Los pájaros del otro lado de la valla saludaban nerviosos un nuevo día en el parque; a la derecha, apenas cinco metros más allá, tras la valla de los institutos, una gran máquina rugía bajo el mando de un hombre: están techando una parte del patio de recreo.
Al final de la calle peatonal, en los aledaños a una entrada secundaria del parque y en la vía de acceso a los institutos, vi al barrendero que pasa por el bar cuando lo abro. Era él, estoy seguro.
A lo lejos, ya circunvalando el parque, vi los primeros paseantes de la mañana, dos mujeres. Y llegado a la primera esquina me topé con el primer estudiante, un crío muy bien peinado por su madre que con el rostro contraído y la pesada mochila a la espalda caminaba con la mirada de los mil miedos. Y una infinita ternura me embargó por un momento.
Vi más estudiantes en la gran avenida; algunos algo mayores, guapetes, desenvueltos, tonteando con las niñas, que reían. Vi grupitos de tres o cuatro chavales, poco agraciados y serios, hablando en voz baja incluso entre ellos.
Era un sol otoñal, un sol amable, un sol muy alejado de su infernal apogeo, un sol al que empiezan a poderle las pesadas nubes, un sol que, agotado por el exceso, deja vivir incluso a quienes no pueden soportarlo.
Y es tan grande el descanso que dejas que todo el mundo acaba por olvidar el daño que hiciste. O casi.
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