viernes, 17 de noviembre de 2017

LA HABITACIÓN

Una de las aficiones que tenía cuando fui un chaval desocupado era la de escribir en papelitos los nombres de las canciones de la banda que más me gustara en ese momento, meterlas en una bolsa e ir sacándolas a ciegas para hacer una grabación. Recuerdo que entonces compartía habitación con uno de mis hermanos. Dormíamos en la planta de abajo y el resto de la familia en la de arriba. Rara era la noche en la que apagáramos la luz antes de las tres mañana, algo que por otra parte ya hacía poco después de empezar el BUP. De hecho no fue sino hasta los treintaitantos la primera vez que no vi el inicio de un nuevo día en el reloj. Una habitación como aquella era poco menos que un tesoro adolescente: quince años, water propio, equipo de música, televisión y vídeo. Arriba, los padres y hermanos pequeños; abajo, nosotros; y entre medias un tragaluz, un largo y frío pasillo, otra puerta y las escaleras. Un mundo. Se había acabado el "¡apagad la luz!" desde el salón, su consiguiente "rezad" que hacíamos en voz alta, el cagadero casi siempre caliente y todavía pestoso, las pajas furtivas, desesperadas, el turno para ducharse, los lloros de los pequeños y las discusiones de los padres, el "¡bajad la música!", el temor a ser pillado aporreando la guitarra de dos cuerdas como si estuvieras haciéndolo con una Fender delante de cien mil personas, el no fumar ni de cachondeo...A veces ser parte de una familia muy numerosa en una casa pequeña tiene sus ventajas cuando no queda más remedio que hacer sitio donde sea.

Aquellas grabaciones, aquellas noches, fueron fantásticas. Y lo eran porque aunque aleatorias, sabíamos que saliera la que saliera nos iba a gustar. Tan sólo cambiábamos el orden y el tiempo. Y no nosotros sino la suerte, el destino, lo que es todavía mejor. Encendíamos un canuto y empezábamos a sacar papelitos de la bolsa, "tal", "joder -decía mi hermano- ponla" Y la poníamos y la escuchábamos con auténtica devoción. Otra, "tal", "hostia puta...ponla" Y a seguir grabando y fumando. Esa sensación de estar compartiendo algo es quizá la más bonita y profunda que pueda haber.

La gente pasa al bar y tú estás detrás de la barra. A unos los conoces más, a otros menos, a algunos nada y a ninguno bien. Y cuando crees que has conocido a alguien como para compartir algo al final acaba fallando por una razón u otra, de una parte o la contraria, pero fallando. Siempre. La experiencia de bar, el trabajo en la jungla, la brutal competencia, te deja esa enseñanza: que no hay nadie imprescindible. Nadie. Ni tú. Te irás y el bar seguirá ahí, abierto y con otro tras la barra.

Hoy ha vuelto a venir un chaval que conozco desde siempre y del que no sé su nombre, aunque sí el apellido, bien conocido por aquí. Tiene a la anciana madre muy enferma en el hospital. Está acompañándola y se pasa por aquí para airearse. A la velocidad del rayo se bebe un par de chupitos y regresa a hacerle compañía. Tiene mala cara, de bebedor por lo menos. Alto y delgado, con el pelo tirando a rubio recogido en una coleta  y de ojos azules, serio, voz profunda y mirada decidida, pareciera como si hubiese salido de un cuento de Lovecraft. Tendrá casi cuarenta años y trabaja en un garito los fines de semana, según me ha dicho esta tarde. El otrora buen negocio familiar hace tiempo que dejó de ir con él salvo para casos excepcionales. Se mueve en una vespino que va a vender por 100 euros. No quiere coche. No tiene carnet. No quiere que lo paren en la primera rotonda. Eso me dijo mientras fumábamos un cigarrillo en la puerta del bar. Entonces llegó otro cliente y él se fue como el rayo en busca de su relámpago.

Es un tío de mi edad, supongo. Lo conozco desde hace unos años. Está casado con una mujer muy atractiva. Trabaja en temas económicos. Centrado, muy centrado. Alto, con sobrepeso, medio calvo y siempre bien vestido me pidió un carajillo quemado. Le gusta como lo hago y más hablar, con prudencia y educación, por supuesto, pero hablar. Claro que si tú eres un escritor dipsómano pues no hay mucho que contestar cuando enfrente tienes a alguien que ya estaba centrado con quince años; pero la barra, como dicen con la política, hace extraños compañeros de cama. De todos modos me contó algunas historias interesantes relacionadas con el tema que él maneja: amaños, chanchullos, justicias...Fue interesante aunque lo hubiera sido más de haberlo contado otro. La forma es importante. En caso contrario yo no sería escritor ni aún estando sobrio.

Luego vinieron dos de los conocidos, dos amigotes de vuelta de comer para tomarse unos whiskys buenos y meterse alguna que otra raya en el water. Esta mañana vino un hombre mayor que siempre viene cuando tiene que traer a su mujer para la revisión. Sus chicos abrieron un bar pero tuvieron que cerrarlo. No duraron mucho. Fue bien hasta que dejó de ir bien. En este negocio hay poca paciencia si no lo has vivido desde pequeño. Y de esos ya quedamos muy pocos, aunque seguro que más que jugadores de ajedrez; como Ginés, mi compañero de partidas que viene los viernes al mediodía a tomarse una cerveza.

Antes, cuando me iba a las seis, llegaba a eso de las cuatro y media con su magnífico tablero y nos poníamos a jugar en un rincón de la barra. De no ser por el mío que no encuentro desde hace trece años diría que es el mejor equipo de juego que haya visto nunca. Un tablero grande de madera, de amplios bordes con motivos arabescos y unas piezas imponentes sin epatar, bien talladas, suaves y bonitas, sin aristas innecesarias...Joder, jugar ahí era un puto placer.


Existe una variante del juego en la que se sortean las casillas iniciales de las piezas con el fin de evitar que quien sólo es un memorizador de variantes vomitadas por un ordenador pierda su ventaja ante el talento puro, pero esto es algo que no acaba de ser aceptado por la ortodoxia que nos subyuga.


En fin, qué le vamos a hacer.


Problema: juega la planta de arriba y gana a la de abajo aunque al final acaben perdiendo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario