. Y si lo hay casi que lo mismo con el sólo añadido del interés en la inmensa mayoría de los casos.

La chica vino esta mañana al bar por sus cafés para llevar justo en el peor momento, cuando un grupo de gente de la misma empresa en la que ella trabaja aunque muy por encima de categoría estaban ya sentados esperando los desayunos que yo iba preparando casi que con el último bocado del mío aún rondando en mi boca. No es esa forma de hacer digestión alguna pero ya estoy acostumbrado. Haber estudiao como ellos.

La chica asomó la cabeza desde la puerta y con una gran sonrisa pidió lo suyo. Sin duda estaba fumando y por eso todavía no pasaba dentro. La mañana era gélida pero no lo bastante para olvidarse de la nicotina. Le dije desde la cafetera que esperara un momento que iba a ser un poco largo, dijo que sí y cerró la puerta. Pasó cuando aún estaba liado y esperó mirando su móvil, o eso creo y supongo. Terminé de servir los desayunos entre muestras de la excesiva educación de quienes sin duda alguna piensan que eres inferior a ellos y acto seguido me puse con los cafés de la chica.

Una de las tapaderas estaba rota, era la última y tuve que montar la de Dios para sacar el paquete que guardo de ellas allí donde lo pondría mi más encarnizado enemigo. No suelo servir muchos de estos, lo que unido a que estas cosas siempre pasan en el momento más inoportuno dio motivo a mis amargas quejas que sin duda ella oyó.

- ¡No me pongas cucharillas que tenemos! -dijo ella a mis espaldas viendo como hurgaba en el pequeño armarito que contiene los cachivaches de uso poco frecuente. Casi puedo decir que lo dijo medio riendo.
- ¿Quieres azúcar?
- ¡Sí!

Se los llevé. Una de las tapaderas no acababa de cerrar bien.

- Espera un momento -le dije intentándola meter en su sitio
- ¡No importa, no importa...Si nos los vamos a beber ahora mismo!

La metí y entonces vi que sonreía muy bien.

No sé cuanto tiempo llevará viniendo por aquí. Puede que un par de semanas, un mes o dos, no sé. Suele venir con su otra compañera, pero se ve que hoy hacía demasiado frío para esta, que es algo mayor. La verdad es que nunca les he hecho mucho caso. Dos mujeres de diferente edad, ninguna especialmente llamativa, que esperan sus cafés no diarreicos para llevárselos de vuelta al trabajo. Y los de ellas siempre son para llevar.

La chica volvió esta tarde, a última hora. Yo llevaba un rato que no hacía más que mirar los relojes, el de la pared oculta, el del móvil y el del ordenador. Mi único cliente en ese momento, un jubilado que viene al bar cuando le toca, llevaba quince minutos dándome una lección no pedida de los usos y costumbres de su pueblo en las pantagruélicas fiestas de los santos. Ya tenía el techno puesto a buen volumen desde antes que él llegara, cosa que parece no importarle pues jamás ha dicho nada. Él suele sentarse en un taburete del otro extremo de la barra y así, mientras Boris Brejcha y compañia suenan por los altavoces, yo sentado en mi sitio del otro lado y él en el suyo, charlamos a viva voz del equipo de fútbol de su pueblo (va bien), de los problemas físicos (no graves) de su anciana mujer, de los usos y costumbres de su joven nieta (está harto de tanta tontería de la juventud) y del desastre de sociedad que hay en nuestros días (cosa en la que coincido y donde, desde mi experiencia como camareta, suelo añadir algo que acaba por escandalizarlo)

La chica llegó y se sentó en mitad de la barra, pidió un café, le pregunté si era para llevar y con una gran, gran sonrisa contestó que esta vez no. Era la primera vez que se tomaba uno allí.

Bueno, la competencia no era feroz, así que no recuerdo como fue que nos pusimos a hablar, ella siempre sonriendo, yo me contagié y también sonreí, pude darme cuenta de ello mientras lo hacía, "¡coño, estoy sonriendo de verdad!", llegamos incluso a reírnos hablando de algo. Dijo que se iba a su pueblo a pasar el fin de semana, no le pregunté cual, tampoco nos presentamos y poco después se marchó hasta la semana que viene.

Uno puede saber cosas de las mujeres, creer que sabe cosas de las mujeres, pensar que es mejor pasar de las mujeres, vivir como si el mundo de las mujeres fuese un inmenso centro comercial apoyado y dirigido por las Fundaciones y luego, una tarde que miras los relojes, encuentras a una que sonríe contigo.


Y todo lo demás se difumina como un azucarillo en un café más que cargado.


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