sábado, 22 de abril de 2023

LAS VEGAS

Una mañana cualquiera tuvo un buen susto conduciendo la furgoneta de la panadería en la que trabajaba; estuvo a punto de llevarse por delante a una mujer que cruzaba el paso de cebra. 

- Ya no puedo conducir, Kufisto -me dijo días después en el bar. 

Lo raro era que hubiera podido hacerlo durante tantos años. De hecho él no tenía coche propio desde su juventud. Con mala visión de nacimiento, el asunto había ido degradándose con el paso del tiempo, hasta el extremo de no reconocer una cara a dos metros de distancia. Que todavía entonces siguiese al cargo del reparto de pan al mando de la furgoneta sigue siendo otro de los misterios inexplicables de España.

Nos conocimos de chicos, en el barrio, aunque de calles distintas: las fronteras estaban marcadísimas cuarenta años atrás. Algunos mayor que yo, era el más feo de todos. Y daba fe de ello con su mirada llena de odio. "El Pirata", lo llamábamos cuando aquellas bestiales peleas callejeras en la que siempre acababan por derivar los partidos, los juegos, los "desafíos" de cualquier tipo. Se volvía loco repartiendo palos y encajándolos. Luego vino la terrible adolescencia y dejando de ser niños todos nos fuimos separando. El Big Bang había llegado.  

¿Cuanto tiempo hará ya desde nuestro reencuentro? Lo menos quince años, sin duda, por no decir veinte. El tiempo personal es una cosa difícil de calcular cuando el espacio creado empieza a alejarse de ti, tan de la mano hasta entonces.

Al principio, lo recuerdo, empezó a venir al bar en compañía de un amigo al que ahora no consigo ponerle cara, tal vez porque no lo siguió siendo durante mucho más tiempo. Y ahora que lo pienso, y tirando de memoria, fue porque consiguió hacerse tan novio como para casarse. Pero "el Pirata", ya para entonces amigo mío, no dejó de venir a nuestro bar en las noches de los sábados. Era un buen tío, estaba solo y no metía la gamba al beber. Muchas veces cerramos el bar en compañía de mi novia o sin ella.

- Kufisto -me decía cuando estábamos solos- Tú y yo tenemos que ir a Las Vegas.
- ¿A las Vegas?
- ¡A Las Vegas! ¡A hincharnos a putas y casinos!

Y el tiempo se fue yendo al igual que aquella novia mía que tanto nos gustaba. 

- Kufisto 
- ¡Qué, coño!
- Tenemos que ir a Las Vegas. No lo olvides. Venga, te acompaño a casa.

- ¿Sabes lo que me gustaría de verdad? -le dije en una noche de aquellas.
- ¿Qué? -respondió él.
- Trabajar en un faro.
- ¿En un faro?
- ¡Sí, coño! ¡un faro en mitad del mar! ¡Solo! 
- Joder

Y de esa ¿broma? hicimos motivo de risión durante mucho tiempo.


Le quedó una buena pensión, total. Apenas tenía 49 años cuando el tribunal médico certificó que era inútil para trabajar por problemas de visión. Lo celebramos tal cual puedan celebrarse cosas tan jodidas como pasar un tribunal médico.

Pero Jose, en verdad, es que ya no veía una puta mierda.

En los primeros meses de completa libertad (quizá un año, no lo creo pero quien sabe) hubo días en los que incluso venía a comer al bar. Todavía estaba viva su madre, pero la apañaba y de vez en cuando se venía aquí. 

Cuidar de tu anciana madre cuando son seis los hijos que parió no debe de ser plato de gusto para el último de ellos, el más feo de todos, el único incapaz de formar otra familia. Él estaba solo, no tenía a nadie a su cargo, así que él debía atender a la madre de todos. Y la atendió. Y  se consumió.

- Kufisto.
- ¿Qué?
- No me ayuda ningún hermano. Sólo mi hermana mayor me echa un cable de vez en cuando.
- Ya.
- Y cada vez veo menos.
- Tenemos que irnos a Las Vegas, hijoputa. No lo olvides.

Y entonces arrancaba a reír como un niño, casi hasta las lágrimas.


Le perdí de vista antes de la pandemia, poco después de la muerte de su madre. Había pasado dos años a su cargo, dos años que le habían machacado hasta extremos indecibles, dos años de progresiva desconexión materna, dos años de dolor, de aceptación, de subyugación a un destino escrito desde la primera línea...


Hubo quienes preguntaron por su prolongada ausencia en el bar, pero no tardaron en olvidarlo.


Una tarde salí a andar. Lo peor de la pandemia había pasado y ya nos permitían salir a la calle sin mascarilla. 

El sol brillaba con todo su esplendor en un cielo azul, libre de cualquier nube.

Y entonces, al final de la avenida que circunvala la ciudad, le vi sentado en uno de esos enormes bancos serpeantes con vistas al cementerio. Era él. No había nadie más sentado allí. Era él sentado mirando hacia el cementerio.


Y pasé de largo, y crucé la gran rotonda por la calzada, y entré en el camino de tierra de las naves industriales hasta alcanzar el sendero de tierra acondicionado para los tractores, y poco después, entre pedruscos y hierbajos, llegué al paso de la vía del tren y lo crucé, y por sinuosos senderos, llenos de piedras y mierdas de ovejas, subí otra vez hasta los molinos manchegos.

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