domingo, 4 de agosto de 2019

LAS COSAS CLARAS

Su padre era el psicólogo del colegio, aunque eso fue algo que supe algún tiempo después. Era un hombre en la treintena, alto y delgado, fibroso, de piel bronceada y con algunas entradas en la cabellera de corte casi militar. Hacía las evaluaciones psicológicas de los alumnos que llegaban a una determinada edad, creo recordar que unos siete u ocho años. Nos reunían en una clase nunca vista, una de los mayores, y hacíamos una especie de test para comprobar nuestras capacidades. Ese fue el único contacto que tuvimos con él, al menos por mi parte.

A ella la conocí en BUP, cuando las puertas del colegio religioso donde estudié se abrían a las chicas no desde hacía mucho. Era muy alta y quizá por eso no tenía demasiado éxito entre los chicos, tal vez intimidados por aquella tiarrona que tampoco es que tuviera las tetas grandes o un culo de esos, aparte de la mirada, fija e inquisitiva, muy alejada de lo que un chaval de entonces esperaba de esas cosas extrañas llamadas chicas. Ella demostró ser inteligente y aplicada y no muy dada a perder el tiempo por ahí. Yo tenía fama de golfillo, ya había estado con una de sus compañeras de clase, y en una de esas fiestas que se montaban al recibir las notas de las evaluaciones trimestrales, uno de esos mediodías en los que la chavalería tenía por costumbre ir de bares a celebrarlo en la calle, trabamos una cierta amistad al relance del alcohol, sobretodo por mi parte. Ella, aún entonces, no perdía la cabeza porque a casi todos le hubiese dado por perderla en ese día. Al año siguiente repetí curso y ella se emparejó con un buen chaval que era amigo mío, un chico cuyo padre se había hecho millonario con la llegada de la democracia y de la izquierda al ayuntamiento del pueblo. Y, cosa rara, treinta años después siguen juntos y son padres de tres hijos.

La madre era el vivo retrato de ella sólo que en rubio oxigenado. La verdad es que aquella pareja, el psicólogo y la maestra de instituto, no pegaban en el ambiente del pueblo, al menos de los barrios en los que yo me crié. Eran como gente de ciudad, universitarios, sofisticados y elegantes, un tanto altaneros aún en el caso de que no se lo propusieran. En los pueblos manchegos de entonces se veía sospechoso al hombre que cuidaba su físico. Las mujeres sí, claro, para eso estaban, pero un hombre...

La vida siguió sus cursos y todos fuimos perdiéndonos de vista. Estaba claro que ella iba a ir a la Universidad aunque de esto ni me enteré, como tampoco de cuando se casaron. Algunas veces veía a sus padres paseando por ahí, envejeciendo aunque bien erguidos, solos, a su aire. Por supuesto nunca les pregunté nada por su hija, no había lugar, ni me conocían ni yo tenía verdadero interés en saber algo de ella, pero siempre que los veía me acordaba de Nuria. Lo único que he sabido de ellos en todos estos años fue que su otro hijo se mató en un accidente de coche yendo a trabajar a un pueblo cercano.

Volví a verla como veinte años después, ya una vez pasado lo de su hermano. Fue por pura casualidad, yo paseaba y ella salía de su trabajo a fumar junto a una compañera. Me fijé en la espléndida figura de ella sin reconocerla y justo al pasar a su lado nos vimos. Estaba igual que veinte años atrás sólo que mejor. Hay mujeres a las que le pasa eso, que destacan mucho más con el paso de los años. Intercambiamos saludos, un par de besos y algunas preguntas típicas. Era increíble, había vivido aquí casi siempre y no nos habíamos visto nunca. Llevar vidas tan diferentes hace que lo complicado se vuelva natural si lo piensas un poco.

Una mañana, hará unos cuantos meses, el matrimonio vino al bar con sus tres hijos, el más pequeño de ellos apenas un bebé. Habían quedado allí con una pareja habitual y la sorpresa fue grande al verlos. Él también estaba igual que antes aunque la mirada ya era otra bien distinta. Creo que volvieron una vez más pero mi bar no es para esa clase de familias con hijos pequeños.

Hoy la he vuelto a ver a lo lejos desde una de las calles que cruzan el paseo principal del pueblo. Iba con sus padres, ella empujando el carrito de su bebé y su padre el suyo, una especie de tacatá de esos para los ancianos. Me he quedado de piedra al verlo todo encorvado. No hará tanto que lo vi como siempre, o eso creo. El tiempo se difumina cuando el espacio es tan restringido como el mío.

Nuria lucía un tipazo espectacular envuelto en un vestido rojo de verano.


Será lo que da tener las cosas claras desde el principio.

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