miércoles, 15 de noviembre de 2017

SOL DE OTOÑO

- Los limones bien pero las naranjas las compraré en el moro -le diré al murciano ambulante este sábado.

El anterior se pasó por el bar. Yo estaba en la cocina y mi hermano, prudente, me llamó. Salí, le vi y lo reconocí del año pasado. No le compré muchas veces. Creo que este es de los que si les dices una vez no, se olvidan de venir a verte. Me da igual. Mi vendedor es el moro, más bien su señora, y después de tantos años me tratan con cierta deferencia e incluso un tanto de cariño por parte de ella, una mujer bajita pero con unas manazas ancladas en tales muñecas que más parecen olmos bien maduros. Ya llevo algún tiempo comprándoles menos por pura comodidad. Mi ayudante de apertura, el famoso Josemari, no quiere tratos con moros y tira para el mercado en su bicicletilla aún pillándole más lejos. Es verdad que a esas horas el moro está cerrado, pero daría igual si estuviera abierto. También abomina de los gitanos. Él es merchero; y bien alto lo dice, aunque atrancándose, cuando le confunden con uno de ellos. Hoy me ha enseñado su telefonillo. Este es de verdad, de los que funcionan, no como los otros que encuentra en los contenedores de basura. Le gustan todas esas cosas electrónicas a pesar de que no funcionen. Se ve que las encuentra bonitas.

- Así que marcha -le he dicho
- Sí, Kufistico. Y además muy bien
- Pues nada. Déjamelo que voy a hacer una llamada perdida al mío y así lo grabo -después se la he devuelto y le he grabado mi nombre.

A eso de las nueve y media fui a echar mano del tomate frito para el guiso y antes de mirar recordé que ayer me quedé sin, olvidándome por completo de comprarlo por la tarde que empleé en pasear mirando los grandes árboles del paseo principal de la ciudad. Luego llegué a casa, puse el brasero, me tumbé en el sofá, cogí el teléfono para navegar por Internet y ya volví a olvidarme de todo menos de la puta gata.

Llamé a Josemari y lo cortó. "Cabrón" pensé. Esperé un par de minutos y volví a llamar por segunda vez. Lo mismo. "¿Pero este tío no sabe descolgar un teléfono, joder?" Y entonces me llamó él.

- ¿Josemari?
- Soy su mujer -dijo su mujer
- Ah, buenas...¿Está Josemari contigo? Soy Kufisto
- Sí
- Dile que se ponga, haz el favor
- Ahora te lo paso, Kufisto
- Gracias, hermosa
- Dime, Kufisto
- ¿Qué haces?
- Ná, aquí en casa, con mi mujer...
- Venga, hombre, que necesito tomate frito...
- Voy pallá
- No tardes
- No, no...

Llegó a los diez minutos pegando esos maullidos que tan bien le salen. Le di el dinero y volvió cuando los guardias civiles estaban tomándose el café. Más tranquilo me soltó la compra, le di una propina y le pregunté si quería otro café con leche. Dijo que sí y se lo puse con extra de azúcar y la leche del tiempo, como le gusta. Y ya con el tomate en mis manos y la barra controlada pasé a la cocina para rematar el sofrito y apartarlo. Al salir vi que Josemari tenía compañía. Me acerqué y era uno de los trece hermanos que alguna vez tuvo. Hacía tiempo que no lo veía y le saludé.

- ¿Qué tal va eso? -le dije
- Ná, que he visto la bicicleta de este y he pasao adentro, a ver qué hacía...Y míralo, ¡como los señoritos!

Josemari sonrió un tanto avergonzado, me reí y cogí el billete de los guardias que ya se iban. Los hermanos estuvieron un rato hablando discretamente de lo putas que habían salido las hijas de no sé quien y un poco más tarde se fueron.

Al mediodía llegaron los médicos habituales con una nueva incorporación. Les serví un plato del guiso para acompañar sus cervezas y poco tardaron en celebrarlo como si hubiesen descubierto una vacuna para la caída del cabello. El nuevo, un tío todavía joven y muy educado, llegó a preguntarme si daba comidas. Le dije que no pero que con antelación todo era posible, aún para nuestro cada día más alopécico bar, algo que por otra parte no es que sea la norma general sino que se cuentan con los dedos de una mano los que todavía usan peine, siquiera las manos. Después la visita de una amiga admirable, una conversación acerca del cáncer en la puerta del bar mientras nos fumábamos un cigarrillo y más tarde poco más. Pero muy poco.

Eran casi las tres cuando con desgana y la barra sin recoger me puse a comer algo. Salí a fumar un pito y a mirar los árboles de la mediana, estos sí bien secos de hojas. Pasé adentro y esperé que dieran las cuatro como tantos otros días. Peor era cuando tenía que hacerlo hasta las seis. Pero de todas formas ese tiempo vacío unido a la decepción por otro mal mediodía consigue que te entre una especie de tranquila desesperación que te deja poco menos que baldado. Mi prudente hermano, mi buen hermano pequeño, vino hoy a la hora justa por una vez en su vida. Y yo, agotado, salí del bar con muchas de ganas de llegar a casa.

Estuve a punto de no salir. Al sol apenas le quedaba una horilla para meterse por el debajo del horizonte y el mío casi no veía más que el del sofá, el brasero, la gata jodiendo y el teléfono para mirar cosas en Internet hasta las nueve de la noche. Decidí ir a cagar antes de ponerme el pijama. Salí y miré por el ventanal. Nubes ligeras, casi desparramadas, como estelas gaseosas, eran suficientes para hacerle incómodo el ocaso a este pobre sol de otoño. Pero todavía estaba ahí. Y su luz es buena para la vista.

Salí a la calle. Fui al paseo principal y volví a mirar sus grandes árboles, todavía frondosos, magníficos, irguiéndose fuertes en la tierra de la que se alimentan con la ayuda de este débil sol que se nos va. Y yo, tan necesitado de él como los propios árboles, regresé sobre mis pasos para que su última luz de hoy mirara mis ojos.


Y luego fui al moro y le compré un saco de patatas y diez kilos de naranjas a su buena mujer.

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