Poco más y hubiera tenido que esperar a estar bien muerto para llevar el pelo largo.
Todo empezó con el confinamiento. Ya por entonces iba con un poco de retraso sobre el calendario habitual, como cosa de un mes, aún cuando haciendo frío espaciaba algo más la visita a mi peluquero, un tipo calvo de mi edad que por su condena en vida y tal vez a modo de propagandista de su propio negocio lucía una buena y cuidadísima barba.
Durante aquel mes y medio largo de vivir a mi manera por primera vez en la vida también tuve tiempo para, entre lectura y lectura, empezar a ponerme en forma. Di con una tabla de ejercicios en la Red y me puse a ello: fondos, sentadillas, abdominales, hombros volvieron a incorporarse a mi rutina, pues a pesar de la no muy saludable vida que he llevado durante tantos años tampoco me resultaron del todo extraños, que no por nada tengo el saco de boxeo en la habitación, algo que también retomé. Llegué a incluir hasta ejercicios de pesas con forma de palo de escoba y unas garrafas de agua, aunque esto fue algo que paulatinamente dejé de lado una vez vino la nueva normalidad. Cosa curiosa y significativa fue que me sobraron muchas de las botellas que me traje del bar con la idea de sobrellevar todo aquello. Pensaba que me harían falta a la hora de escribir, estaba convencido de la oportunidad del momento y luego fue lo que menos hice. Creo que durante aquellos cincuenta días no escribí ni tres historias con sus correspondientes borracheras. Sin pensarlo, sin haber decidido nada de antemano, sin necesidad de mirar las horas hice lo que me apeteció, lo que quería hacer y nada que no quisiera hacer salvo quizá un paseo de una hora, aunque ese precio me resulto fácil de pagar.
El regreso al reloj, no lo negaré, resultó fastidioso. Veo normal que para la gente amiga de estar en compañía de otros aquello supusiera una especie de liberación. Yo mismo, al verlos, simpatizaba de su alegría. Después de todo no tengo tan mal fondo, no soy un bicho que desee mal para los demás; es sólo que mi bien es otro, era otro, siempre lo ha sido y siempre lo he sabido, y esos cincuenta días me proporcionaron el tiempo necesario para darme cuenta de ello, es decir, de lo que te hace bien, de lo que te hace mal y el precio a pagar por hacerte mal para creerte parte de los otros.
El pelo siguió creciendo y poco a poco empezaron las insinuaciones y las bromas, tan esperadas. Familia y clientes habituales fueron sucediéndose sin solución de continuidad. Yo sonreía, respondía cualquier cosa y salía del paso, bastante ligero por cierto. No me molestaba su alegría, aceptaba sus chanzas, oía consejos y recomendaciones, algunos casi trágicos en forma de memoria hacia los muertos, y a todos decía que sí y pronto. Luego veían que era no y poco a poco fueron callando mientras mi pelo seguía creciendo.
Ahora nadie dice nada, o casi. Se han resignado a verme con el pelo largo. Lo llevo ya más abajo de los hombros bien entrenados, casi atléticos en un hombre de mi edad. No es que las mujeres me acosen pero veo otras miradas en ellas, tanto mayores como jóvenes o incluso mucho más jóvenes.
Y de alguna me ocupo sólo a mi gusto y manera.
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