jueves, 20 de abril de 2023

NI ESTÁ NI SE LA ESPERA

El célebre escritor aparecía en las fotos de Google como encantado de haberse conocido. Desconocido por mi hasta el mediodía de hoy sentí una instintiva reacción de antipatía. Busqué información en la Wiki y leí algunas cosas que no me gustaron. Miré por el número de idiomas a los cuales se había traducido (indicador bastante fiable) y vi que eran como cuarenta, cantidad más que significativa en un autor contemporáneo. Cincuenta y siete años muy bien llevados aún con todos los típicos excesos del oficio. Mujeres guapas a su lado. Trajeado en un cocktail o una entrega de premios; sonriente, satisfecho. Escribe durante el día y sale de fiesta por la noche. Duerme poco. Cocaína de la buena para funcionar y alcohol de baja graduación para trabajar. 

Anoche, unos diez días después de haber empezado su épico ascenso al sanatorio de la montaña mágica, dejé a Hans Castorp pegando tiros tirado sobre el barro de la I Guerra Mundial, esa que sólo pasó en Europa. Al finalizarlo vi en el Kindle que mis cinco estrellas seguían allí. Por curiosidad miré la fecha de descarga: verano de 2017. Seis años han pasado desde aquella memorable primera lectura durante mis vacaciones, casi tantos como Hans pasó las suyas en la montaña encantada. Yo lo hice en el parque del pueblo.

Es un buen parque. Iba hasta allí con la bici, cargado con una bolsa con todo lo necesario: esterilla para mitigar la dureza de los recónditos bancos, papel de cocina con el que envolver los herrumbrosos reposabrazos y todo lo circunstancial pero no menos imprescindible, es decir, tabaco, agua, la manzana y algunas nueces. 

Había gatos por allí. Gatas tricolores que a prudente distancia se quedaban mirándome tan quietas como estatuas. Yo tengo una gata. Por entonces todavía tenía al viejo gato que murió unos meses más tarde. Añadí a la bolsa pienso para gatos que nada más llegar extendía sobre el papel de aluminio cerca del canal, lejos del banco. Y al rato aparecía ella con sus crías, lo husmeaba, comía y enseguida la imitaban sus crías. Lo devoraban.

Había ardillas, también. Ardillas locas, ardillas de movimientos tan rápidos que el ojo humano sólo puede procesar a modo de película muda. Y eché más nueces a la bolsa. Pero si los gatos son desconfiados las ardillas están a otro nivel. Tenía que olvidarme de ellas y tirar las nueces en la base del tronco de un árbol muy alejado. Y al día siguiente volvía y las nueces seguían allí, enteras. 

Pasó algo parecido con la gata y sus crías. Se cansaron de aquella comida. La gata se acercaba, husmeando como siempre sin dejar de mirarme a pesar de los quince o veinte metros que nos separaban, y como ofendida pasaba adelante con sus gatitos. Había uno, un macho, que se quedaba mirándome a mitad del camino, entre el banco y el gran árbol, un inmenso olmo que empezaba a sombrearse en la copa por el sol de poniente pero todavía en todo su esplendor verde. La madre iba adelante y volviéndose hacia él nos miraba sin decir nada. El gatito nos miraba por turnos y luego se iba con la madre.

También había pájaros, también. Eran los primeros días de agosto y el calor residual del infernal julio hacía el resto. Muchas veces encontré pajarillos muertos: gorriones, vencejos y palomas yacían en las cercanías de mi banco devorados por los gusanos de la tierra. Y añadí más agua y un tupper al contenido de la bolsa.

Entre páginas y páginas de la montaña encantada, algo así como cada tres cuartos de hora, me levantaba del duro banco para estirar las piernas, mear en un árbol y echar un vistazo al canal y sus boqueantes peces, grandes y negros en el agua verde.

No. No eché comida para peces en la bolsa. 


Han pasado seis años. O están pronto a pasar. El Kindle no se equivoca.

Seis años. Dos mil días, cuarenta y ocho mil horas e incontables minutos.


Y Madame Chauchat no está ni se la espera.

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