El sol todavía está alto. Son las siete y media de la tarde y sigo viéndolo tras mi ventana. El cambio de hora. Hay gente que dice quedarse muy afectada por ello. Yo no. No recuerdo si alguna vez llegó a afectarme. Ahora me levanto y es de noche pero es lo mismo: abro el bar, enciendo las luces, me pongo detrás de la barra y espero. La gente viene y va, a veces hablo con ellos y luego soy yo el que desaparece. Así pago las facturas del piso. Y no es que piense mucho en ellas. La verdad es que suelo dejarlas hasta el último momento, cuando los avisos son ya concluyentes. De hecho no me importa pagar el recargo correspondiente. Ir hasta Correos, a sus horas, sólo matinales, aguardar en la inmensa cola durante mi día de descanso para al fin dar cumplida respuesta a las jodidas cartas para las que sólo hay lugar en mi buzón...no. Prefiero hacer cualquier otra cosa. Al menos hasta que sea irremediable.
Hoy es Jueves Santo. De chico iba con mis padres y hermanos a hacer las estaciones. Pasábamos por todas las iglesias del pueblo, estábamos allí un rato y luego nos íbamos a tomar algo. No sé porqué lo hacíamos, la nuestra no era una familia religiosa, o al menos no de esas que iban a misa los domingos, supongo que sería cosa de otra superstición: ya que no cumplíamos el precepto dominical, al menos dar la cara en día tan señalado. Y he de confesar que me gustaba, no sé porqué. Eso de ir de una iglesia a otra sin quedarse demasiado tiempo en ninguna para llegar a la siguiente y encontrar lo mismo, gente silenciosa, cirios ardiendo y gorigoris que retumbaban en los altos techos...Sí, ahora que lo pienso creo que esto era lo que me gustaba, los altos techos ocultos entre las sombras. Levantabas la cabeza y casi te mareabas si mantenías la posición. Luego bajabas la cabeza y entre las espaldas de los demás vislumbrabas al tremendo cristo crucificado.
El otro día entró un alcohólico al bar. No es de aquí, lo conozco de otras veces pero no es de aquí. Creo que fue su tercera o cuarta vez. En la primera tuve que echarle de malas maneras junto a su sempiterna mochila porque no atendía a razones. Luego, al cabo de los meses o quizá un par de años, volvió como uno que no sabe bien si ha estado allí. Le atendí y por la mirada supe que entonces recordó algo, siquiera una ensoñación. Y esa vez y la siguiente, también muy espaciada, se fue sin rechistar tras decirle un gesto que no le servía más. Es un tío alto y ancho, fuerte, todavía joven, de mi edad, tal y como me confesó esta última vez cuando los efluvios del coñac le soltaron la lengua, de suyo tan encadenada como la del mayor de los pecadores, pero se ve que vio que la cosa ya estaba hecha en el bar y que apenas quedaban un par de clientes en el salón y quitándose los auriculares que llevaba puestos desde que entró se animó a hablarme, a llamarme señor Kufisto, pues no se dirigió a mi de otro modo sino con el señor por delante y por mi nombre por detrás, que sin duda debió oír durante el tiempo que estuvo allí. Me habló de lo bueno que era hablar con alguien, de ser escuchado, de la noche que había pasado en Cáritas, de Paulo Coelho, de lo golfo y flamenco que era o había sido, cosa que no me creí mucho pues un golfo y un flamenco nunca tiene cara de buena persona, incluso de ignorante, pero yo atendía y de vez en cuando decía algo pues con el rabillo del ojo veía a uno de mis hermanos cagándose en Dios por lo bajo, que este era uno de los dos clientes que quedaban cuando el borracho por fin se decidió a hablar conmigo, y con mi hermano no valen tonterías, pues si ya no trabaja aquí lo hizo durante mucho tiempo y a esta clase de gente no le daba ni los buenos días, y aún siendo la mitad de grande que este no le habría durado ni cinco segundos, que no es tanto la grandeza como el motor que todavía la mueve, y en eso el de mi hermano da miedo como ronronea aún estando tras el paddock. El alcohólico me pidió otra copa dejándola sobre la barra, le dije que no y después de mirarme un momento se marchó despidiéndose lo más educadamente que pudo. Y mi hermano, ya liberado, viéndolo andar haciendo eses por la acera de enfrente, se cagó en Dios mucho más fuerte que antes, vino a la barra, pidió otra copa para él y su amigo y me reprochó mi paciencia. Y yo, que estaba a punto de irme a mi casa, con mis cosas, lo dejé estar con un par de comentarios apaciguadores. Ya en casa cogí otra novela de Simenon y me olvidé de todos.
Son las nueve y once minutos.. El sol ya se ha ido pero todavía hay luz ahí afuera
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